OBSERVATORIO DE POLÍTICA INSTITUCIONAL

Este Observatorio tiene por objeto analizar cuestiones de actualidad relativas a la política institucional, con la única finalidad de coadyuvar al fortalecimiento de nuestras instituciones democráticas en aras a mejorar la calidad del gobierno y reforzar la confianza ciudadana en tales instituciones.

EL PRINCIPIO DE LA MAYORÍA

KELSEN

“La mayoría y la minoría deben ser capaces de entenderse mutuamente si quieren vivir en armonía” (Hans Kelsen)

Cuando las noticias sobre la gravísima crisis institucional nos abruman, conviene volver la mirada a los clásicos y apuntar hacia aquellos fundamentos teóricos que, un día sí y otro también,  orillan los gobernantes y quienes a ellos se oponen.

Sin ánimo de ofrecer aquí, algo impensable en este formato, una clase de Derecho Constitucional ni de Ciencia Política, cabe traer a colación algunas de las reflexiones que, sobre la relación entre mayorías y minorías (base del funcionamiento del sistema parlamentario), reflejó en su día Hans Kelsen en su imprescindible obra Esencia y valor de la democracia. Sabida es la querencia del autor austriaco por la protección de las minorías en su esquema democrático-constitucional, particularmente efectiva en el ámbito de la legitimación ante la jurisdicción constitucional. Pero, en la obra citada, el punto de atención lo sitúa en las relaciones entre mayoría y minoría en el ámbito parlamentario; que es su lugar natural.

Y como el debate político, y también periodístico, es tan pobre en España, conviene recordar, siquiera sea telegráficamente y de modo incompleto, algunas premisas muy básicas de la concepción kelseniana  de los fundamentos de la relación mayorías/minorías para poder entender mejor lo que está pasando.

Me limitaré, por tanto, a traer a colación algunas ideas fuerza de este autor con la finalidad de que el lector profano pueda disponer al menos de una visión que trascienda del barro o del lodazal en el que se mueve la política española. Es simplemente una transcripción literal, y por tanto que cada persona extraiga las lecciones que crea oportunas. De vez en cuando es importante hacer algo de pedagogía constitucional o política, que tanta falta nos hace.

“El principio de mayoría parlamentaria es muy adecuado para evitar la hegemonía (…), siendo característico que en la práctica resulte conciliable con los derechos de la minorías”.

“Aunque en un tiempo se entendía que el principio de la mayoría absoluta era el más adecuado relativamente para realizar la idea de la democracia, hoy, por el contrario, se reconoce que en ciertos casos el principio de mayoría cualificada puede constituir un camino más derecho para la idea de la libertad”.

“La voluntad colectiva creada con arreglo al llamado principio de la mayoría no constituye una dictadura de la mayoría sobre la minoría, sino un resultado de las influencias recíprocas entre ambos grupos, como consecuencia del choque de sus intenciones políticas”.

“En efecto, todo el procedimiento parlamentario (…) tiende a la consecución de transacciones(resaltado por el autor). En ello estriba el verdadero sentido del principio de mayoría en la democracia genuina, y por esto es preferible darle el nombre de ‘principio de mayoría y de minoría’”

“Uno de los problemas más difíciles y peligrosos del parlamentarismo es el de la obstrucción (resaltado por el autor). Los derechos concedidos a las minorías pueden ser utilizados por éstas para entorpecer e incluso imposibilitar la realización de determinados propósitos de la mayoría mediante la paralización transitoria del mecanismo parlamentario”.

En fin, con la mera reproducción de estos fragmentos de la obra de Kelsen, ya puede el lector valorar con elementos de juicio hasta qué punto el sistema constitucional e institucional español puede o no encuadrarse bajo los estándares de lo que es una democracia genuina en sentido estricto o nos encontramos, más bien, con una democracia de baja calidad. La transacción brilla por su ausencia, el obstruccionismo se practica con injustificable tesón y la mayoría (suma de la minoría mayoritaria gubernamental relativa y otras minorías absolutas de corte territorial) saca el rodillo de los números para pretender alterar de raíz, cuando la coyuntura lo exige, los arreglos institucionales adoptados en su día.   

