LECTURAS

 

EDGAR MORIN: LECCIONES DE UN SIGLO DE VIDA

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“Todo lo bueno que he hecho ha sido al principio incomprendido y mal juzgado. Pero la autonomía intelectual conduce sin que uno lo quiera a la heterodoxia. Y hay que aceptar la incomprensión y el descrédito” (Edgar Morin, Lecciones de un siglo de vida, Paidós, 2022, p. 108).

Una mirada retrospectiva de cien años atrás es, sencillamente, un privilegio; más si procede de un humanista y filósofo tan reconocido como Edgar Morin, cuya vida ha transcurrido desde 1921 hasta la actualidad. Un ensayista de una profundidad extraordinaria, del que siempre me habló extraordinariamente mi buen amigo, columnista y profesor de filosofía Mariano Bergés. Morin es una persona, además, de identidades múltiples, de origen sefardí y con lazos, por tanto, con la lengua española. De la tradición humanista que va desde Montaigne a Víctor Hugo. Pero, asimismo, marcado por el contexto histórico de su existencia, ya que fue miembro del Partido Comunista francés hasta que advirtió la deriva totalitaria de tales ideas, lo que le comportó, tras su abandono, “los insultos rutinarios que recibe cualquier excluido”.

Su larga y fructífera vida personal e intelectual se manifiesta en una vasta obra y, como él mismo reconoce, en treinta y ocho doctorados honoris causa recibidos en el extranjero. Su período comunista, que duró seis años, lo ve como una oportunidad, puesto que “me permitió entender posteriormente el totalitarismo por haberlo vivido desde dentro”. Fruto de esa experiencia escribió Autocrítica, algo que le facilitó un desengrase mental, la conquista de la autonomía intelectual, y la búsqueda obstinada de un pensamiento político a partir de entonces complejo”.

Esta breve obra transita por sus experiencias personales, profesionales y académicas, así como por ciertos recovecos de su amplia obra intelectual, con algunas reflexiones que merecen ser destacadas por su fuerza argumental y por su riqueza en el enfoque de quien atesora una larguísima y rica existencia, así como una mirada penetrante sobre la realidad que le circunda. Lo que sigue son solo algunas ideas que me han llamado la atención en ese penetrante discurso de una persona centenaria en plena lucidez.

Interesantes, por ejemplo, son sus reflexiones en torno a que “vivir es navegar en un océano de incertidumbre, parando de vez en cuando en algunas islas o archipiélagos de certidumbre donde abastecernos”. También lo es, con impronta estoica, el reconocimiento de que la incertidumbre de nuestros destinos, generada entre otras cosas por la imposibilidad de eliminar el azar, comporta -como una de las lecciones que el autor afirma más importantes de su vida- “la necesidad de estar preparado para que ocurra lo inesperado”.

En el capítulo relativo a “Saber vivir”, Morin subraya de entrada que “una vida reducida a la supervivencia deja de ser vida”. La dignidad humana es un aspecto central en su discurso: “subvivir es peor que sobrevivir”. Tras algún recordatorio de experiencias personales y de momentos históricos relevantes (“los éxtasis de la historia”), entre los que cita la Revolución de los Claveles y “la embriaguez de libertad que fue el paso del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989”, se adentra el autor en unas reflexiones muy pertinentes sobre la necesidad de reconocimiento, una idea vinculada estrechamente con la dignidad, que esta sociedad digitaliza y cuantitativa, del impero del dato, parece difuminar en todos sus extremos: “Los hombres y las mujeres tratados únicamente como objetos estadísticos (…) disuelven la humanidad en las cifras, (y) no hace más que sobreexcitar la necesidad antropológica de reconocimiento”. Retoma el reconocimiento y su necesidad al final de la obra, aspecto del que están tan necesitados no pocas personas y colectivos: “Los escritores, los filósofos y los universitarios (podríamos ampliar la nómina) padecen un complejo desmesurado. Cada uno de ellos quisiera ser reconocido, si no como un genio, al menos como el mejor entre sus pares”.

Su formación universitaria fue avanzada en la transversalidad, sabiendo romper los compartimentos estancos del conocimiento y de los estudios titulados. La idea de complejidad comenzaba a tomar cuerpo en su pensamiento y en la acción. Las contradicciones humanas eran base de su enfoque. Citando a Heráclito, “concordia y discordia son madre de todas las cosas”. Como bien expone el autor: “El ser humano no es ni bueno ni malo, es complejo y versátil”.

El capítulo dedicado a sus experiencias políticas en ese siglo torrente de acontecimientos marcado por un mal específico (“el totalitarismo de partido único”), no es sin embargo página pasada: “Se están dando todos los elementos de un neototalitarismo cuyo primer modelo se está desarrollando en China”, y cuya huella de dominio está basada “en la vigilancia electrónica. De ahí extrae asimismo la tendencia a la regresión (estancamiento, esclerosis, repetición, que diría Ross Douthat) que se está produciendo mundialmente desde principios del siglo XXI en nuestras sociedades occidentales: “Una de las principales lecciones de mis experiencia -añade- es que el retorno a la barbarie siempre es posible. Ninguna conquista histórica es irreversible”

Los treinta gloriosos (1945-1975), años de reconstrucción europea y de acelerado desarrollo económico y social, le han provocado al autor una lección importantísima, tal como él mismo reconoce: “Una progresión económica y técnica puede comportar una regresión política y civilizatoria, lo cual en mi opinión se hace cada vez más patente en el siglo XXI”. Su toma de conciencia ecológica es, cuando menos, prematura y premonitoria. Se remonta a 1972 cuando se publicó el informe del profesor Meadows del MIT, que “reveló el proceso de degradación de la biosfera debido al crecimiento tecnoeconómico, causado a su vez por un afán inextinguible de lucro”. Seguimos anclados en esa dimensión destructiva que la Agenda 2030 ni los Acuerdos de París consiguen detener. Nadie quiere vivir peor que sus antepasados. Y no hay otra solución.

Las permanentes crisis que estamos viviendo en este siglo XXI (las más recientes la del Covid19 y la de Ucrania, esta última fuera del foco obviamente temporal del libro), así como el cambio climático, las migraciones, etc., muestran el vigor del pensamiento complejo de Edgar Morin, concertado en un buen número de obras, entre las que destaca El método y La vía: el futuro de la humanidad. Su pensamiento complejo se asienta asimismo en un “humanismo regenerado”, que ya expuso en Cambiemos de vía.

No olvida el autor el papel constructivo del error, ni tampoco los peligros de la desinformación y de las fake news. Advierte contra el peligro de estar mal informado, cuando no se contrastan opiniones, en esta era de tribus digitales (Han) y de cámaras eco: “No hay ningún refugio de la verdad absoluta que elimine todo error, salvo en la teología y en la fe del fanático”. El dogmatismo esclerotiza la sociedad. Y las consecuencias políticas pueden ser graves.

En efecto, hace unos días pensé cerrar una conferencia sobre instituciones, destinada a miembros de un partido político, con una profunda reflexión de Morin (la pena es que, al cambiar de cartera, me dejé el libro en casa). Advierte este autor sobre las consecuencias de la mala política y de la política populista o demagógica que tanto nos invade, donde solo prodigan hoy en día las buenas noticias: “Las consecuencias del error de juicio o de decisión del responsable de una nación pueden ser desastrosas y mortíferas para todo el país”. Lo estamos viendo todos los días en este conflictivo globo televisado, pero también cerca de nuestros hogares en no pocos niveles de gobierno.

En fin, alejada de esa contingencia, su última lección es digna de recogerse como cierre de esta reseña: “Está en ese círculo virtuoso donde cooperan la razón abierta y la benevolencia amable”.  Definitivamente, la sabiduría sigue estando, al menos en este caso, en la edad.

 

DIDEROT, EL ARTE DE PENSAR LIBREMENTE

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“Sólo hay una virtud, la justicia; sólo un deber, ser feliz; y un corolario, no exagerar la importancia de la propia vida ni temer a la muerte” (Diderot)

La reseña que abre esta serie de entradas estivales (*), tiene por objeto una monumental obra sobre el siempre difícil y plural género de las biografías. La figura de Diderot es ampliamente conocida. En parte, aunque solo sea en parte, por su denodado y fructífero impulso para que viera la luz la Encyclopédie, uno de los motores fundamentales de la Ilustración, que dio pie a la sociedad en la que hoy vivimos y que muchos de sus postulados se están poniendo en entredicho en fechas recientes (democracias iliberales, populismos, revolución tecnológica y transhumanismo, etc.). No es tan conocida, al menos para mí no lo era, su vida, sus venturas y desventuras. Y de todo ello se ocupa este magnífico libro que lleva el título y subtítulo que da enunciado a esta reseña.

Sólo pretendo dar noticia de la publicación de tal obra, así como recomendar su lectura a quienes comulguen con la libertad de pensamiento y quieran aproximarse a la sugestiva trayectoria personal e intelectual de tan fascinante personaje. En verdad, la estructura de la obra desgrana los distintos momentos de la compleja existencia de un libre pensador en un sistema político como era el Antiguo Régimen; un contexto en el que, a pesar de todo, sobrevivió y subsistió con enorme dignidad, no sin la ayuda de la fortuna o de algunas personalidades públicas.

Aunque desde un punto de vista filosófico Diderot ha sido encuadrado dentro de la corriente radical de la Ilustración, tal como expone Jonathan Israel en una de sus más reconocidas obras (Una revolución de la mente. La Ilustración radical y los orígenes intelectuales de la democracia moderna), y reitera en otra posterior (Expanding Blaze. How American Revolution Ignited the World 1775-1848, PUP, 2017), en oposición a las tendencias más moderadas representadas por Voltaire, Montesquieu o Hume (que abogaban por la monarquía mixta, la figura del filósofo –por lo que luego se dirá- fue completamente ignorada por la Revolución francesa (sobre todo durante la etapa del Terror) conforme ésta fue abrazando con fuerza las tesis de Rousseau. Su reputación pública no volvió a primera línea hasta cien años después, en plena IIIª República, y gracias a la masonería que consiguió encumbrar a quien la Historia de forma absolutamente injusta había pretendido silenciar.

