LA POLÍTICA “DE AYER” O LA HUELLA DE UN LEGADO

(Una mirada galdosiana)

bodas reales

“Esto no era más que ‘continuar la historia de España’, y bien tonto sería el que creyese que tal historia podía sufrir interrupción”

(Benito Pérez Galdós, Bodas reales, Alianza, 1985, p. 67) 

(PRELIMINAR: Finalizado este post y antes de su edición, me comunican el fallecimiento de Eliseo Aja, constitucionalista especialmente atento a la historia constitucional de este país, entre sus múltiples focos de atención doctrinal. En un libro escrito conjuntamente con Jordi Solé Tura, Constituciones y períodos constituyentes en España, (Siglo XXI, 1982, 9ª edición), y en relación con el período histórico que se analiza en esta entrada, ambos autores ponen de relieve la fractura del liberalismo progresista que se produce en la regencia de Espartero, y cómo moderados y progresistas no gubernamentales, unidos sólo por la oposición a Espartero, establecen, tras varios pronunciamientos, un gobierno provisional, que dará lugar a una década moderada (1844-1854) capitalizada en su favor por los moderados, que inician –sobre todo bajo el mando de Narváez- una etapa de dura represión del liberalismo progresista (pp. 38-39). Quizás estos precipitados y sobrevenidos apuntes sobre esa importante contribución del profesor Aja, ayuden al lector a contextualizar mejor lo que a continuación se expone.

Vaya este modesto post dedicado a su memoria, y de apoyo a su mujer, Anna, e hija, Júlia, en estos difíciles momentos. Descanse en paz.) 

Nada tiene que ver el contexto de la realidad española de hace dos siglos con el de ahora. Sin embargo, no dejan de ser curiosos determinados paralelismos, pues tal vez nos dibujan que, de forma subterránea a lo que fue una pretendida modernización o transformación radical de este país llamado España sobrevivían comportamientos, conductas, hábitos y formas de hacer política bastante comunes entre quienes gobernaron entonces, lo hicieron después o nos gobiernan ahora.

Para confirmar lo expuesto traeré a colación algunos pasajes del libro Bodas reales de Benito Pérez Galdós, que  cierra la tercera serie de sus Episodios Nacionales. En la extensa obra del autor canario, fruto de su magnífica capacidad de observador y analista, tanto de la realidad en la que vivió como de la histórica, se encuentran numerosas reflexiones sobre la política y los políticos, ese siempre difícil binomio que marida la actividad política con quienes la ejercen.

Ciertamente, la obra citada, especialmente en su primera parte, lleva a cabo una excelente descripción de ese doble fenómeno, con la mezcla siempre genial entre realidad y ficción, aunque cabe reconocer que la pulsión política se proyecta sobre el turbulento período que tuvo lugar en la España de hace casi ciento ochenta años (1843-1844), que conllevó la caída en desgracia de Espartero, el harakiri del progreso tibio y el retorno de los cangrejos, que daría lugar a la llamada (amablemente) década moderada (lo que Josep Fontana denominara como “la contrarrevolución moderada”), años en el que liberalismo progresista, además de perseguido, estuvo ausente del poder, e incluso optó por el retraimiento.

El momento era muy crítico. En efecto, cuando tras el final de la primera guerra carlista tocaba reconstruir política, económica y socialmente un país con parte del edificio constitucional a medio hacer o incluso en ruinas, lo que se advertía era impotencia pura, con dosis evidentes de sectarismo, de quienes tenían  o podían ejercer las riendas del poder. Como describiera Galdós, en la política de aquel momento “todo es pequeño, vulgar, con una mezcla repugnante de candor y de malicia solapada. Los ataques y las defensas de palabra y por escrito revelan afectación y mentira; se hacen y sostienen afirmaciones en que nadie cree”. Los grandes fines programáticos de la actividad política se reducían, así, a la garrulería propia de los intereses personales: “El móvil supremo que late aquí y allí no es más que la necesidad de alimentarse medianamente, la persecución de un cocido y de unas sopas de ajo, ambiciones tras las cuales despuntan otras más altas, anhelos de comodidades y distinciones honoríficas”. Móviles o motores que siempre han sido, más hoy en día, determinantes para iniciar e instalarse en el sendero profesional de la actividad política.