Lo cierto es que el comportamiento constante de los actores políticos, sean estos gubernamentales, de mayorías circunstanciales o de la oposición, no son precisamente ejemplares en términos democráticos y constitucionales. Es muy triste decirlo, pero la cultura político-institucional de tales actores es, por regla general, muy limitada e, incluso, inexistente. Su forma cotidiana de actuar es la antítesis del respeto a los principios y reglas de una democracia genuina (por emplear el término de Kelsen). Sorprende, además, que quienes ejercen cargos públicos y viven de ellos estén tan ayunos de los mimbres básicos que deben servir para entender y guiar su actuación política. Y llama la atención, asimismo, que quienes les asesoran y acompañan técnicamente en tales tareas, tampoco aporten un gramo de sensibilidad hacia los postulados esenciales de la democracia-constitucional, que deberían conocer o eso se presume.

En fin, así las cosas, la degradación institucional va para largo y cabe presumir que será mucho más profunda. ¿Dónde está el suelo?

LOS MINI-MINISTERIOS Y SU IMPACTO POLÍTICO-GUBERNAMENTAL

4 reinas (2)

(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

«Un Gabinete más numeroso significará un volumen tan complejo de asuntos que quedará abandonada la coordinación política y cada ministerio se convertirá en el árbitro de su sector» 

(Harold J. Laski, La Gramática de la Política, Comares, 2002, p. 364)

Tras casi tres años desde su implantación, nos hemos adaptado a su existencia. Los mini-Ministerios son una nueva expresión organizativa gubernamental, propia de nuestro afán de multiplicar los panes y los peces, más aún cuando de repartir poltronas y púrpura se trata.

El primer Gobierno central de coalición desde la aprobación de la Constitución de 1978 no encontró, al parecer, otra fórmula de convivencia más adecuada que transformar antiguas Direcciones Generales u órganos directivos de mayor nivel en flamantes Ministerios, no sin cartera, sino con un trozo de cartera capitidisminuida.

La fórmula mágica que se preparó en el entonces laboratorio institucional de La Moncloa, consistió en plantar minúsculos arbustos en vez de sólidos árboles, que fueron los menos. Con esta estrategia, se pensaba, los arbustos dejarían ver el bosque (los árboles robustos, que se llevarían todo el protagonismo) y, lo que es más importante, nadie les vería a ellos. Pasarían desapercibidos. Se equivocaban.

En efecto, algo comenzó a fallar en el guion. Al principio se alzaron muchas voces que denunciaban la multiplicación del gasto público que implicaba crear tal número desproporcionado de Ministerios. Nada más y nada menos que veintidós. Muchos de ellos para gestionar la nada, pues las atribuciones funcionales de su pretendida competencia lo eran en verdad de las Comunidades Autónomas. Otros dedicados a miradas transversales que de tanto desplegarse por todos y cada uno de los recovecos de la política nacional terminan diluyéndose, también en la nada.

La cosa, al principio, no fue a mayores. Aun así ese diseño elefantiásico de estructuras ministeriales, replicado por la multiplicación en cada Mini-Ministerio de  Secretarías de Estado, Subsecretarías, Secretarías Generales y estructuras directivas de altos cargos, así como de gabinetes y asesores, no podía ser muy funcional precisamente. Algo de ello se comenzó a visualizar cuándo la Comisión de Secretarios de Estado y Subsecretarios, como pretendido órgano de coordinación en el que se precocinan las dediciones gubernamentales, se convirtió en una asamblea, y se vio desapoderada en la práctica de sus funciones existenciales tradicionales. La coordinación y las decisiones precocinadas ya se hacía por otros circuitos.

El Gobierno creado a inicios de 2020 lo fue con un programa y una estructura que de inmediato quedaron obsoletos. El estallido de la crisis Covid19 dejó patentes algunas de sus incoherencias: hacer que una pesada máquina (entonces) de cuatro Vicepresidencias (hoy tres), veintidós ministerios, con dos (tres o cuatro, según se mire) formaciones políticas en su seno, funcionase sin ruido y con una mínima armonía, comenzaba a ser una tarea hercúlea.