Sin embargo, las tesis de Diderot, aunque enormemente rompedoras en el momento en que fueron esbozadas (sobre todo su posición frente a la Iglesia o la monarquía absoluta, la defensa de la libertad e, incluso, con las limitaciones obvias del contexto que marcaron sus conductas y comportamientos, sus avanzadas tesis sobre la sexualidad o sobre el arte), bebían también (en ese trasvase inevitable), al menos por lo a la política respecta, de posiciones moderadas, lo que quizás le alejó de los revolucionarios franceses conforme estos fueron radicalizando sus posiciones. En todo caso, Diderot falleció cinco años antes de proclamada la revolución, pero, al igual que Hollbach, alimentó sus orígenes. De eso no cabe duda alguna.

La espléndida biografía escrita por Andrew S. Curran transcurre desde el nacimiento y primeros pasos del personaje en la villa de Langres hasta su  llegada a París donde, tras diferentes hitos y accidentes (que son dignos de seguir), se sumergiría definitivamente en su frenética actividad intelectual que se prolongaría a lo largo de su vida, cuyo eje central fue la magna obra de la Enciclopedia a la que entregó buena parte de sus energías. Con enorme capacidad intelectual, aprendió la lengua inglesa, vivió de traducciones y se embarcó junto con D’Alembert, en la gestación del majestuoso proyecto intelectual antes citado. Tras su paso temporal por presidio (que marcó notablemente su actitud futura), Diderot vivió en un equilibrio nunca sencillo con un régimen aún absoluto, aunque con matices. Muchas de sus obras no vieron la luz hasta después de su fallecimiento y algunas tiempo más tarde. Y las que aparecieron o se atribuyeron a su autoría no cabe duda que generaron un revuelo incalculable.

La parte central de la comentada biografía la ocupa el papel de Diderot como motor efectivo y sus vicisitudes en el impulso del proyecto enciclopedista (más aún cuando d’Alembert se apartó). Como dice el autor, “lo que Diderot no acababa de ser plenamente consciente, en 1765, era de que él había hecho avanzar las ideas de la Ilustración de un modo que nadie, ni Voltaire, y menos aún Rousseau, había logrado hasta entonces” Al primero no lo conoció personalmente hasta el final de sus días, mientras que al segundo lo trató estrechamente y, dada su compleja personalidad, terminaron enemistados (algo que, con la personalidad del ginebrino, no era ninguna novedad).

Diderot fue un censor impecable de la Iglesia y de la monarquía absoluta. Tachado de “ateo militante y contrabandista de ideas ajenas”, tenía una creencia innata en la bondad de la humanidad y en la posibilidad de una ética natural y universal. Israel vincula estas ideas de Diderot como herencia de Spinoza, quien también influyó fuertemente sobre el barón de Hollbach, con el que Diderot tuvo estrecha relación. En su obra El sobrino de Rameu (a la que el biógrafo dedica un protagonismo estelar en la evolución de su pensamiento) descubre esa filosofía que, no obstante, evita difundirla, salvo en circuitos muy estrechos.

La filosofía política de Diderot aparece desperdigada en algunos fragmentos de esta obra biográfica. Son los últimos capítulos del libro dónde se condensan tales ideas. Por ejemplo, cuando narra su viaje a Rusia, invitado por la emperatriz Catalina la Grande, así como sus últimos años donde se mostró solidario con el movimiento insurgente americano y con la creación (todavía en ciernes) de lo que serían los Estados Unidos. Bien es cierto que en las voces de la Enciclopedia “Autoridad política” y algunas otras que se le atribuyen a Diderot ya se incubaba su filosofía política; pero lo cierto es que la mayor parte de las entradas sobre asuntos políticos de la magna obra de la Ilustración se debieron a la pluma del incansable amanuense De Jacourt (R. Soriano y A. Porras, Artículos políticos de la Enciclopedia, Tecnos, 1992; quienes describen la tarea de la dirección de Diderot como “titánica”). En efecto, en la voz “autoridad política”, parte de que el poder tiene su fundamento en el consentimiento de quienes son gobernados, y de que, una vez configurado de esa manera, todo poder tiene límites, afirmando que “no es el estado quien pertenece al príncipe, es el príncipe quien pertenece al estado”. En la voz “Soberanos”, vuelve a incidir en esta idea, trasladando la arquitectura conceptual de Montesquieu: “La experiencia de todo los tiempos revela que cuanto mayor es el poder de los hombres, más fácilmente sus pasiones les inducen a abusar de él: consideración ésta que ha determinado a algunas naciones poner límites a la potencia de aquellos a quienes se encargaba de gobernarles” (Diderot, Escritos Políticos, CEC, 1989, p. 27). Así que radical, en efecto, en algunas cuestiones, no precisamente en las de política constitucional.

En efecto, como bien subraya el autor, al margen de la influencia que tuviera, “la filosofía política general de Diderot era un reflejo de lo que podría caracterizarse como humanismo moderado”. No tenía nada de demagogo o revolucionario, “era básicamente un reformista”, que intentaba sin éxito convencer a los monarcas de la necesidad de reformar sus instituciones. Y ello explica su prematuro entierro intelectual por la Revolución francesa. Esas propuestas reformistas las intentó aplicar con Catalina la Grande, quien así como le acogió y avaló con fuerte apoyo financiero, también desoyó una y otra vez sus planteamientos. La emperatriz, en un ejercicio de política real, lo dejó muy claro: “Vos sólo trabajáis sobre el papel, que acepta todo, es maleable y flexible y no presenta obstáculos ni a vuestra imaginación ni a vuestra pluma, mientras que yo, pobre emperatriz, trabajo sobre la piel humana, que es mucho más picajosa y sensible”. Por consiguiente, “sus esperanzas de transformar a Rusia en un faro de la Ilustración estaban condenadas al fracaso”.

Aun así, Diderot continuó en el empeño. Con algunas obras duras o muy críticas con los gobernantes del momento (por ejemplo, Principios de Política de los soberanos; con máximas cargadas de profundidad y censura; algunas llenas de actualidad: “Cuando el odio ha estallado, cualquier reconciliación es falsa”; ver, Escritos Políticos, pp. 44 y ss.), o sobre la defensa encendida del papel del Estado en la educación (que se refleja, por ejemplo, en sus Observaciones sobre la Instrucción de la Emperatriz de Rusia; también en Escritos Políticos, pp. 183 y ss.). Particular importancia adquiere, ya en plena vejez, su toma de posición favorable sobre la revuelta americana y la traducción de (partes de) la obra de Thomas Paine, El sentido común. De ahí, el autor concluye lo siguiente: “No es exagerado decir que Diderot fue el único intérprete francés de importancia del excepcional experimento político que tenía lugar en la otra orilla del Atlántico”.

Como dijo el propio Diderot en el artículo de la Enciclopedia relativo a la “Inmortalidad”, escribir para las generaciones futuras había sido el impulso principal de su carrera. En el fondo suplir el paraíso con el reconocimiento por la posteridad, que aún así le fue negado un tiempo, pues cinco años después de su muerte, en 1789, “este defensor de los derechos humanos y la libertad, era atacado cada vez más como enemigo del pueblo”. Diderot fue, así excluido del panteón de héroes intelectuales de la revolución. Y tardó muchas décadas en ser restablecido. Caprichos de la memoria histórica, siempre gestionada por quien está en el poder. Pero como expuso décadas después un periodista liberal, frente a las posiciones de Rousseau y de Voltaire, “sólo Diderot, tras ciertas vacilaciones sin mayores consecuencias, demostró ser tan demócrata como era ateo”. Lo  cierto es que en su época fue un philosophe “incómodo”, que tendió a cuestionar “todas las autoridades y costumbres habituales recibidas, fueran religiosas, políticas y sociales”. En fin, como concluye el libro, “no es ni un Sócrates ni un Descartes, ni tampoco se reclamó nunca como tales; pero su fascinante y obstinada búsqueda de la verdad lo convierte en el más fascinante defensor en el siglo XVIII del arte de pensar libremente”.

Este libro es, sin duda, una excelente compañía para un verano diferente.  

 

Alessandro Baricco, Una cierta idea de mundo, Anagrama, 2020

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“Yo más bien pienso que la razón por la que uno sigue leyendo, cuando tiene un libro entre las manos, no debería ser que quiere llegar a ningún lugar, sino que quiere permanecer dónde se está” (p. 77)

Si usted disfruta con la lectura y los libros, esta obra de Baricco es indispensable en su biblioteca. Escrita hace más de ocho años, se edita ahora por Anagrama en castellano. Tal vez en el origen de esta edición se encuentre en la buena acogida  que tuvo el reciente libro de Alessandro Baricco, The Game, editado también por Anagrama (y reseñado también en este Blog: https://rafaeljimenezasensio.com/2019/07/21/el-juego-del-poder-datos-personales-en-la-era-de-la-revolucion-tecnologica/) 

El libro es delicioso. Contiene las reflexiones personales que le han despertado al autor  la lectura de cincuenta libros, que selecciona en función de diferentes criterios que no tienen aparente hilo conductor. No son propiamente hablando reseñas, sino algo mucho más rico, pues Baricco se recrea en algunos de sus detalles, obviamente los que más le impactaron en la lectura o relectura de tales obras. Se trata de comentarios de tres páginas plagados de brillantez, extraordinariamente escritos y muy amenos. No es fácil dejar el libro una vez comenzado. Aunque tiene el gran atributo de que se puede leer también en muchos momentos, seleccionando alguna de esas exquisitas miniaturas llenas de sugerencias y no exentas de anécdotas.

La confesión inicial del autor lo dice todo: “Yo tengo dos o tres cosas que conozco a fondo y que amo con locura. Una de ellas son los libros”. Advierte, no obstante, que esa selección, en la que incluye casi de todo (novela, ensayo, libros entonces recientes, otros descatalogados, etc.) no se corresponde con lo que se podría calificar como “los cincuenta mejores libros de mi vida”, sino que se trata de una muestra hasta cierto punto “fruto de la casualidad”, de lo que “por azar he leído en un periodo de su vida, solo eso”.

Y hecha tal declaración de intenciones, sumergirse en el contenido es adentrarse en un trasiego estimulantes de obras dispares y distintas plagadas de interés. Transitan por esas páginas autores y obras conocidos, con otros muchos autores y libros (al menos para mí) que son auténticos descubrimientos. Por sus páginas se deslizan obras y autores clásicos, novelistas afamados, otros más recientes, filósofos reconocidos, otros menos, así como ensayistas de enorme prestigio y obras aparentemente banales, pero de una fuerza interna indiscutible, al menos tal como las describe Alessandro Baricco.

