(IN)CIVISMO EN LA ERA COVID19

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“De ninguna acción de la vida, ni en el ámbito público ni en el privado, ni en el foro ni en tu casa, ya hagas algo tu solo, ya juntamente con otros, puede estar ausente el deber”

(Cicerón, Sobre los deberes)

“Cuando todo se plantea en términos de derechos, falta un lenguaje público de responsabilidad o de los deberes recíprocos”

(Victoria Camps, El declive de la ciudadanía)

Comenzaré esta entrada, aunque no sea lo más pertinente, con una referencia personal. Hace nueve años publiqué un libro que, como suele ser habitual en este tipo de trabajos, pasó absolutamente inadvertido. Su título era muy expresivo: Convivir en la ciudad. La convivencia ciudadana en el espacio público (FEMP/FDyGL, 2011). A pesar de su falta absoluta de eco, le tengo mucho cariño; pues me obligó a conceptualizar algunas vivencias profesionales durante mi corta etapa como directivo del Ayuntamiento de Barcelona en unos años complejos (2004-2007). Y me proporcionó, además, una mirada más rigurosa sobre estos temas. Su idea-fuerza era la erosión del civismo y el deterioro de las relaciones de convivencia en el espacio público, derivado todo ello de la construcción de un sistema altamente descompensado, que se basaba en reforzar siempre los derechos de los ciudadanos orillando totalmente los deberes y responsabilidades, como si estos últimos no formaran parte de los presupuestos esenciales del Estado democrático liberal. Su conclusión final era obvia: apostar por los deberes y responsabilidades significaba fortalecer la convivencia. Han pasado nueve años y vuelvo sobre esa idea. Parece que el reloj se detuvo. Y nadie ha sabido ponerlo en marcha. Ningún nivel de gobierno ni tampoco una parte de lo que conocemos por demos se ha tomado nada de esto en serio.

Las expresiones de incivismo, desgraciadamente, son consustanciales al tejido urbano, más en un contexto de desigualdad social. Sus manifestaciones más perturbadoras se dan como consecuencia de la conducta de aquellas personas, que no ciudadanos, incapaces de respetar a los otros ni de cumplir las normas, unas veces por estupidez altiva y otras por abandono, falta de empatía o egoísmo, que de todo hay. Incluso abundan los negacionistas que enarbolan la bandera de la desobediencia. El civismo, sin embargo, se asienta sobre el respeto, tanto a los otros como a las normas existentes, aunque se difiera de ellas y se promueva legítimamente su modificación o derogación. Sin respeto no hay convivencia.

Hace más de treinta años, en una difundidísima obra (Las leyes fundamentales de la estupidez humana), Carlo Cipolla consideró entonces que había entre los humanos un `porcentaje estable de estúpidos en torno a una cuarta parte de la población. Tras el tiempo transcurrido y el deterioro acelerado de la humanidad en estas últimas décadas, cabría plantearse si ese porcentaje no se ha incrementado, aunque su tesis es que permanece estable, si bien sus consecuencias -por ejemplo, en un país en decadencia- podrían ser letales por su poder destructivo que puede conducir al país a la ruina. Según sus palabras, “la persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe”. Para confirmar la presencia de la estupidez solo hace darse una vuelta por nuestras calles, paseos o espacios públicos en plena pandemia. Me declaro paseante militante, pues para mí es tiempo de observación y de reflexión, de relajo y disfrute, si bien en estos últimos tiempos la multiplicación de las normas de comportamiento cívico relacional viene acompañada de su sistemático incumplimiento y pueden hacerte más turbio un momento placentero. Hay un buen número de ciudadanos que cumplen las normas escrupulosamente, otros tantos que hacen como si las cumplen y algunos otros que les da sencillamente lo mismo y las incumplen directamente, pues su empatía social es nula y su conciencia cívica siempre estuvo ausente. La educación es todo en tales circunstancias, pero qué se puede esperar de un país en el que el sistema educativo falla por doquier y en el que también está ausente en muchos casos la educación familiar. En cosas tan básicas como el respeto hacia los demás se suele venir educado de casa, ya que si allí no se labró ese valor no hay profesor que lo enderece. Y si alguien duda de ello que lea, por ejemplo, a Gregorio Luri, José Antonio Marina o Andreu Navarra. Los padres o madres ausentes no pueden ser sustituidos por la escuela.