En verdad, tras esta primera experiencia de Gobierno central de coalición (que tenía varios precedentes a escala autonómica, si bien con funcionamientos dispares), se puede destacar que tales gobiernos coaligados se aproximan más bien a estructuras gubernamentales paralelas o adosadas en los que las funciones de dirección y coordinación política presidencial se ven limitadas, por lo común, a su propio barrio ideológico, aunque la presidencia de canciller siga manteniendo sus innegables prerrogativas de destruir, como decía Bahegot, su propia criatura.  En todo caso, lo que une a estos gobiernos adosados es la argamasa del poder y, en este caso, la mayoría parlamentaria (relativa) que se debe mantener, pues de lo contrario habría que gobernar un país con minoría absoluta. Tarea casi imposible.  

En cualquier caso, en los gobiernos de colación el socio minoritario (en este caso, incluso, los socios minoritarios) suele ser el perjudicado en el reparto de carteras, y casi siempre les corresponden las “carteras-monedero”, o en otros términos estructuras gubernamentales reducidas en su poder presupuestario, en sus competencias y también en la incidencia de sus políticas. Aunque a veces también al socio mayoritario, fruto de tanto repartir el pastel, le corresponda asimismo un trozo no muy significativo y, peor aún, cojo en sus atribuciones de algunos departamentos, pues parte de ellas para hacer política de forma coherente están atribuidas a un mini-Ministerio o a varios de estos últimos. Eso genera disfunciones sinfín y cuartea las políticas públicas hasta desdibujarlas por completo y con unos costes de transacción elevadísimos. La efectividad política se desangra, y las grandes reformas se aparcan.

Lo anterior se muestra con especial crudeza, por ejemplo, en la gestión de fondos europeos vinculados al Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, en los que, sin perjuicio de la existencia de Ministerios tractores y que concentran la mayor parte de los recursos, ha habido que cuartear en minúsculos proyectos de inversión y reformas cuasi inventadas tales fondos para que pudieran meter cuchara todas esas estructuras ministeriales micro que fueron creadas en enero de 2020. Nadie quiere quedar fuera del reparto. Y así hubo que configurar una Gobernanza de fondos europeos de marcada departamentalización ministerial. 

Pero el daño más letal de los mini-Ministerios se ha observado cuando a estos se les atribuyen funciones transversales que, en realidad, impregnan con sus políticas el resto de estructuras ministeriales salpicando en su (deficiente) gestión incluso a a los demás poderes territoriales e incluso alcanzan a otros órganos del Estado. En estos casos, el cuarteamiento estructural de las políticas produce, alternativamente, inacción o parálisis, cuando no ruido, a veces ensordecedor. La primera es la postura cómoda por la que se inclinan algunos de estos Ministerios micro. La segunda, es la beligerante, cuyos resultados pueden ser más letales aún.

Algún día, con perspectiva, alguien analizará cuál es la razón última que explique por qué la Agenda 2030 no haya tenido en este mandato un liderazgo gubernamental efectivo, además en plena década de la acción y cuando el tiempo pasa sin que exista un hoja de ruta ni una coordinación robusta del Gobierno central que afronte conjuntamente como Gobierno y con el resto de los niveles de poder territorial los grandes desafíos medioambientales, económicos y sociales, pero también de Gobernanza, que se están planteando con la débil y lenta implantación hasta ahora de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Esa política transversal no existe en el actual Gobierno (solo paliada en parte por el PRTR); hay, todo lo más, visiones y acciones sectoriales. 

Lo cierto es que los mini-Ministerios para hacerse oír deben en ocasiones multiplicar sus ocurrencias y sus dislates, ya sea con declaraciones o, lo que es peor, con leyes o proyectos normativos. Y lo que parecía una gestión callada o simplemente vacua (como es la de algunos de ellos), se puede transformar en tensionada y, especialmente, dañina para el propio Gobierno que la acoge, para su imagen de marca y, asimismo, puede afectar seriamente a la estabilidad institucional.  Cuando los mini-Ministerios buscan su minuto de gloria, y a veces (como se ha visto) lo consiguen, y más aún si están carentes de sentido institucional, pueden hacer un roto de consideraciones estratosféricas.

Hay todavía quienes, como aprendices de brujo e imbuidos de una ingenuidad política impropia de gobernantes expertos, piensan que esa multiplicación de los panes y los peces ministeriales es una decisión política astuta para dejar contentos a quienes (piensan) solo dejaremos tocar un pellizco de poder. La paradoja llega cuando quien ejerce esa mínima cuota de poder con sus reiterados e infantiles pellizcos provoca un moratón de proporciones desconocidas. En ese caso, el tsunami político, institucional y social está servido. Y eso, por mucho que se crea o predique lo contrario, puede afectar seriamente al Gobierno y a su imagen política.