Cada libro comentado, además, viene precedido del contexto por el cual el autor llegó a él; una veces las recomendaciones de amigos o conocidos, otras la casualidad o el azar, también la curiosidad y, en ocasiones un reto de lectura.

Algunas citas que se recogen en el libro, por cierto no excesivamente abundantes (en eso el autor ha sido muy selectivo) son geniales. He estado tentado de reproducir muchas de ellas, pero mejor que el lector, en función de sus preferencias, descubra las que más le estimulen.

Pero no quiero cerrar esta breve reseña sin recoger dos ideas que desliza el autor al hilo de los comentarios a sendos libros. La primera es la alabanza que hace del libro de Hilary Mantel, En la corte del lobo. Tras mostrar el patrimonio de erudición desaforada con el que ha trabajado la autora, destaca que no se pase todo el tiempo recordándotelo. Y concluye: “Hay pocas cosas más penosas que dejar que en un libro aparezcan los rastros de todo lo que se ha estudiado”.

Y el cierre del libro, al hilo de la obra de Charles Darwin, Autobiografía. Allí, una vez ha alabado el tono sereno y dulce utilizado por el autor para hablar de sí mismo, concluye Alessandro Baricco de una forma muy original. Hay algo que nunca se consigue tener bajo control: “lo que queda al final, lo que emerge cuando lo hecho hecho está y lo que permanece es el merecido alivio de algún fin”.

 

Gregorio Luri, Sobre el arte de leer (10 tesis sobre la educación y la lectura), Plataforma Editorial 2020, 104 páginas.

el arte de leer

“(La lectura) es un arte en el que no se puede progresar si se tiene la curiosidad abotargada”

“Lectura, escritura y habla van unidas”

“Al aumentar la competencia lectora, se facilita también la escritora, que nos permite que nuestros pensamientos sean más lúcidos y claros”

Nada mejor para iniciar esta sección que con la breve y espléndida obra de Gregorio Luri. Un libro editado a finales de 2019, pero que se agotó de inmediato en su primera puesta en escena. Lo cual da ya una idea de su sugerente contenido.

Tiene como base una conferencia (“Sin educación no hay lectura”) que el autor pronunció en el Forum Edita, organizado por el Gremio de Editores de Cataluña y la Universidad Pompeu Fabra. En poco más de cien páginas, con letra amplia e interlineado también (lo que facilita la lectura a quienes nos olvidamos a veces las gafas en los viajes), el autor desgrana, como bien refleja el subtítulo, diez tesis sobre educación y lectura. No piensen equivocadamente que va dirigido a profesionales del mundo educativo, aunque también ellos lo disfrutarán. Es lectura recomendada para cualquier edad y condición, pero especialmente para adolescentes y universitarios, particularmente todos aquellos que han sustituido fulminantemente la lectura de libros por las prótesis digitales. Prepárense, en todo caso, para disfrutar de tales páginas, de lo bien escritas que están y de la vasta cultura que desgrana el autor, no exentas de algunas anécdotas hilarantes y asimismo de referencias a numerosos autores que no cansan en absoluto al lector ni distraen el objetivo último del autor.

Llegué casualmente a Gregorio Luri cuando leí su obra La imaginación conservadora. Luego, por razones que no vienen al caso, he adquirido y leído algunos de sus libros, especialmente en materia educativa, en la que es un consagrado maestro. Cuando se difundió la edición de este último libro sobre el arte de leer me precipité a buscarlo y mi librero de confianza (Lagun) me dijo que estaba agotado. Se lo encargué y no me llegaba. Es lo que tiene vivir en la periferia y no recurrir nunca a Amazon. En un viaje a Zaragoza acudí a la librería a la que siempre hago visita obligada (Antígona). Habían vendido todos y esperaban remesa nueva. Mi gozo en un pozo. Al final, tuve suerte, y lo encontré en una librería pequeña, pero siempre selectivamente nutrida (Donosti).

El libro se lee en muy poco tiempo. Aunque releerlo será siempre un placer. Pocas páginas para muchas ideas. Sinceramente, no duden en adquirirlo y comprarlo, no se arrepentirán. Seguro que lo regalan a propios y extraños. No recogeré más citas del libro, pues me he puesto el objetivo de no superar tres en ninguna obra reseñada, aunque podría llenar páginas enteras, lo cual ya nos da una pista de que no tiene desperdicio alguno. Magnífica obra y extraordinario cierre o postdata. No les digo más, descúbranlo ustedes mismos.

 

Raffaele La Capria, La mosca en la botella. Elogio del sentido común, Ediciones El Salmón, 2019, 145 páginas.

la mosca en la botella

“Para mí, el sentido común quiere decir sentirte parte de un mundo natural y espiritual en tanto que es posible ser compartido por muchos, pero que no se toma prestado, ni es imitado, ni mucho menos impuesto. Quiere decir reaccionar al excesivo intelectualismo que domina el debate (…). Quiere decir dirigirse a la mayoría, no sólo a los equipados con conceptos”.

“La mentira es autista: habla sólo de sí misma. Se alimenta de sí misma, vive para sí misma, se ama a sí misma”.

“Cuando la ideología es irreconciliable con los hechos, se deben tener en cuanta los hechos y dejar a un lado la ideología”.

Se trata de un libro editado hace años en italiano. Su edición en España, salvo error u omisión por mi parte, data de 2019. Aquellas personas que disfruten con el ensayo no les defraudará. Es original en el planteamiento (una suerte de reflexiones escritas en diferentes momentos, pero cuyo hilo conductor es la reivindicación del sentido común frente a la exageraciones del mundo conceptual o, mejor dicho, del conceptualismo degradado de masas.

El tránsito de la cultura del sentido común a la cultura de la modernidad es analizado con estilo claro y pulso narrativo excelente. Con base en el mundo artístico, en sus diferentes manifestaciones, el autor reniega del arte mediado por los especialistas o por los críticos, con una defensa encendida del sentido común, al margen de que a veces no confunda o se equivoque. Pero no se queda ahí. También aplica sus tesis a la política y a las relaciones de poder. Cuando un tertuliano aplica el sentido común nadie le escucha. Es mejor conceptualizar, aunque sea en el vacío. Se aleja por tanto el autor de la conceptualización pedante, tan en boga en algunos ámbitos.

Particularmente atractivas, a mi juicio, son las páginas dedicadas a la verdad (o mejor dicho, a la mentira) en la política. Con cita obligada de Hanna Arendt. Buena parte de sus reflexiones son trasladables a la realidad actual. Reniega La Capria de las actitudes militantes, del sectarismo político y también de aquellos que manosean conceptos de forma interesada y oculta. También reniega el autor de los divulgadores afables, los reduccionistas ingeniosos y de los oradores que se ganan la simpatía del público con mensajes vacuos.

El cénit de su reflexión se sitúa cuando califica a Italia (obra escrita inicialmente en la década de los noventa del siglo XX), como más inmoralmente politizado del mundo. Un podio por el que España disputaría en estos momentos. Y, en fin, se plantea el dilema de cómo puede salir la mosca de la botella. Su medicina está clara: huir de los creyentes de derechas y de izquierdas, y reivindicar –como hacía Pasolini- “el derecho del intelectual a estar siempre en la oposición”. Pero no se equidistantes, sino equicontrapuestos con la misma fuerza frente a la derecha y a la izquierda “según la respuesta que requiera la situación”. La cita de Orwell, fechada en 1946, es clarificadora de algo que hoy en día lamentablemente sigue empañando la visión de determinadas concepciones ideológicas: “El pecado de todas las personas de izquierda desde 1933 en adelante fue el de haber querido ser antifascistas sin ser antitotalitarios”. Ejercer, cuando ello sea imprescindible, la oposición a ambos lados del espectro ideológico no es, como reconoce el autor, una posición cómoda, pues representa que quien lo haga no será amado por nadie. Pero de ahí su grandeza moral. La conclusión final es muy precisa: “Hay siempre espacio para la Libertad, incluso cuando todo conspira contra ella”.

Libro también de recomendable lectura. No les oculto que he disfrutado muchísimo con su lectura. Además, aunque no sea lo importante (o tal vez sí), con una mirada que penetra profundamente también nuestra particular realidad política, social y cultural. No ha cambiado tanto desde que fue escrito.

Su ambición o su intención, como bien precisa en un apólogo, cuando escribió el libro no era otra que, haciendo suyas las palabras de Heinrich Heine, que la siguiente: “(…) yo devuelvo el pensamiento a la vida mediante el poder mágico de las palabras que todo el mundo puede comprender, gracias a la magia negra de un estilo sano, claro, popular”.

 

JUDY WAJCMAN: ESCLAVOS DEL TIEMPO.

“En el curso de la aceleración moderna si queremos arrancar al tiempo escaso tanta ganancia de vida como sea posible, a la larga conseguiremos lo contrario (…) Intentando triunfar sobre el tiempo, caemos por completo bajo su dominio” (Rüdiger Safranski, Tiempo. La dimensión temporal y el arte de vivir, Tusquets, 2017, p. 183)

Aunque este espacio (Blog) tiene por objeto prioritario las instituciones y el sector público, en ocasiones es oportuno ampliar el foco. Y, así, cabe resaltar la aparición reciente de varios ensayos que tienen que ver con la era digital y sus consecuencias. Este es un tema recurrente de la bibliografía del pensamiento contemporáneo. Las aportaciones en su día de Paul Virilio, Byung Chul-Han, Evgeny Morozoz, entre otros, han sido traídas a colación en diferentes entradas en esta Web. No insistiré en sus interesantes reflexiones sobre los impactos que las TIC están teniendo en la sociedad actual. Algo de ello, referido al empleo público, fue objeto de tratamiento en el post que precede a este.