Realmente, las normas que nos ha impuesto esta pandemia no son tantas, aunque sí incómodas, si bien (esto es lo más relevante) cambian o modifican nuestros hábitos de vida. De ahí vienen las grandes dificultades de este combate al virus que de momento estamos perdiendo con claridad. A todos nos perturba llevar mascarilla ya que es incómoda, más cuando hace calor o en aquellos casos en que se camina aceleradamente, incluso cuando se trata de hablar, sea con desconocidos o con conocidos o familiares (pues todos ellos son potenciales transmisores del virus, aunque la confianza personal, la amistad o los vínculos de sangre nos hagan ver ingenua y neciamente que ningún virus puede “pasarnos” quien ya conocemos). La distancia es también un incordio, compleja de seguir en aceras estrechas, plazas atestadas, filas o pasillos de supermercados o lugares concurridos, menos aún en ascensores o escaleras; con lo cual se incumple sistemáticamente, unas veces por necesidad objetiva y otras porque a todos nos agrada estar cerca los unos de los otros. La proximidad, el contacto y la visualización del rostro son consustanciales a la forma de relacionarnos. Y, aunque la gente no te conozca de nada, tiene tendencia a aproximarse, a ponerse cerca e incluso a tocarte o plantarte un par de besos. Somos personas, pero parecemos imanes. Más serio es aquello de llevar la mascarilla como collar, como gorra, codera o pulsera, que también de todo hay. Muchos, que son legión, van con la nariz al aire, para lucirla o respirar, otros airean su rostro o muestran su cara (más bien, jeta) bonita. También abundan las mascarillas eternas, casi descoloridas de su intenso uso, como aquellas banderas que han difuminado sus colores de tanto tiempo estar colgadas en el reivindicativo balcón de sus excluyentes patrias. El lavado de manos es también engorroso, máxime si lo hemos de hacer tantas veces al día y en diferentes lugares por los que transitamos (oficinas, espacios de trabajo, cafeterías, estaciones, centros comerciales, etc.). Así que algunos lo hacen y otros muchos no.  En su defecto, los geles con alcohol son compañía habitual. Lo de los fumadores y la distancia de dos metros es de nota; salvo algunos fumadores responsables, en la mayor parte de los casos no es el fumador sino el ciudadano quien ha de buscar la distancia y alejarse o huir de las bocanadas de humo, que contienen -según nos dicen- gotículas transmisoras del virus. Evitar el barullo (los gritos o los cánticos), regla de oro contra la Covid19, es algo casi imposible en una sociedad que siempre ha entronizado el gentío, la bullanga el ruido y la fiesta o la sandez actual de las «no fiestas», que la gente ha practicado con irresponsabilidad supina (y ahí están, por ejemplo, los infinitos brotes que de ello derivan). Y no hablemos del botellón y los vidrios o plásticos receptores compartidos (de boca a boca y virus porque me toca).  Tampoco digamos nada de las comidas familiares, cenas o eventos de amigos, bodas, bautizos y funerales. Es conocido que el virus se da un brutal banquete en todos esos entornos, que tan estúpidamente le preparamos.