Además, esta no es una lección del pasado ni siquiera del presente (que tanto alboroto mediático y político está levantando tras el caso de la aplicación jurisdiccional de la Ley del sí es sí), también lo es sobre todo con vistas al futuro. Con la polarización política hoy en día existente, y lo que se ha venido a denominar el bibloquismo, todo apunta a que este desaguisado gubernamental de micro Ministerios lo volveremos a ver, para desgracia nuestra. La distribución de carteras y carterillas en los gobiernos de coalición, por tanto, es y será una constante. Aunque sea desde éste o desde el otro lado de la barandilla del poder. 

Al menos algo debería quedar claro: las decisiones iniciales en el proceso de formación de un Gobierno, tanto en sus estructuras como en sus personas, marcan su éxito o su fracaso futuro. También depende cómo se prefigure y configure la sala de máquinas que debe liderar y coordinar la acción política de un órgano colegiado como es el Gobierno. Improvisar o repartir alegremente las cartas (carteras) en este punto es letal. No solo las siglas, sino la coherencia en el reparto del poder ministerial y el perfil de las personas que conformen esa estructura gubernamental también importan. Y mucho.

¿JUECES POLÍTICOS O POLÍTICOS JUECES?

La magistratura representa en el seno del Estado una profesión microscópica para una función titánica” (A. Minc, Au nom de la loi, Gallimard, París, 1998, p. 118)

“En una democracia ha de revalorizarse la calidad de tercero. Quien desee serlo ha de tener esa apariencia y pagar el precio -quizás alto- del compromiso de no ejercer nunca más otra función pública” (A. Garapon, Juez y democracia, Barcelona, p. 272)

En verdad, el enunciado tiene algo de provocador. La naturaleza de la política y del poder judicial en un Estado Constitucional impide esa formulación. La política, como bien describió Hanna Arendt, es acción. Y, hoy en día, se vehicula, esencialmente, a través de los partidos. Como expuso Sartori, los partidos son parte. Si algo no debe ser por definición un juez, es mostrar o aparentar parcialidad: está fuera de la concepción existencial de la Justicia. La política, además, es pasión, por mucha mesura y racionalidad que le quisiera imbuir Weber. La inmediatez y la dialéctica amigo/enemigo (Schmitt) preña la política, más en nuestros días. El texto constitucional -un aspecto ampliamente debatido- veda a los jueces su afiliación a partidos y a sindicatos. Algo quiso decir con ello. ¿Se puede estar en un Ejecutivo sin seguir las directrices políticas del partido o partidos que gobiernan?  

La función judicial, en cambio, requiere distancia, prudencia (sabiduría práctica, que diría Manuel Atienza), reflexión, distanciamiento y, sobre todo, imparcialidad o neutralidad, aparte de independencia, otro de sus atributos existenciales de carácter orgánico. Un juez político es, por sí mismo, una negación de la esencia del juez como vigilante imparcial de la Constitución y de la legalidad. Un político juez es un engendro institucional de una práctica constitucional devaluada que confunde el problema hasta hacer desaparecer sus propias esencias. O se es juez, o se es político. No hay puntos intermedios ni mixturas. O no las debiera haber.

No seré tan ingenuo para desconocer que los jueces tienen ideología y, por tanto, preferencias políticas. Está también en la naturaleza de las cosas. Las decisiones judiciales a veces están trufadas de concepciones ideológicas predeterminadas. Más aún en los casos difíciles; en los que Derecho y Política se mezclan espuriamente. Pero esto es otro tema, que ahora no toca.

El poder legislativo está por definición altamente politizado. Los representantes parlamentarios son políticos por naturaleza. El poder ejecutivo está, al menos en su zona alta (gubernamental y aledaños), dominada y concentrada por un elevadísimo grado de politización.  En España, las zonas alta e incluso media de la Administración tienen, asimismo, una fuerte penetración de la política.