Quiero reseñar tres recientes ensayos que, con mayor o menor intensidad, abordan el problema enunciado desde diferentes ángulos y con miradas muy distintas. Son, en efecto, tres visiones del mismo problema. Una mirada positiva u optimista (aunque no exenta de prevenciones) es la que construye Judy Wajcman, en su libro Esclavos del tiempo. Vidas aceleradas en la era del capitalismo digital (Paidós, Barcelona, 2017), objeto de esta primera entrega. Otra perspectiva, por cierto muy sugerente, es la que nos ofrece Remedios Zafra, en la obra galardonada con el Premio Anagrama de Ensayo 2017 titulada El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (Anagrama, Barcelona, 2017). Y, en fin, solo centrado parcialmente en ese tema (pues es un ensayo más general), está el delicioso libro de Lamberto Maffei titulado Elogio de la rebeldía (Alianza Editorial, Madrid, 2017), que en sus dos primeros capítulos y como continuidad de sus tesis ya formuladas en su anterior y recomendable obra Alabanza de la lentitud (Alianza Editorial, Madrid, 2016), desgrana desde un enfoque neurocientífico algunos de los efectos más visibles de la conectividad permanente. Los trataré en las siguiente entregas. Habría que incluir entre las novedades sobre esta materia la obra reciente de Timothy Garton Ash que se enuncia como Libertad de palabra. Diez principios para un mundo conectado (Tusquets Editores, Barcelona, 2017), ya que en algunos de los diferentes “principios” que allí se analizan, aborda también estas cuestiones, pero la extensión del libro y su objeto central (libertad de expresión) requerirían un tratamiento individualizado del problema que ahora no puede hacerse.

La mirada positiva u optimista: Judy Wajcman

Construido desde una perspectiva de la sociología, la autora nada en buena parte del libro contracorriente. El objeto del trabajo lo define muy bien al inicio de la obra: “Al tiempo que proliferan las tecnologías, resulta que no tenemos más tiempo para nosotros mismos”. Esta es la paradoja de la falta de tiempo que pretende desvelar en el libro citado. Y a lo largo de siete documentados capítulos lo intenta. Primero analiza lo que denomina la sociedad de la alta velocidad, y esa constante sensación de “ajetreo” que nos invade. Se trata de un capítulo muy bien trazado, con citas constantes de Paul Virilio, aunque con mensaje propio: “no podemos entender la organización social del tiempo independientemente de la tecnología”. Los usos de la tecnología son muy distintos, según ámbitos o esferas de la sociedad. Pero, como inmediatamente añade, “la idea de la sociedad de la alta velocidad no es tan novedosa como se nos induce a creer”. Tal como expone esta profesora, desde comienzos del siglo XX se produjeron enormes transformaciones tecnológicas y sociales, sin embargo hay que tener en cuenta sus desiguales impactos según qué segmento de población se trate: “la velocidad de unos pocos (aunque ahora sean muchos) depende de que otros permanezcan inmóviles”. O dicho de otro modo: “el ritmo de la vida depende de los propios recursos y de las opciones que los hacen posibles”.

La “paradoja de la falta de tiempo” es, como decía, objeto de atención especial en este libro. Su tesis no deja de sorprender: “estar ajetreado se ha convertido en condición necesaria de un estilo de vida satisfactorio”. La vida rápida entendida como “buena vida”. Paradójico. Asimismo, el trabajo con conectividad constante es analizado en un capítulo de la obra. Con algunos análisis empíricos la autora concluye que “la tecnología es una parte integral del trabajo: las prácticas organizativas y las máquinas se configuran mutuamente”. Y deshace la tesis tan extendida de que los medios multimodales provocan interrupciones laborales, puesto que son complementarios y están integrados en la organización del trabajo a las interacciones mediadas (“la conectividad constante no implica inevitablemente interrupciones constantes”, dice categórica). Asimismo, los efectos de la multitarea (empeoramiento o alivio de la falta de tiempo) “dependerá del contexto social en el que se produzca”. No obstante, la autora hace algún guiño al tipo de sociedad que estamos (mal) construyendo, cuando con cita de Sennett define “el trabajo moderno” en el marco del nuevo capitalismo flexible como “fragmentado, inseguro, estresante e impredecible”. Pero inmediatamente –como hace con la mayor parte de los autores que cita- desmiente sus tesis, puesto que “el viejo contrato entre trabajo y tiempo se ha quebrado”.

Los beneficios de la digitalización los sitúa también en el campo doméstico. Tras analizar la industrialización del hogar (a juicio de Ha-Joon Chang, “la lavadora ha cambiado más el mundo que Internet”), la autora pretende superar las visiones polarizadas de la relación entre las tecnologías y nuestras experiencias del tiempo. Y, en ese sentido, enlaza el argumento con su tesis discrepante frente “a la mayor parte de la bibliografía (…) de que las TIC se extienden y colonizan todo el tiempo ajeno al tiempo de trabajo”. Su tesis, sin duda rompedora, se desglosa en dos ideas-fuerza: 1) los dispositivos digitales favorecen nuevas pautas de contacto social, proporcionando una nueva herramienta de intimidad y de coordinación familiar; y 2) los dispositivos tecnológicos aclaran las actividades y “pueden ser aliados en nuestra búsqueda del control del tiempo, preservando además de usarlo”. El tiempo del hogar y el tiempo de trabajo ya han perdido sus fronteras (“permeabilidad fronteriza”) y ello –a juicio de la autora- en sí mismo no es malo aunque desafíe la concepción tradicional del hogar, sino que puede contribuir a transformar la calidad de nuestro tiempo libre.

El libro se cierra con un capítulo final enunciado “Encontrar tiempo en una era digital”. Aquí la autora se adhiere “al potencial emancipador de la tecnociencia”, pero no deja de mostrar su crítica. Las TIC desbaratan completamente la distinción entre “mi tiempo y el tiempo de trabajo”, rompiendo también “el espacio tradicional de la semana y el fin de semana”. Pero las máquinas no solo nos apremian, también nos liberan tiempo. Por tanto, afirma “la digitalización provoca un replanteamiento radical de los términos estandarizados del debate sobre el equilibrio entre trabajo y vida, que azuza el trabajo contra la vida y la vida contra lo privado”. En fin, la autora cierra el libro con unas inteligentes reflexiones sobre la utilización de las TIC que dependen en buena medida del “tapiz de las relaciones sociales tejido por la edad, el género, la raza, la clase y otros ejes de desigualdad”. A su juicio, “lo digital no es una caja negra, algo mágico que va a materializar una visión de futuro; se coproduce con la sociedad”. Y concluye, “lejos de andar endémicamente faltos de tiempo, quizás estemos confundidos acerca de en qué tiempo vivimos (…) se puede echar mano de la últimas tecnologías como un recurso en nuestra búsqueda de tiempo discrecional”.

Una visión sin duda optimista, que contrastará con otras miradas que, desde distintos ángulos, se expondrán en las siguientes entregas: la de Remedios Zafra y la de Lamberto Maffei. Habrá que reproducirlas también con algún detalle.

Addenda: ¿Hay algo de esto aplicable al sector público?

Si bien la profesora de la London School of Economics, Judy Wajcman, nada trata al respecto, hay que tener en cuenta que su enfoque bebe de sus primeros trabajos sobre sociología industrial y de las organizaciones y, en ese punto, algunas de sus aportaciones pueden tener interés para proyectarse sobre el ámbito público. Lo mismo cabe decir de su enfoque intermitente pero de línea gruesa sobre la desigualdad de género que, en este caso, relaciona con el papel de las nuevas tecnologías, ámbitos ambos en los que es una consagrada experta. Por tanto la lectura de su libro, marcada en algunos pasajes por una clara posición heterodoxa frente a la opinión mayoritaria, no está exenta de interés. Se compartan o no sus tesis, en ocasiones rompedoras.

En el ámbito del sector público cabe tener en cuenta la quiebra central que se produce entre el “tiempo de trabajo” y el “tiempo del hogar” o del “tiempo de ocio”. Las organizaciones públicas siguen marcadas por el “reloj industrial”, mientras que los dispositivos digitales, como reconoce esta autora, quiebran en pedazos ese esquema. Algo sobre lo que habrá que pensar, a pesar de los sindicatos del sector público.

Dentro de la información que provee el libro, me ha sorprendido los datos de una encuesta de Networked Workers que revelaba lo siguiente: “Mientras están en el trabajo, un 22 % de los empleados hace compras on line, un 15 % ve vídeos y un 10 % utiliza sitios de interacción social o profesional, mientras que un 3 % se entretiene con videojuegos. También el consumo de noticias se ha trasladado a la red y al puesto de trabajo, al igual que la pornografía. El uso de las TIC –como señala esta autora- no se limita en absoluto, pues, a fines laborales, y para algunos incluso proporciona formas de relajarse”.

Y estos porcentajes eran de 2008 y de empresas del mundo anglosajón. Mejor no pensar lo que puede estar pasando en 2018 en el sector público español. ¿O no se hace nada de eso en el ámbito público? También conviene darle una vuelta a ese tal vez ingenuo argumento de que se utilizan las TIC en el puesto de trabajo para “relajarse” de la tensión laboral. No demos ideas … Menos aún, en “zonas de confort”.

REMEDIOS ZAFRA: «EL ENTUSIASMO»

“Según la frase de Goethe, el entusiasmo no es un ‘arenque salado que pueda conservarse muchos años’. El entusiasmo en sí mismo, es un estado emocional de corta duración” (Stefan Zweig, La desintoxicación moral de Europa y otros escritos políticos, Plataforma Editorial, 2017, p. 66)

La mirada incisiva: Remedios Zafra (Precariedad y trabajo creativo en la era digital)

Esta segunda reseña gira, tal como se decía en el anterior Post, sobre el reciente libro de Remedios Zafra (El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital) que ha obtenido el Premio Anagrama de Ensayo de 2017. La frescura del trabajo no es solo temporal sino también de enfoque. En este sugerente y lúcido ensayo la autora se enfrenta a otra cara de la digitalización y, sobre todo, a otras consecuencias. Tomando como referencia un tema aparentemente acotado (el trabajo creativo en la era digital y su marcada precarización), el libro desborda constantemente esos estrechos márgenes y nos sumerge en un relato-ensayo  con incursiones estético-filosóficas plagado de ideas-fuerza y no exento de puntos críticos a las conexiones entre digitalización y neoliberalismo, así como de la feminización que la precariedad del trabajo digital adquiere, lo que proyecta en la figura de Sibila, presente en buena parte del discurso. Tal como dice la autora, “Sibila es entusiasta y trabajadora. Su nombre es Cristina, María, Ana, Inés, Silvia, Laura …, incluso cuando es Jordi o Manuel, siempre está feminizada”. Es el hilo conductor que mueve la obra, ciertamente muy acabada.

Sibila es entusiasta y creativa. Observa perpleja cómo “a ella se le dice cada día que su trabajo creativo es una afición; es decir, que debe contentarse con trabajar gratis”. Sibila es también joven, aunque cada vez menos (“la juventud se apaga con el tiempo”), si bien ahora la juventud se estira hasta pasados los cuarenta, más aun cuando la precariedad se instala: “No está claro en qué momento de la vida real se aplazó a un futuro que siempre se pospone, mientras los jóvenes envejecen como becarios, interinos frustrados, cuidadoras, camareros y teleoperadoras”.