Unos y otros se echaban en cara “las gravísimas corrupciones de la política, que hace a los hombres desvariar ridículamente y decir mil necedades sin creer en ellas”. La sentencia no podía ser más contundente: “La historia de todo gran hombre político (…) no es más que una serie de enmiendas de sí mismo”. Y así giraba la acción política, con mucho ruido y pocas nueces, entretenidos todos los actores en zarandearse unos a otros, sin que las necesidades reales del país merecieran más atención que la puramente anecdótica, pues rara vez (alguna vez lo hubo), se gobernaba cabalmente. Lo normal era la cruda y fatigante batalla dialéctica: “Se pasan la vida entre acusaciones frenéticas y actos de contrición, flaqueza natural en donde las obras son nulas y las palabras excesivas, en donde se disimula la esterilidad de los hechos con el escribir sin tasa y el hablar a chorros”. Y eso que la comunicación política (que hoy en día todo lo cubre, hasta el hartazgo) aún estaba en pañales.

Lo curioso del caso, es que esa clase política de entonces, a diferencia de la actual, estaba plagada (dada la naturaleza oligárquica del primer liberalismo, que se acentuaría en sus limitaciones censales en los períodos de gobiernos “moderados”), de personalidades notables, muchos de ellos ilustrados, si bien una vez que tocaban el poder se transformaban. Y así apareció “una pléyade funesta: hombres de talento en gran número, de brillantez exterior y fecundos en palabra, (pero) enteramente vacíos de voluntad y de rectitud”. De ese modo, como “contrapunto” a los defectos de la Administración esparteril, que a través de su cohorte de aduladores (los ayacuchos) premiaban a sus fieles y castigaban  a sus enemigos políticos, se trajo a España (si no estaba ya) “el imperio sistemático de las camarillas, del caciquismo (hoy travestido en clientelismo), del pandillaje, de las asoladoras tribus de amigos, con desprecio de toda ley”. Todo ese cóctel de políticos del período, de diversa procedencia ideológica (liberales progresistas, moderados centrados y, la mayor parte a partir de entonces, moderados conservadores o, incluso, absolutistas embozados) “nada grande fundaron, ningún antiguo mal destruyeron”.

Lo más relevante, como legado, fue –como expone Galdós- que abrieron la hasta entonces poco transitada profesionalización de la política en España: “Entre todos hicieron de la vida política una ocupación profesional y socorrida, entorpeciendo y aprisionando el vivir elemental de la nación, trabajo, libertad, inteligencia, tendidas de un confín a otro las mallas del favoritismo, para que ningún latido de actividad se les escapase”. En fin, una auténtica tela de araña, eso será a partir de entonces el ejercicio del poder; pero siempre para beneficio de unos pocos. El análisis del magistral autor de los Episodios nacionales incrementa en algunos pasajes su dureza hacia esa clase política y hacia esa forma de hacer política que se prolongó en España durante toda su vida (Galdós, como se sabe, falleció en 1920). Y así concluye: “Las aguas donde todos debíamos beber las revolvieron y enturbiaron, dejándolas tan sucias que ya tienen para un rato las generaciones que se esfuerzan en aclararlas”. No siempre será así, hubo excepciones, que el autor recoge en otros episodios, pero fueron experiencias huérfanas y sin apenas continuidad.

Los hechos y personajes públicos que sagaz e inteligentemente trata el autor en esa obra tuvieron lugar hace casi ciento ochenta años. Bodas Reales, sin embargo, fue escrita en 1900. Para esas fechas, ya con el sistema político de la Restauración en curva descendente tras el shock nacional del 98, poco o nada había cambiado de la descripción que hace el autor de la política y de los políticos (algunos de ellos los conocería con vida el propio Galdós, pues siguieron siendo testigos de la malhadada Historia de España del XIX). Los perfiles que  en este episodio dibuja de determinados políticos de entonces (Joaquín María López, Olózaga, Nárvaez, González Bravo o el propio Espartero) son –con escasos matices- demoledores. Sobre todos ellos volverá en otros episodios, sin que se desdibuje su primer juicio.

La rueda política de los cambios aparentes y cosméticos había dado comienzo. Se consagró también entonces la frase, en boca de quienes llegaban al poder o lo estaban ejerciendo, de hacer país. O dicho de otro modo: “Siempre que  entraban en el poder estos o aquellos, se encontraban el país deshecho, y unos gobernando detestablemente, otros conspirando a maravilla, lo deshacían más de lo que estaba”. Un país que se tejía y destejía según quien mandara no era un buen augurio de futuro.

En fin, menos mal que este es un relato veraniego de una España de hace casi dos siglos. Afortunadamente muy alejado en el tiempo a la España actual. La duda que siempre cabe es si esa concepción de la política “de ayer” no supuso en verdad un pesado legado histórico, que se ha ido trasladando sin solución de continuidad hasta nuestros días y nadie ha sabido cabalmente quebrar. Sobre ello habrá que volver, pues quien haya llegado hasta aquí podrá comprobar (repasando los incisos entrecomillados y en cursiva de esta entrada) que el impecable análisis galdosiano no está exento de innegables ecos que aún resuenan con fuerza en la política española de esta tercera década del siglo XXI.  

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