Una de las funciones típicas del poder judicial es la de control, principalmente del Ejecutivo y, particularmente, de su respectiva Administración Pública; pero también resuelve infinidad de controversias jurídicas. El poder judicial es, por definición constitucional (carrera judicial), una estructura que, con mejor o peor acierto, se pretende configurar como profesional, y que tiene otra fuente de legitimación diferente de la electiva: la superación de pruebas selectivas o sistemas de provisión de acuerdo a un singular entendimiento de lo que son los principios de igualdad, mérito y capacidad. Racionalidad burocrática y racionalidad democrática tienen un encaje complejo que se pretende solventar con la Constitución/leyes como marco de actuación de la función judicial.

Sorprende en nuestro caso la porosidad que ofrece la política a la penetración de los jueces en ella y, asimismo, las facilidades que el estatuto legislativo del juez otorga para la vuelta a la judicatura de quienes han desarrollado cargos políticos representativos o ejecutivos. Lo mismo sucede con la carrera fiscal.  No es de ahora, viene de atrás. En esta hispana concepción, prima más el estatuto funcionarial que la concepción constitucional del poder judicial. Los ejemplos de esa porosidad son múltiples y se hunden en la vigencia de la Constitución de 1978.

Hoy, en día, disponemos de tres jueces ocupando cargos ministeriales y algún otro en tareas de consejero de gobierno autonómico; por no hablar de cargos representativos o intermedios. A veces esgrimen, como argumento de autoridad, su procedencia togada. Sin embargo, son políticos y actúan como tales. Son, por tanto, parte; en cuanto expresión de uno u otro partido. Probablemente, no habrá en las democracias  avanzadas de la Unión Europea ningún ejemplo de tanta presencia de jueces en un Ejecutivo. Ello, en sí, ya es una mala señal. La peor es que haya puertas giratorias de doble vuelta (de entrada y salida).

En efecto, va siendo hora de plantearse si las puertas giratorias (que también las hay) deben ser sólo de salida. Y los jueces que legítimamente descubran su tardía vocación política y sus inconfesables ganas de huir de dictar sentencias, se puedan dedicar a hacer de políticos, que no de jueces; pero si dan ese paso, que nunca más puedan volver a la judicatura. La confianza de la ciudadanía en un poder judicial imparcial como premisa esencial del Estado Constitucional, no debiera permitir esos descarados e interesados tránsitos que dañan ad infinitum la imagen de la Justicia. No se trata sólo de ser imparcial, sino también parecerlo. Cuestión de cultura constitucional, de la de verdad; no la impostada.

LA GOBERNANZA ESTÚPIDA 

En España, nunca se había hablado tanto de Gobernanza como en estos últimos meses. La Gobernanza es una noción que, impulsada a finales del siglo XX, en este país había pasado desapercibida en el ámbito de la política, refugiada en el espacio académico o, todo lo más, acariciada por ensayistas. La inesperada visita de este huésped incómodo que es la Covid19, ha hecho desenterrar políticamente un concepto que incomprensiblemente se hallaba olvidado. Sin embargo, de Gobernanza se hablaba mucho en la Unión Europea, en otros países y asimismo en algunos rincones de la geografía peninsular. También se recogía en aislados documentos oficiales, y daba nombre a Consejerías, departamentos o direcciones generales. Sin mayor eco. 

La Gobernanza, como describió Renate Mayntz, no es otra cosa que una forma distinta de gobernar, propia de sociedades complejas, donde se trabaja en red y con estructuras de gobierno multinivel, y, asimismo, se hace política no sólo «para» sino «con» la sociedad. Hanna Arendt aportaba una sugerente expresión (“mentalidad ampliada”) que puede servir también para abrir el foco participativo de la política en un formato de Gobernanza Pública. Con la Gobernanza, la verticalidad tradicional del poder se horizontaliza (Innerarity). Así, los sensores públicos se activan y captan (o pretenden hacerlo) los humores propios de un tejido económico-social y de una ciudadanía cuya opinión y visión también importa. Y mucho. Se gobierna de consuno en estructuras de gobiernos multinivel. La Gobernanza tiene muchas dimensiones, que no reiteraré. Las recordé recientemente