El entusiasmo lo sitúa la autora en los trabajos culturales (digitalizados, precarios y, en buena parte, feminizados), pero también en los de investigación y “cada vez más en el contexto académico”. La pareja “pobreza-creación” (investigación o docencia universitaria precaria) rememora tiempos pretéritos, aquellos en que, según Adam Smith, se decía que “estudioso y pordiosero” eran casi sinónimos. El entusiasmo  “sostiene el aparato productivo, el plazo de entrega y tantas noches sin dormir, los procesos de evaluación permanente, una vida competitiva”. El acompañante de esa soledad es “la pantalla”, y el motor la “búsqueda de la hiperactividad”. Internet ha democratizado la creación, sin embargo “no es bueno que los pobres creen”, aunque hoy lo puedan hacer, pero más bien como acción entusiasta que en calidad de trabajo remunerado y dotado de una mínima estabilidad. Esta rara vez surge. Aparece, en cambio, en escena “una generación de personas conectadas que navega en este inicio de siglo entre la precariedad laboral y una pasión que les punza”. Ella da origen al entusiasmo, también alimenta la espera.

La maquinaria entusiasta todo lo invade. Y sus efectos se dispersan por la red, se hacen visibles. Siempre se prefiere al entusiasta y no al triste. El entusiasmo es objeto de una instrumentalización capitalista que tiene a la precariedad como efecto más visible. Las redes son su medio. El pago más fácil, en tanto que rápido, es el “pago con los ojos”: la visibilidad frenética que alimenta la vanidad. Y mientras tanto se espera.

Solos y conectados.

Este tema está reflejado en el libro con sugerentes aportaciones y miradas inquietantes: “Sibila se detiene y advierte que pasa casi todo su tiempo trabajando (conectada) o sola en casa, que sus relaciones con los otros son cada vez más livianas”. Hay una multitud de solos conectados. Ella encuentra placer en lo que hace, también cierta emancipación, pero la precariedad de sus trabajos no hace arribar dinero o solo de forma puntual. Pero pronto emerge el fracaso. Todo es muy visible, pero se enfatiza la apariencia. Y, mientras tanto, espera. Al principio finge, pero el paso de los años, conforme envejece (o pasan los años), la impostura cuesta más. Algunas veces sueña con un trabajo seguro, incluso pasa por su mente preparar “oposiciones” para acceder a la Administración Pública; pero en este país la mayor parte de ellas son de mentira: pretenden aplantillar a quienes (hagan lo que hagan) ya están y cierran el paso a quienes (con talento) quieren entrar. Trucos de prestidigitación “selectiva” y procesos de generar frustración a raudales a las “Sibilas” de turno. Tomen nota aquellos que las anuncian a bombo y platillo, así como quienes defienden esos procesos trucados (empleador débil y sindicatos).

Objetivar como única forma “aceptable” de valorar

El mundo universitario debería prestar atención a las incisivas reflexiones de la profesora Remedios Zafra sobre “la cultura indexada y el declive de la academia”. La producción académica se alimenta de índices de impacto. Se desprecia “el conocimiento libre”. Es muy común escuchar (quien escribe también lo ha padecido): “Lo que usted hace no corresponde a esta área”. La sentencia es contundente: “La academia parece haber sucumbido a una inquisitoria racionalidad apoyada en tres pilares: precariedad, burocracia y objetivación numérica”. Dicho de otro modo: La cultura académica es “cultura envasada”. Prima “dónde se publica” antes de “qué se publica”. Las áreas de conocimiento son compartimentos estancos, autistas al resto, se retroalimentan a sí mismas: viven ensimismadas. ¿Esa es la creación universitaria?

El dominio de “las pantallas” es, hoy en día, obvio: “Hace tiempo que la imagen y el pantallazo se rebelaron frente a la reflexión pausada”. La mentira de las redes radica en que agrupa “a personas que piensan muy parecido”. Ante la saturación, solo vemos “aquello que está más accesible, voces más influyentes o las redes afines que habitamos”.

Solapar la virtualidad. La pantalla como realidad suficiente.

“Muchas personas como Sibila conforman sus ficciones como parte de su vida”. Para ello, “la pantalla ayuda, la precariedad empuja”. La ayuda de la pantalla tiene que ver con “una mirada esquinada”, cercana a la posverdad y alimentada en la soledad de su habitación. Nuestro mundo está cada vez más mediado por las pantallas. Lo virtual y real se confunden, se mezclan. Pero, como bien advierte la autora, las redes sociales donde habitan los entusiastas “son espacios con apariencia pública pero bajo control e ideación privada”. La política –como también señala- ha delegado el poder “en la economía y en las industrias digitales”. Mirar y ser mirado. La imagen se convierte en centro de atención, pero es una imagen falsa y efímera: “100 fotos intentando que mi barriga salga bien”, decía Essena O’Neill, una joven modelo. Obviamente, la imagen buena es la que circuló finalmente por las redes.

Espacios y cuerpos

El ensayo-relato va creciendo en intensidad. Se nota su contacto con el arte y la estética. La vida material del entusiasta es objeto de atención en esas páginas. Se describen agudamente las condiciones de trabajo de los entusiastas: “Los cuerpos de los entusiastas pasan largas horas, largos días en sus cuartos conectados”. Se abrazan a solas y desean a distancia. La habitación de Sibila es como todas: una habitáculo de las mismas características, cuyo centro de atención es la pantalla. Sibila es una mujer sentada. Trabaja muchas horas. No se queja. Espera, siempre espera. Viaja a una Universidad extranjera, pero trabaja en casa. En su habitáculo. Igual que el de miles o decenas de miles de personas interconectadas.

Precariedad y deseo. La sensibilidad digitalizada.

La tecnología procura a los entusiastas todo tipo de recursos o artefactos sustitutivos fragmentarios del cuerpo, sobre todo cuando están distantes. “Es el molde vacío lo que activa la imaginación y encierra el deseo”. Internet es un “territorio idóneo para el amor y la fantasía”. Pero, a pesar de todos los avances -con su visión feminista- el tacto y el olor (también habría que añadir el gusto) están ausentes. Se pretenden sustituir por el “ocularcentrismo occidental”. No es lo mismo.

Cultura feminizada y valor del empleo

En Internet la práctica creativa “ya no es minoritaria y se normaliza y difunde con facilidad”. Se confunden, así, las fronteras entre el trabajo profesional y el amateur, entre la afición y el trabajo. La tesis de Remedios Zafra es que “la precariedad se feminiza como nudo de los trabajos que difícilmente se emancipan”. En tiempo de mensajes rápidos, como también subraya, nadie opta por lo que exige tiempo: “La prisa es uno de los grandes inventos capitalistas, y funciona”. Pero el entusiasmo cultural, investigador o académico, puede derivar fácilmente en una precariedad clamorosa teñida de una “competencia brutal” o, por ser más gráfico, de puro exterminio o sálvese quien pueda. El pago inmaterial o no económico “en el rico se convierte en prestigio y en el pobre en frustración”. Hay que buscar trabajos para “vivir”. Y eso es lo que intentará finalmente Sibila. Una llamada inesperada le conduce al lugar que la sociedad todavía le sigue deparando: cuidar de su madre enferma. La vulnerabilidad femenina una vez más. Cuidado y mujer se abrazan. Signo de tiempos estáticos.

Cultura y precariedad

La sentencia de la autora es evidente: “La vida de los entusiastas es una vida constantemente aplazada”. La pasión de un trabajo creativo y la propia precariedad en un mundo conectado se alimenta en no pocas ocasiones de “proyectos encadenados en una lógica de visibilidad”. En la comunicación digitalizada se revaloriza el parecer frente al ser. La sociedad digitalizada se construye sobre “las apariencias” (por emplear el concepto de Guy Debord en su clásica obra La sociedad del espectáculo). Tal como señala Remedios Zafra: “La sobreexposición mediática vuelve hiperpresente a las voces más altas o más estrafalarias; esas que ‘aparentan’ y se apoyan en lo emocional (…) y las masas activan a golpe de clic”. Pero en esa precariedad digital tan reiterada hay algo familiar, como también recuerda: “ahora muchos trabajos se pagan con reconocimiento y visibilidad, por mucho tiempo el trabajo de las mujeres se pagó con dependencia y amor”. Y no es inocente esa analogía, tal como subraya, pues “el entusiasmo es fácilmente utilizado para valerse de quienes trabajan gratis”. Trabajadores hipermotivados o becarios siempre abundan.

Dos tesis más cierran el círculo de este recomendable libro. La primera: El “capitalismo cultura”, que todo lo vende y todo lo compra, “precariza y entretiene como norma y diferencia a los prescindibles metiéndolos en la rueda de la pobreza y el entusiasmo fingido, prometiendo un futuro que siempre se aplaza y se apaga. La segunda: Dicho lo anterior, “la creatividad que surge del entusiasmo sincero es un arma que debe ser radicalmente libre, urgentemente valorada”. Un hilo de esperanza en un marco ciertamente sombrío. Sinceridad versus fingimiento.

Y el libro acaba con el habitual desfallecimiento del entusiasmo. También Emerson recordó el carácter efímero del entusiasmo. Pero esa reflexión acaba con alguna receta, aunque paradójicamente no esté acabada. Sibila aparenta abandonar, tirar la toalla y desdoblar su vida futura por otros derroteros (de ficción y de mutación). Pero la luz final parece estar en la alianza: quien crea  se resiste a ser borrado. Y allí se descubre alguna salida: “la conciencia, la solidaridad y la resistencia” como valores-guía. Superar ese individualismo solitario y reencarnar un sujeto que se hace “plural y político” es su propuesta. Algo, no obstante, difícil de materializar en un contexto en el que –como la autora reconoce páginas atrás- “los malos políticos (son) incapaces de atar lazos, y siempre (están) polarizando el conflicto”. Y algo también difícil de obtener en una sociedad digitalizada altamente monopolística donde el consumo desaforado y el control de las redes sociales no parece que tengan (al menos de momento) vuelta atrás.  Habrá que acostumbrarse a vivir en ese espacio digital. No hay otra.