En fin, podríamos seguir hasta el infinito. Innumerables “deportistas” que, obviamente sin mascarillas y bonitamente equipados, ejercitan su cuerpo (y algunos descuidan absolutamente su mente) corriendo o incluso caminando con pantalón de deporte o el inefable chándal por aceras o espacios urbanos  concurridos pasando a cincuenta centímetros de los ciudadanos con esas bombas de virus que son sus respiraciones entrecortadas, su aliento cansino y la expulsión de sus gotas salivares. Lo del metro y medio, ahí, es ciencia ficción. Y no digamos nada de la distancia en los bares y cafeterías, o del uso de las mascarillas por parte de los clientes. Estar en un bar o restaurante, más aún en una mesa (aunque sea en la calle), con eso de que hay que abrir la boca para beber o comer ya te exime de cualquier mascarilla, que pasa al bolso, bolsillo o se cuelga del brazo. También aquí el virus se da un fiestón. Los clientes de bares y restaurantes que no respetan escrupulosamente las normas les importa un carajo el contagio del camarero o de la gente que está en los aledaños. El colmo de la irresponsabilidad se lo llevan, sin embargo, quienes estando en cuarentena se van a trabajar, al bar, de marcha a un concierto o a hacer surf a la playa para contagiar, así, todo lo que se les cruce. Aquí la ciudadanía brilla por su ausencia. También en los que se niegan a colaborar en los rastreos. La estupidez, al parecer, no tiene límites.

Lo peor que puede hacer el ciudadano ante ese personal ayuno de civismo y de respeto, es recriminarle su actitud; pues en ese caso recibirá una sarta de improperios que el más liviano será “¡a ti qué te importa!”, el habitual “¡vete a tomar por el culo!”, y el más extremo “¡cállate, hijo de puta!”. Hubo un ciudadano “educado” que cuando se le recriminó que no llevaba mascarilla, pidió sin acritud alguna que se respetara su actitud, pues él sabía de buena fuente que ese artefacto (mascarilla) no servía para nada. Quizás no fue consciente de lo que significa el respeto como valor de convivencia ciudadana y, especialmente, en el espacio público o en las relaciones interpersonales. El respeto es un valor que no tiene ideología, no es de derechas ni de izquierdas, sino un presupuesto meramente existencial de nuestras sociedades si pretenden ser civilizadas. Y además es recíproco, no unilateral. Nos puede molestar más que a nadie cumplir determinadas normas, y algunas veces es así, pero por un elemental criterio del deber y de la responsabilidad es algo que debemos hacer si queremos vivir en una sociedad digna de tal nombre. El problema de fondo es que, como ya repetí en su día siguiendo a Lamberto Maffei, hemos creado una sociedad bulímica en derechos y anoréxica en valores. Y eso se paga caro, también en la lucha contra la pandemia. Con factura muy alta. Lo estamos viendo. Y más que lo veremos.

He sido especialmente crítico con los fallos del sistema político y administrativo en la lucha contra la pandemia. La falta de capacidades estatales que (como expuso, entre otros, el politólogo Fernando Jiménez) se ha manifestado en una considerable ineptitud de la política e ineficacia administrativa para anticiparse a los riesgos, prevenir y planificar o dar respuesta efectiva a los problemas derivados de la pandemia, ha colocado a España como uno de los países europeos con peores ratios en muchos apartados críticos de lucha contra la Covid19. En una pandemia la prevención es capital, como también lo es el autocuidado. Son dos premisas básicas de cualquier política de salud pública, como siempre me ha enseñado mi buen amigo y experto en ese ámbito, Fernando Escorza. Y ambos planos los estamos descuidando o peor aun ignorando en algunos casos.