La veloz incorporación de la Gobernanza a nuestro lenguaje político y periodístico ha venido marcada, sin embargo, por una enorme confusión. No de otro modo se entiende que, por parte de la política y de los medios de comunicación (¡incluso del BOE!)  se siga haciendo uso reiterado de ese barbarismo conceptual que es la “cogobernanza”. Tal espantajo es además un pleonasmo, pues reitera algo obvio: la propia noción Gobernanza incluye en su seno -como parte sustantiva- las relaciones entre gobiernos multinivel. Tal vez, su empleo obedezca a una mera artimaña que implica lisa y llanamente para unos escurrir el bulto, y para otros pensar ingenuamente que se fortalece su gobierno, cuando en verdad se está haciendo cada vez más impotente y muy vulnerable a las crecientes iras de una desconcertada y cansada ciudadanía. En ese contexto, los gobiernos central y autonómicos (con excepciones tasadas) se están deslegitimando a velocidad de vértigo. Y ello es muy peligroso. El populismo más descarnado (de toda guisa) acecha. La Gobernanza nunca fue desconcierto, sino todo lo contrario: ha significado siempre sumar fuerzas, no disgregar esfuerzos. Descentralizar, pero con sentido y visión; con armonía. La eficacia en la gestión forma parte consustancial del modelo. La Gobernanza es compartida o no es. Sin instituciones sólidas tampoco hay Gobernanza. Sólo vacío.

Así, apenas sin darnos cuenta, esa noción absurda de cogobernanza nos ha conducido derechamente a un modelo de Gobernanza estúpida, en la que las fuerzas se diluyen y las energías y recursos se usan, a veces, desordenada e ineficientemente, al menos de forma muy descoordinada. Nos hemos empachado de cogobernanza y estamos en período de indigestión. La percepción ciudadana es de intensa entropía. Las normas  existenciales son confusas y mutables. Proliferan los cuadros de angustia, también derivados de no saber bien a qué atenerse. En pocos kilómetros e incluso entre manzanas o calles, las normas difieren. No es lógico, al menos con tanta disparidad, cuando el virus no conoce de límites territoriales y menos aún de distritos, barrios o calles. 

Realmente, la Gobernanza es otra cosa muy distinta a esa estúpida cogobernanza. Daniel Innerarity, en su premiado libro Política para perplejos (Galaxia Gutenberg, 2018, p. 149), afirmaba que el concepto de gobernanza surge “como una estrategia para recuperar esa fuerza configuradora y transformadora que la política parece estar perdiendo”. Lo que se está consiguiendo con la cogobernanza es, sin embargo, todo lo contrario. Y la factura puede ser larguísima. A pesar de todo ello, la Gobernanza tiene largo futuro en una sociedad en constante transformación, plagada de incertidumbres y, por tanto, muy volátil. Se necesita, como también ha expuesto ese mismo autor recientemente, una Gobernanza anticipatoria y una Gobernanza estratégica (Una teoría de la democracia compleja. Gobernar en el siglo XXI, 2020). Ambas, hoy en día ausentes. Más aún en un Estado compuesto con múltiples estructuras de gobierno multinivel.

Pero no conviene bastardear el concepto. Ni echar mano de las ocurrencias. La cooperación horizontal o el federalismo cooperativo es algo inventado hace mucho tiempo. Y allí donde lleva tiempo practicándose, funciona cabalmente  (vean, si no, el caso alemán). Donde no se ha ejercido o se ha hecho de forma inadecuada, no se aprende ni en unas semanas ni en unos meses. En una crisis de esta magnitud, nos han fallado esas costuras. No hace falta reinventar permanentemente el agua caliente. Sólo se trata de abrir el grifo adecuado. Y que no salga el agua fría. Gobernanza, sí, pero de verdad. Y ello supone visión integrada, trabajo conjunto y eficiente gestión descentralizada; pero también liderazgo compartido. Y rendición de cuentas, que es lo que siempre se olvida. Sin ella tampoco hay Gobernanza que se precie.

 

LA PENUMBRA DE LA POLÍTICA

(SOBRE CLIENTELISMO Y REPARTO DE CARGOS INSTITUCIONALES ENTRE LOS PARTIDOS POLÍTICOS)

POLITICA EN PENUMBRA

«La relación clientelar se localiza en la penumbra de la política, y bordea los límites morales y legales permitidos, cayendo alguna vez en la corrupción» (Antonio Robles Egea, p. 230) 