PÍLDORAS DE PENSAMIENTO POLÍTICO (II): BARÓN D’HOLBACH

EL ARTE DE TREPAR (EN POLÍTICA)

baron d'holbach

“La verdadera política no es otra cosa que el arte de hacer felices a los hombres” (Holbach)

Paul Henri Thiry, Barón d’Holbach, fue un destacado representante de la corriente filosófica radical de la Ilustración, junto con Diderot, Helvétius o Condorcet, muy influyente por algunas de sus obras (por ejemplo, Sistema de la naturaleza, Etocracia o La politique naturelle), en las que destacaban una serie de ejes rectores de su pensamiento filosófico, influido marcadamente por Spinoza, tales como una concepción firme del principio de igualdad social que se alejaba de los pensadores económico-liberales y de la entronización del mercado (aunque no exenta de muchos matices: imponer una igualdad económica total era, a su juicio, la antesala de la tiranía, pues los más útiles debían ser premiados), una filosofía moral –como recuerda Jonathan Israel (Una revolución de la mente. La Ilustración radical y los orígenes intelectuales de la democracia moderna, Laetoli, 2015)- basada en que la conducta humana se gobierna por una compleja serie de estímulos, inclinaciones y motivos, y, entre otras muchas, la importancia central de la educación como medio de liberar al hombre de sus ataduras: “Es la educación y no el linaje –como sostenían Helvétius y Holbach, así lo recuerda Israel- lo que produce personas apropiadas para los altos cargos; y es el mérito y no la cuna el criterio para juzgarlas”. Su concepto de educación desbordaba con creces lo que los individuos aprendían en la escuela.  Era mucho más holístico.

Esta breve obra que comentamos (se trata más bien de un opúsculo: Barón d’Holbach, El arte de trepar a la usanza de los cortesanos y otros ensayos, Sd-edicions, Barcelona, 2013), describe magistralmente el arte de trepar en la Corte, pero muchas de sus reflexiones pueden ser trasladadas al ecosistema de la Política actual o a las relaciones entre los gobernantes y quiénes dependen de su discrecional criterio para mantenerse en posiciones de autoridad (altos cargos, directivos o altos funcionarios de la Administración, los nuevos cortesanos). De ahí su innegable vigencia. Solo hace falta repasar algunos de sus envenenados “dardos” o de sus inteligentes observaciones. Cámbiese “cortesano” por “político”, por quien se mueve en los enredos de la política o en las redes de los propios partidos políticos, y la actualidad de tales aforismos es incuestionable. Veamos:

  • “El cortesano (…) es un animal anfibio”
  • “Los hombres ordinarios solo tienen un alma y por contra el cortesano dispone de varias”
  • “De todas las artes la más difícil es la de trepar”
  • “Un buen cortesano jamás debe tener opinión propia, solo debe tener la de su señor o ministro”
  • “Para vivir en la Corte (en la Política) es necesario ejercer un completo control de los músculos de la cara, a fin de recibir, sin pestañear, las más sangrientas afrentas. Un suspicaz, un hombre que tenga humor o recelo, no será capaz de salir adelante”
  • “El gran arte del cortesano, objeto esencial de sus estudios, es ponerse al corriente de las pasiones y vicios de su amo, a fin de ser capaz de agarrarle por sus puntos débiles”
  • “El cortesano ha de esmerarse en ser afable, afectuoso y educado con quienes pueden ayudarle o perjudicarle; debe ser altivo con los que no necesite”.
  • “Amigo de todos, pero sin sentir flaqueza de atarse a nadie”

Consejos sabios para sobrevivir en la Corte de entonces o en la selva de la Política de ahora. No los echen en saco roto, menos aún si se mueven en las procelosas aguas de la actividad política o gubernamental. Siempre se aprende de los clásicos. Leerlos o releerlos (como ha sido el caso) es una fuente inagotable de recursos. Ideas preñadas de modernidad, por mucho que algunos crean ingenuamente que hemos avanzado tanto.

 

PÍLDORAS

PENSAMIENTO POLÍTICO (I): BACON

BACON

Preliminar

En tiempos de lectura fragmentaria, intermitente e instantánea, quiero contribuir modestamente a despertar  el estímulo por una lectura intensa, continua y sosegada, sobre todo de aquellos que se dedican o tienen interés por “la cosa pública”, ya sea en calidad de políticos, funcionarios, académicos, analistas o público en general. Espero, al menos, que la selección de estas “píldoras” despierte interés por una lectura más profunda de estas obras (unas más breves y otras más extensas) en ese público objetivo que trata con lo público y que, en esta acelerada vida, apenas tiene tiempo para reflexionar sobre lo que hace, defiende o estudia. Son lecciones de los clásicos, unos más antiguos y otros más modernos, que irán llenando este rincón. A mí me han servido de mucho, sobre todo me ha proporcionado enorme placer leerlos. Recurrir a ellos es impregnarte de prudencia y tal vez de algo de sabiduría (aunque sea en pequeña escala), así como ayudarte a mejorar en todos los niveles de la vida personal, profesional y social, también política. De eso se trata.

Comienzo esta desordenada serie con Francis Bacon y unos extractos de su obra Ensayos, publicados bajo el título De la Sabiduría egoista (Taurus, 2013). Unas citas llenas de actualidad, donde se reflejan como si fueran espejos no pocas miserias que rodean a nuestra vida pública. Pongan nombres (uno o varios) a los retratos, tal vez no se equivoquen. En otros casos les costará encontrar correspondencia, pero son máximas a tener en cuenta en la turbulenta actividad pública.

  • Sobre los gobernantes: “Los hombres situados en grandes puestos (…) no disponen libremente ni de su persona, ni de sus acciones, ni del tiempo. Es un extraño deseo buscar el poder y perder la libertad; o buscar el poder sobre los demás y perderlo sobre sí mismo”
  • Ascenso político: “Elevarse a los puestos es trabajoso y esos hombres (…) a veces son viles y, mediante indignidades, alcanzan las dignidades”
  • Ejemplaridad: “Al desempeñar tu puesto pon ante ti los mejores ejemplos”
  • Integridad: “La integridad sincera (…) evita no solo la falta, sino la sospecha”
  • El poder y la persona: “El puesto muestra al hombre; y nos muestra algo de lo mejor y algo de lo peor”
  • La astucia política: “Esos hombres astutos son como buhoneros de baratijas, no les cuesta mucho trabajo abrir su tienda”
  • Mandatarios ególatras: “Los hombres que se aman a sí mismo demasiado arruinan la cosa pública”
  • Sabiduría egoísta: “La sabiduría egoísta (…) es la sabiduría de los cocodrilos, que derraman lágrimas cuando van a devorar”
  • Tiempo de reformas: “El que no quiera aplicar remedios nuevos tenga que esperar nuevos males, pues el tiempo es el mayor innovador; y, por supuesto, si el tiempo altera las cosas para empeorarlas y la sabiduría y la prudencia no las alteran para mejorarlas, ¿cuál será el final?”
  • Innovación: “El tiempo pasa tan rápido que una obstinada retención de costumbres es tan turbulenta como una innovación”
  • Reformas graduales: “Estaría bien que los hombres siguieran en sus innovaciones el ejemplo propio del tiempo, el cual, por supuesto, hace muchas innovaciones pero tranquilamente por grados que apenas se perciben”
  • Reforma y cambio: “Ha de ser la reforma la que produzca el cambio y no el deseado cambio el que busque la reforma”
  • Estudios: “Los estudios sirven de deleite, de ornamento y de capacitación”
  • Estudios (II): “Las personas astutas desdeñan los estudios, las personas sencillas los admiran, y las inteligentes los utilizan”
  • Cultura y Dirección política: “El planeamiento y dirección de los negocios son mejores cuando proceden de hombres cultos”
  • Libros: “Algunos libros son para probarlos, otros para devorarlos y unos pocos para masticarlos”

Primera entrega. Vendrán más, cuando el tiempo de trabajo me lo permita. Bacon vivió entre 1561 y 1626. Sorprende que sus juicios y opiniones sean tan actuales. Realmente, la naturaleza humana no ha cambiado tanto. Al menos eso parece.

 

UN ENSAYO EXCELENTE SOBRE THOMAS PAINE

Reseña del libro de de Christopher Hitchens, Los derechos del hombre de Thomas Paine, Debate, 2016, pp. 249.

“Quien desee asegurar su propia libertad deberá proteger de la represión incluso a su enemigo, porque si viola este deber, establece un precedente que le alcanzará a él mismo” (Thomas Paine)

Este libro lleva varios meses en el mercado. Sin embargo, aunque dormitaba en mi biblioteca  –como tantos otros libros a la espera de ser leídos- por fin le ha tocado el turno. Y debo reconocer que su lectura me ha producido uno de los momentos más placenteros de los últimos tiempos. Conocía al personaje y también su obra, pero el autor me ha enseñado a interpretar algunas claves (que no terminaba de descifrar) sobre Thomas Paine.

Había leído, en su día, un enfoque muy diferente del debate abierto entre las tesis de Edmund Burke reflejadas en su conocida obra Reflexiones sobre la Revolución francesa (CEC, Madrid, 1978) y la respuesta que dio Thomas Paine en su también reconocido libro Derechos del Hombre (Alianza Editorial, 1984). Se trataba del libro de Y. Levin, titulado El Gran Debate. Edmund Burke, Thomas Paine y el nacimiento de la derecha y de la izquierda (Gota a Gota, 2015). Algunas la reflexiones allí contenidas las incluí en notas a pie de página de mi reciente libro Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones (Marcial Pons/IVAP, 2016). Pero, ciertamente, lamento que la obra que reseño se editara en castellano cuando ese libro estaba cerrado, pues sin duda muchas de las reflexiones de Christopher Hitchens hubiesen encontrado acogida en sus páginas. Aunque no tengo excusa, la obra en inglés estaba editada en 2006. Una pena no conocerla.

La obra de Hitchens va mucho más allá de su enunciado, pues –bajo la excusa de analizar la citada obra de Paine- se adentra en un extraordinario análisis de las relaciones triangulares entre la Gloriosa Revolución de 1688 en Inglaterra, el proceso de independencia de lo que posteriormente serían los Estados Unidos (y su sistema político-constitucional), así como de los acontecimientos que se sucedieron en la Revolución Francesa hasta la llegada al poder de Napoleón.