Tras esta discutible gestión de la pandemia, la imagen de España se ha visto internacionalmente afectada. Negar eso es negar la evidencia. Y eso tiene costes, y no pocos. Lo vamos a pasar muy mal. Ya lo estamos pasando. Y falta lo peor. Pero, tal vez, en este fracaso colectivo que ya se palpa hemos puesto exclusivamente el foco en los poderes públicos (políticos y funcionarios) y liberado de responsabilidades a un personal, como colectivo híbrido de ciudadanos con sentido de su deber y otras personas ajenas a tales exigencias, que con algunas de sus reiteradas y constantes conductas y hábitos arraigados en “su forma de ser”, han provocado también un notable empeoramiento de la situación. Los hombres, como escribió premonitoriamente Albert Camus en su obra maestra La peste, “eran siempre los mismos”. No tienen corrección. Los estúpidos no se transforman con una pandemia, sino que hacen gala pública de su estupidez. No deja de ser paradójico que la ciudadanía, en general, tuviera un comportamiento razonable en el confinamiento duro (empujada por las sanciones, entre otros “incentivos”; lenguaje que parece ser el único que se entiende por estos pagos), y, finalizado aquel, el personal se haya desbocado cuando se abrieron las puertas de un paraíso prometido de “nueva normalidad” (¡menuda estupidez!) inexistente. De nada sirve aplaudir al personal sanitario y entronizar sus virtudes, cuando estamos llevando de nuevo al sistema de salud a una situación límite que podría reventar sus ya débiles costuras. Lo veremos las próximas semanas, si nada lo impide.

Hace unos meses, la Fundación BBVA difundió el avance de un estudio comparativo sobre Valores y actitudes en Europa acerca de la esfera pública (septiembre 2019), que se proyectaba sobre cinco países (entonces) de la Unión Europea: Alemania, España, Francia, Italia y Reino Unido. España, antes de la crisis Covid19, se codeaba en la zona alta de algunos ítems con tales estados, pero suspendía de forma alarmante sacando la peor puntuación de todas (más baja que Italia) en responsabilidad individual. La ciudadanía española, a diferencia del resto, consideraba que “es el Estado y no cada individuo quien tiene la responsabilidad principal de asegurar las condiciones de vida”. Los ciudadanos españoles lo fiaban todo a sus “derechos” (nos encanta exigir derechos) y a la prodigalidad de “papá Estado” o “mamá Comunidad Autónoma” para que le cubra todas sus necesidades. La responsabilidad individual no cotiza entre nosotros.

La pandemia nos ha vuelto a poner frente al espejo. A los déficits evidentes del sistema político y de gestión, sumamos un sociedad escasamente educada en valores y en el respeto o la empatía, formada (viene bien la metáfora) por un rebaño de personas, entre las que hay ciudadanos responsables que conviven como pueden con la irresponsabilidad manifiesta no sólo de algunos adolescentes o jóvenes (sobre los que se cebará la crisis de forma evidente en los próximos años) sino también de personas maduras intolerantes que también estas (y no solo los jóvenes) sólo piensan en ellas y les importa un carajo lo que suceda con los demás, sin darse cuenta realmente que todos ellos (y no sólo los ancianos) también serán más tarde o más temprano carne de cañón de las garras una brutal crisis humanitaria/sanitaria, particularmente de sus dolorosos efectos económicos y sociales, que no hemos sabido controlar y que les dejará más pobres aún de lo que eran, también moralmente. Y, entonces, tal vez, sucumbirán al canto de sirena de la demagogia del populismo barato que les eximirá de cualquier responsabilidad, que rápidamente endosará en “los otros” el daño producido y engrosará, así, sus filas con quienes, consciente o inconscientemente, alimentaron un monstruo que, mucho me temo, irá creciendo con el paso del tiempo.

Un comentario

  1. Muchas gracias por su artículo. Ayuda a no sentirse mas sola que la una en la lucha cívica. Llevo regalando mascarillas un tiempo a algunos irredentos y aun no me han partido la cara, aunque si me han llamado algunas cosillas……
    Creo que Cipolla se quedaba corto en su calculo. O ¿Quizás es que la «nueva normalidad» sea esto? Los estúpidos han ganado y los demás somos apenas nada…
    El tema de los mayores(creo que ya me debo incluir) es de tal envergadura moral que da la medida de esta sociedad. Prohibimos la eutanasia y negamos la asistencia. ¿Cómo se puede tragar esto?.
    Muchas gracias y un saludo

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