Ante un pregunta formulada hace unos días, rebusqué en mi biblioteca obras que tuvieran como hilo conductor o trataran sobre el clientelismo político. Esa hidra de mil cabezas que vive cómodamente en la política española, y que ofrece múltiples manifestaciones en la Administración y su sector público o, por lo que ahora importa, en las instituciones constitucionales y en las autoridades «independientes». Rápidamente volví la mirada al libro Política en penumbra, una obra colectiva compilada por Antonio Robles Egea. Se trata de una magnífica radiografía que muestra descarnadamente cómo el clientelismo no tiene ideología en nuestro país, pues ha contaminado a todas ellas a lo largo de nuestra atormentada historia. El clientelismo político es hijo del caciquismo que, como bien reconocía el Conde de Romanones, «tiene las raíces muy hondas, y están arraigadas en todo el ámbito nacional y en todas sus clases». Ese caciquismo (con su reparto de favores entre patrón/cliente) se transformó con el paso del tiempo en clientelismo político y, hoy en día, en una exacerbada y bulímica colonización política de las instituciones por partidos «atrápalo todo», que se reparten sin rubor los órganos constitucionales, las autoridades independientes y cualquier órgano que se les ponga por delante, destruyendo de facto el sistema constitucional de separación y control del poder que, de esa manera tan “sutil”, se desactiva por completo.  

Leía también recientemente en un medio digital que los dos MasterChefs designados tanto por el Gobierno como por el principal partido de la oposición estaban avanzando (siempre en la penumbra política) en sus “negociaciones” para repartirse el pastel de los cargos del futuro órgano de gobierno de los jueces, pero a su vez en este horno de prebendas (una vez asignados ya los puestos de la CNMC y  la presidencia del Consejo de Transparencia) debían entrar otros suculentos pasteles (Tribunal Constitucional, Defensor del Pueblo, Tribunal de Cuentas, etc.), que debían cocinarse en esta segunda etapa del confinamiento, período muy dado a tales menesteres porque esos momentos de encierro ciudadano los pasteles causan pasión y tales circunstancias, además, son las más apropiadas para cometer las mayores tropelías políticas sin que nadie apenas se dé por enterado o eleve la más mínima protesta. Todo se queda en casa y se ahoga en cuatro paredes. 

No por muy manoseado este tema durante décadas, deja de ser menos escandaloso. En España el sistema institucional de control del poder es un decorado de cartón piedra, donde los partidos buscan sin rubor  personalidades amables con quien gobierna o con aquellas otras fuerzas políticas que entran en el mercadeo, con el objetivo de que tales instituciones no causen muchos trastornos. Se estila el nombramiento de perfiles blandos, de aquellos que no hagan ruido ni incomoden apenas al poder, sea este el que fuere (aunque a veces alguno se les pueda «escapar»; algo siempre a evitar con filtros exigentes no escritos de obediencia diferida debida). Si se puede controlar toda la institución o su mayoría por el gobierno de turno, mejor. Así el paso por el Poder Ejecutivo, el único poder realmente existente en España, será menos accidentado para el partido o partidos de turno. No es un estilo o forma de hacer exclusiva de este Gobierno, sino de todos. Un mal endémico del que no sabemos cómo salir, ni quienes tienen la llave para resolverlo quieren abrir otras puertas. Se sienten cómodos en la penumbra

Una lógica partidista depredadora ayuna de sentido institucional se ha merendado literalmente los controles del poder en España, tanto en los niveles centrales de gobierno como en los autonómicos. Aupar a tales órganos de control a personalidades con factura de independencia e imparcialidad es un riesgo que nadie quiere correr. Por consiguiente, esos órganos adolecen en su composición de dependencia y parcialidad, que son los dos atributos que niegan frontalmente la razón existencial de tales instituciones. Lo expuso muy bien Pierre Rosanvallon, “la democracia como forma de sociedad descansa en el desarrollo de instituciones reflexivas e imparciales” (La legitimidad democrática, Paidós, 2010, p. 229). Lo demás es cuento o mera coreografía, por mucho que se le vista con el traje impostado del cumplimiento de la Constitución.  