El personaje, Thomas Paíne, de origen inglés, fue –como es conocido- uno de los impulsores intelectuales de la independencia de las colonias americanas tras la publicación de su opúsculo El sentido común en 1776 (edición en castellano en editorial Tecnos, 1990), del que en aquellos años se vendieron más de medio millón de ejemplares (en una población de poco más de tres millones de habitantes). Pero además, por razones inicialmente comerciales, Paine retornó a Europa a finales de la década de 1780 y fue testigo de excepción, así como protagonista destacado, de algunos momentos clave de la Revolución francesa. Allí se quedó hasta inicios del siglo XIX.

El libro relata magistralmente esas etapas (sobre todo las dos últimas) y contextualiza la increíble vida de este activista y pensador singular y excepcional que fue Thomas Paine, defensor de los derechos humanos, de la democracia, enemigo de la monarquía (aunque en la Francia se opuso a la condena a muerte de Luís XVI por no haber tenido un juicio justo), combatiente del esclavismo y del colonialismo, precursor del Estado Social y otras tantas cosas.  Debo reconocer que la etapa francesa de Paine es la que más me ha interesado porque es la que me ha descubierto algunas facetas desconocidas de la evolución de su pensamiento y me han situado mejor en la comprensión de una persona que tuvo muchos aciertos (e intuiciones), pero también cometió errores en las percepciones iniciales que tuvo sobre la Revolución francesa, que pudo comprobar incluso en su propia carne con su encarcelamiento y la inmediatez de la guillotina en plena época del Terror, de la que se libró por azar. La cita que abre este comentario procede precisamente de las lecturas que extrajo de la deriva radical-jacobina de la Revolución Francesa. Por circunstancias de la vida, su concepción de los derechos y de la organización del poder (Constitución como límite) no terminó de cuajar con las expresiones políticas que dieron rienda suelta al Terror. Amigo de Condorcet, ambos sufrieron los azotes del “Comité de salud pública”. Sin embargo, su defensa de la democracia no sufrió un ápice.

No es mi intención comentar aquí tan excelente obra. De Christopher Hitchens había leído el  libro titulado Mortalidad, que sinceramente me impactó (dado que relata cómo se enfrentó dignamente el autor a la muerte). En este libro, de factura completamente distinta, el autor acredita un magnífico conocimiento de la historia y de la filosofía política, incluso de la organización político-constitucional de los Estados. No en vano era graduado en Oxford en Philosophy, Politics and Economics. Tras la lectura de esta obra, no puedo más que recomendarla a todas aquellas personas interesadas por estos temas. Además, muchas de sus reflexiones son útiles para el momento actual que vive también la política española en múltiples dimensiones.

Y solo para “abrir boca” relataré de qué forma tan magistral acaba el libro.

En el año 1798, las autoridades británicas estaban obsesionadas por sofocar la influencia de la Revolución francesa. Una de las medidas que adoptaron entonces fue encarcelar al nacionalista radical irlandés Arthur O’Connell.  Y para “expiar sus culpas” y evitar que se le relacionara con tal proceso revolucionario, entregó un poema, que sus seguidores vieron como un acto de claudicación. En este poema, aparentemente, renegaba de las tesis de Thomas Paine. Y se expresaba en estos términos:

“(1) La pompa de las cortes y el orgullo de los reyes/(2)estimo yo por encima de todas las cosas terrenales;/(3) amo a mi país; el rey/(4) por encima de todos los hombres, canto en su alabanza:/(5) los pendones reales están desplegados,/(6)y ojala tengan éxito los que portan el estandarte.

(1)Dispuesto estoy a desterrar de aquí / (2) los Derechos del Hombre y el Sentido Común,/(3) ¡Confusión a su odioso reinado,/(4) ese enemigo de los príncipes, Thomas Paine!/(5)¡Derrota y ruina caigan sobre la causa/(6)de Francia, sus libertades y leyes”.

Estas son las palabras de Christopher Hitchens en relación con el citado poema: “Si el lector tiene la paciencia de tomar un lápiz y unir el primer verso de la primera estrofa con el primero de la segunda, y luego repetir este proceso con los versos segundo, tercero y cuarto de cada estrofa, y así sucesivamente, no le será difícil formar un poema que dice algo muy distinto”. La verdad que en este caso lo he puesto más fácil numerando los versos. En efecto, las apariencias engañan. Como concluye el autor: “¡Cuánto han sufrido los británicos con su estúpida creencia de que los irlandeses son tontos”! Sencillamente genial.

 

                         

 

Víctor Lapuente (Coordinador): La corrupción en España. Un paseo por el lado oscuro de la democracia y el gobierno, Alianza Editorial, Madrid, 2016.

En los últimos tiempos comienzan a proliferar en España los estudios sobre corrupción. El libro también colectivo dirigido por Gimeno, Tejedor y Villoria (Atelier 2016), así como los números monográficos 104-II de la RVAP y 9 RVOP sobre este tema o conexos, son algunos otros ejemplos. Síntoma evidente, como se afirma en el presente libro, de que “tenemos un problema”. Esta obra agrupa a ocho prestigiosos especialistas universitarios en el ámbito de la corrupción (algunos de ellos con bastantes estudios detrás sobre esta materia)  desde diferentes perspectivas, aunque predominantemente la mayoría de ellos son politólogos. El libro tiene ocho capítulos y unas Conclusiones (“Cómo salir del lado oscuro”), que describen perfectamente los contenidos más relevante de todos y cada uno de los capítulos.

No son nunca fáciles las obras colectivas, pues la desigualdad suele ser tradicionalmente uno de sus rasgos distintivos. En este caso, aunque obviamente se note “el sello particular” de cada autor en el tratamiento del tema y las correspondientes diferencias de enfoque, se advierte al menos un esfuerzo por alinear los contenidos y darles una mínima coherencia. Un esfuerzo conjunto, bien orquestado por Víctor Lapuente, coordinador del trabajo de equipo. Aun así, las diferencias entre unos y otros contenidos son notables, no solo en el planteamiento, sino también en algún aspecto puntual del desarrollo del problema.

Se trata de un libro de ensayo académico, aunque con una pretensión de hacer fácil su lectura para el público no especializado, lo cual ayudará sin duda a su difusión. También lo hará la editorial que lo publica. En este breve reseña no puedo sino resaltar algunos de los puntos que, en mi particular lectura y mis personales obsesiones, son dignos de ser divulgados (lo cual no quiere decir que no haya otros muchos que, para el resto de los lectores, no sean igualmente importantes). A saber:

Se parte de un concepto de corrupción muy preciso: “Corrupción es el abuso de poder público para beneficio privado”. Tal vez algo limitativo, pero sirve de hilo conductor del resto de trabajos. Interesante a todas luces es que la mirada comparativa a la corrupción (¿qué pasa en otros países del globo?) es una constante, lo cual nos sitúa muy bien donde estamos: “Dicho de forma cruda, estamos en el vagón de cola de los países avanzados, y muchos emergentes empiezan a superarnos”. Suerte que, como ya sabíamos, estamos mejor que Italia y Grecia. No es ningún consuelo.

Sugerente es también el planteamiento de la existencia de una geografía de la corrupción en España (algo a lo que, coincidiendo en grandes líneas con los autores, me referí en su día en un Estudio publicado en el número 5 de la RVOP): las Comunidades de Asturias, País Vasco o La Rioja, presentan mejores indicadores (también los presentaba entonces Aragón y Navarra); mientras que las Comunidades del arco Mediterráneo, Galicia y Canarias, ofrecen resultados peores. No obstante, sorprende que las Administraciones autonómicas no hayan sido objeto de análisis de este libro y sí se haya puesto el foco en los gobiernos locales. Los problemas de la corrupción anudada a la burbuja inmobiliaria (y a la financiación de los partidos) han sesgado presumo esa elección.

La percepción ciudadana frente a la corrupción ya es conocida: alta en lo que se refiere a la política; baja por lo que afecta a la administración. Pero sobre eso también cabría hablar. Cierto que España “no es un país de mordidas”, pero en los capítulos sobre Corrupción y Administración Pública, así como sobre las “Administraciones Locales”, eso parece desmentirse en algunos puntos. La corrupción administrativa está muy extendida en los nombramientos de personal directivo alto e intermedio (en este punto los datos manejados de la OCDE pueden incluso cuestionarse; aunque no hay estudios empíricos serios en España que así lo acrediten), así como en materia de personal eventual (tal como se expone en uno de los Capítulos), por no extender la mirada también hacia el (poroso) sistema de reclutamiento, promoción o provisión que se ha llevado a cabo en no pocas administraciones públicas y especialmente en su sector público instrumental.

Muy transitado es el tema de la politización de la alta Administración y sus perversos efectos sobre la creación de frenos a la corrupción. Menos lo es que no solo se ha de evitar la colonización de la administración por parte de los políticos, sino –como apuntan los autores- “también evitar la colonización de la política por parte de funcionarios”. Estoy de acuerdo en el enfoque. Es oportuno. Tengo más dudas que esta sea una causa central de los problemas de corrupción en España. Las medidas no son fáciles, puesto que nuestra Administración Pública, de patrón continental francés, está muy alejada en este punto de las soluciones institucionales anglosajonas o nórdicas. Aunque algo podríamos avanzar en el establecimiento de algún sistema que al menos no incentive ese tránsito. También lo podríamos hacer, como lo han hecho Bélgica, Portugal o Chile (Administraciones de patrón continental”) en la profesionalización (siquiera sea relativa) de la dirección pública. Algo que ninguna agenda política incluye.

El análisis local está bien sistematizado. Es obvio que España se encuadra en un modelo de “alcalde todopoderoso” distante de los modelos anglosajones y nórdicos de council manager o committee leader. También lo es que los años de la burbuja inmobiliaria han hecho mucho daño a unas administraciones locales que, a pesar de lo que se indica en el libro, ya ofrecían muestras evidentes de corrupción en no pocos casos y, tal como se ha dicho, en ámbitos muy determinados (reclutamiento del personal, contratación, etc.). Pero no fueron las únicas. Asimismo es cierta la fragmentación (atomización) municipal y evidentes los problemas que ello genera. Pero una vez más, dada la “familia administrativa” a la que pertenecemos, no creo que las comparaciones exclusivas con los países nórdicos sirvan para otra cosa que para sacarnos los colores y producirnos sana envidia. Se deben adoptar medidas de reforma institucional en este campo, pero este es –con toda franqueza y creo conocerlo bien- un tema endiablado. No hay un recetario tan sencillo como el que se nos ofrece con cinco grandes medidas: separar los intereses políticos y técnicos; situar una serie de contrapesos; favorecer los gobiernos de coalición con base ideológica (…); hacer municipios más grandes; avanzar hacia un sistema de financiación local más responsable. Algunas de ellas son interesantes. Pero el tema requiere mayor profundidad.