 

(SIN)SENTIDO INSTITUCIONAL

(De nuevo sobre la manida renovación del Consejo General del Poder Judicial)

En el eterno y enmarañado proceso de renovación del Consejo General del Poder Judicial, la política española está mostrando, una vez más, su peor cara institucional. La más fea, la propia del poder sin máscara; aquella que no muestra sentido institucional, mucho menos espíritu. El dilema es claro: se trata exclusivamente de cómo designar las veinte vocalías del Consejo del Poder Judicial, y especialmente -de forma indirecta- su Presidencia, que también es del Tribunal Supremo (la Vicepresidencia es de paja). En el fondo del debate está si la elección debe ser hecha por el Parlamento en todos los casos (por mayorías de 3/5) o las 12 vocalías judiciales deben ser elegidas directamente por los jueces y magistrados, sin intervención del Parlamento.

El pulso entre una politización descarnada (la que hoy en día existe) versus una politización limitada por un corporativismo judicial (la que existió en sus inicios), es lo que explica el problema planteado. Unos abogan por la politización abierta de las designaciones porque palia o reduce los riesgos de que el gobierno del poder judicial sea siempre mayoritariamente conservador; otros apuestan por el modelo dual de politización parcial/corporativismo precisamente para salvaguardar esto último. El eterno debate (en el que se está empantanado desde 1981-1985) no se resuelve fácilmente, menos sin alumbrar un modelo intermedio que combine inteligentemente y con respeto a la Constitución la elección (parlamentaria/judicial o mixta)/la acreditación profesional previa de los designados por un órgano imparcial /e, incluso, el sorteo (como también se ha propuesto).

Lo que llama poderosamente la atención es que por parte de unos y de otros se hable de falta de sentido institucional cuando se denuncia el perpetuo e injustificable bloqueo de la renovación o el impulso de una iniciativa legislativa de burdo trazado, como ya expuse en su día. Ha habido acusaciones graves recíprocas, que sin embargo forman parte del griterío ensordecedor de la política española con el que pretende tapar sus vergüenzas más obscenas. Han tenido que venir presiones de Europa, esta vez con riesgos financieros y afectación grave a la marca España, para que el panorama se recomponga formalmente. Pero, cuando es el GRECO quien advierte, las recomendaciones entran por un oído y salen por otro. Nadie en esta política institucionalmente autista, sea de un color u otro, se da por enterado.

Lo que se impondrá finalmente no será precisamente el retorno al sentido institucional, sino la vuelta al chalaneo más impúdico del cambio de cromos políticos. Habrá, así, determinadas fuerzas políticas que colocarán a sus amigos políticos, académicos o de cuerpo en la insignificante poltrona de un nutrido Consejo, para que actúen de acuerdo con las directrices no escritas que, en cada caso, les llegarán directa o subrepticiamente, cuando se hayan de votar decisiones críticas (empezando por el nombramiento de la Presidencia del Consejo). Las vocalías actuales son mandatos imperativos implícitos, al servicio de los partidos. Y cuando haya que designar magistrados del Tribunal Supremo, la máquina del poder desnudo enloquecerá; se pondrá a mil revoluciones para llegar a pactos cruzados que dejarán fuera a quien, méritos profesionales aparte, no tenga amparo del poder político representado en las vocalías.

En este contexto, aludir al sentido institucional o al respeto a la Constitución, es pretender convertir a ésta en mera barrera de pergamino. En verdad, todo ha sido una teatralización para volver a la casilla de salida; en la que, con las diferencias expuestas, están cómodos unos partidos que sólo les interesa el poder controlar a las instituciones y que no sean estas quienes controlen al poder, pervirtiendo así de raíz el sistema constitucional efectivo (no el formal). Nada nuevo. Luego vendrán los demás pactos para cubrir más poltronas de otros órganos constitucionales y autoridades “independientes”. Y partidos, tertulianos y opinadores aplaudirán al unísono el retorno al espíritu constitucional y al sentido institucional. Una comedia perpetua que no hace sino debilitar nuestras ya maltrechas instituciones y, mediante esos comportamientos constitucionalmente inaceptables, alejar aún más a la ciudadanía de una política mal entendida. Todo ello genera un efecto de desaliento en una democracia constitucional preñada de clientelismo (o, en su defecto, de corporativismo), que aborta la institucionalidad correctamente entendida. Evocar en este contexto, como recuerda la Agenda 2030, la noción de instituciones sólidas para impulsar en estos momentos tan críticos la recuperación del país y la transformación de España, no deja de ser un pío y lejano deseo, que mucho me temo tardaremos décadas en ver, si es que algún día algo de sentido institucional termina calando en esta pobre política endémica de clientelismo.