El libro también se introduce en la compleja relación entre “política, dinero y corrupción”, que pone el foco de atención en el siempre debatido tema de la financiación de los partidos políticos. Destaca la desconfianza generalizada de la ciudadanía en los partidos, pero “el caso español es especialmente dramático”. La dependencia de la financiación pública es asimismo puesta de relieve, junto al funcionamiento poco efectivo de la transparencia, los sistemas de supervisión y el régimen sancionador. Este Capítulo enlaza con el tratamiento de los aspectos penales de la corrupción pública, donde se hace una reformulación de la corrupción (“la corrupción es mucho más que el soborno”), se analizan las modalidades delictivas y se plantea un decálogo de acciones inmediatas (de distinto alcance e importancia) contra la corrupción.

La Transparencia es, asimismo, objeto de análisis, desde la perspectiva de prevención de la corrupción o como “antídoto” frente a ella. Se trata, sin embargo, de un análisis descriptivo, aunque trufado de algunas valoraciones moderadamente críticas sobre la regulación de la transparencia y sobre algunas de sus ausencias (lobbies).

El papel de los medios de comunicación en la persecución de la corrupción es objeto de estudio por este libro. Los medios no están ayudando precisamente al reforzamiento de la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Hay, en efecto, “un elevado nivel de complicidad entre partidos y medios de comunicación”. Nada que no sepamos. El escenario mediático, como bien se describe, “se asemeja a una guerra de trincheras”. Y, en fin, el libro se cierra la pregunta de hasta qué punto en España la corrupción tiene castigo electoral? Una vez más el boom urbanístico centra (tal vez como consecuencia de un trabajo de Garicano, Villaverde y Santos citado en numerosos pasajes de la obra) el foco del problema. La corrupción local no es tan reciente como se supone. Otra cosa es su intensidad. Una mirada a la historia (que en algunos pasajes del libro se hace) nos haría matizar esa tesis. Al menos el consuelo que queda es que los efectos modestos que la corrupción tiene sobre el impacto electoral no es solo propio de nuestro país.

En suma, una aportación sin duda de gran interés para disponer de una perspectiva de la corrupción en España en clave comparada. Aporta ideas-fuerza muy interesantes, otras más transitadas o conocidas, pero se trata de un libro de lectura ágil y a todas luces recomendable para aquellas personas, académicos o no, que tengan interés por la cosa pública y el estado actual de nuestras erosionadas instituciones como consecuencia de una corrupción que, no obstante, viene (en sus elementos institucionales) de lejos. Los “fallos institucionales”, como bien se dice en el libro, son el fondo del problema. Quizás algunas referencias bibliográficas a trabajos más recientes (que probablemente no se ha podido hacer por motivos de la producción editorial del trabajo que intuyo larga) hubiese dado una perspectiva más completa de un problema que está estrechamente vinculado con una concepción de España como Estado clientelar que hunde sus raíces en el tiempo.

FORMACIÓN DE EMPLEADOS PÚBLICOS: CÓMO TRANSFORMAR LO QUE NO FUNCIONA

 

Reseña del libro de Jesús Martínez Marín, Nuevos modelos de formación para empleados públicos. Guía para la transformación, UOC, Barcelona, 2016.

La reflexión conceptual e incluso empírica de la formación de empleados públicos no abunda, precisamente. Quizás, dentro de la política de recursos humanos, es el ámbito menos tratado. Proliferan, como es conocido, los estudios sobre organización y análisis de puestos, selección, provisión de puestos de trabajo, carrera profesional, evaluación del desempeño e, incluso, sobre sistema retributivo o relaciones laborales. Pero la formación siempre ha sido “el patito feo” de los elementos básicos de cualquier política de gestión de personas en las organizaciones públicas. Sin embargo, su importancia está fuera de lugar.

La reciente obra de Jesús Martínez Marín, una persona comprometida desde hace años con la formación de empleados públicos y con su dimensión más innovadora, tiende a suplir parcialmente ese vacío. Los gestores de formación ya tienen a partir de ahora una referencia obligada de lectura. También todos aquellos que pretendan mejorar las administraciones públicas a través de nuevas herramientas, metodologías y prácticas formativas. Hay mucha riqueza de soluciones en este libro.

Ciertamente no se habla “de” formación de empleados públicos, sino de formación “para” empleados públicos. Matiz importante. El libro arranca de un análisis de contexto en el que se mueve la política de formación, en el que destacan, entre otros, una serie de elementos: explorar y consolidar metodologías de formación alternativas; el reto de la edad de las plantillas en los procesos de formación; la inmensa información existente en estos momentos; el “desenganche” de la formación por parte de amplios colectivos; el fracaso de la formación de “talla única” o de los modelos de gestión tradicionales de formación; así como los innumerables recortes que en programas formativos se han producido en estos últimos años.

El contexto, por tanto, manda. El “modelo de negocio” ha sufrido cambios radicales en estos últimos años, en el que el desarrollo tecnológico (aunque no solo) ha sido determinante. De ahí que “aprender en tiempo de redes” sea una de las soluciones que el autor propone. Aprendizaje con múltiples facetas. Pero el debate sobre la formación en la Administración Pública sigue abierto de par en par. Llevamos pocos años con el modelo iniciado (menos de 25) y ya lo damos por muerto. Así son las cosas en este mundo en constante mutación. Algo hemos hecho mal, sin duda. En la omnipresente todavía formación presencial se sigue sin evaluar al asistente y cuando se hace lo es sin criterio discriminador: todos (o la inmensa mayoría) son buenos, ¿no hay ninguno excelente?, ¿tampoco malos? Tratar igual a quien dedica esfuerzo, a quien no lo emplea o a quien racanea tiempo y recursos, no es justo. No es evaluación, es simulación. La formación «plana» se impone, con aplauso sindical. Y la transferencia de conocimiento se queda en lo que todavía es: un pío deseo.

En el campo de la formación (y sobre todo en las metodologías docentes) hay una tendencia clara y contundente a cambiar las cosas de forma radical, a innovar (el ejemplo de Manel Muntada, emtre otros, así lo testimonia), pero también a “realizar experimentos con gaseosa”. En vez de corregir, damos un fuerte volantazo y el coche difícilmente se tiene en pie. Bolonia ha sido un (mal) ejemplo de lo que digo. La formación universitaria (centrada ahora aparentemente en competencias) ha ninguneado o reducido al papel de «dinaminzador» el rol del profesor (sobre este tema es de interés el libro de Carles Ramió Manual para los atribulados profesores universitarios, Crítica, 2014), pero sobre todo (y esto es importante) ha mandado a paseo o ninguneado de forma extrema el conocimiento: nadie puede discutir o debatir sobre lo que no sabe. Menos aún un estudiante de 20 años. Tampoco un funcionario de 50. Leer libros se ha convertido en una propuesta grosera o en un reto imposible. Hace unas semanas se me quejaba amargamente una alumna porque les había “recomendado” leer un libro de 290 páginas. En quince asignaturas que habían tenido hasta entonces era el segundo libro que debían leer. Sin comentarios. Universidad que ni se mira siquiera al ombligo. Aprender de la nada es imposible. En el empleo público la lectura (profesional) tampoco es una pasión colectiva, solo termómetro de (reducidos) colectivos innovadores que algo empujan. El libro que comentamos es un ejemplo.

Por muchos dispositivos tecnológicos que se manejen, no se aprende de la información en bruto ni de lo que está digitalizado. Son instrumentos o medios. Muy útiles, pero instrumentos. La comprensión y el entendimiento es algo más complejo, necesita pensamiento lento. Si no lo practica nadie, allá ellos. La rapidez digitalizada casa mal con los conceptos. Tanto me da. Algunos ya nos estamos yendo de ese prostituido sistema universitario. Con la formación de empleados públicos, siento decirlo, pasa otro tanto: lo que se valora ya no son los contenidos, sino en no pocas ocasiones el espectáculo o “la puesta en escena”. Se busca entretenimiento, el trabajo burocrático es muy aburrido y sus tareas a veces reiterativas. La formación debe producir un fondo de diversión o, cuando menos, relajo. Si son carcajadas mejor, pues ayudan a soportar la dura existencia de quien se siente maltratado (no pregunten por qué; es mejor no saberlo). El docente como payaso en escena cada día cotiza más; como en la política espectáculo. Las presentaciones elaboradas y plagadas de efectos han sustituido a los aburridos y densos discursos. El conocimiento se orilla, pues siempre se presume de quien expone sus cuitas o de quien es destinatario del mensaje. Una presunción, con todos los respetos, muy lejana a una realidad en constante transformación. Información no es lo mismo que conocimiento. Y conocer no es igual a aplicar. Lo mismo que estar no es igual a hacer. O estar de cuerpo presente y de mente ausente, también en la formación («formar no es estar o asistir»), no solo en el puesto de trabajo. Los móviles y dispositivos múltiples cuartean la atención de los asistentes o de los virtuales. Fiebre sin remedio, que nadie sabe cómo atajar. Cosas obvias. Que duelen.

El libro no se adentra en estas cuestiones (obsesiones puras de quien reseña), pero da cumplida respuesta a muchos retos a los que se enfrenta la formación en el empleo público. Sistematiza bien los modelos pedagógicos y los roles que se proyectan sobre ellos. Pone de relieve las limitaciones de la formación a distancia, así como resalta las debilidades del modelo tradicional de formación (“por catálogo”). Apuesta, como ya expusiera José Antonio Latorre, por “aprovechar los recursos internos, utilizar aplicaciones abiertas y compartir materiales”. Todo lo que represente sumar bienvenido sea. Y lanza la idea de sistemas de aprendizaje adaptativos y personalizados. Lo que obliga a un cambio de rol y perspectiva de los centros de formación, asentados en una “zona de confort” de la que no parecen querer salir (o, tal vez, no saben). Pero no pequemos de poner el acento en “los envoltorios”, pues eso conlleva obviar los contenidos. El peso en la pedagogía y en los instrumentos puede ser importante, pero la formación es aprendizaje y sobre todo desarrollo de marcos conceptuales y de competencias que se aplican después en el trabajo profesional y en el entorno organizativo (muchas veces tóxico hasta la saciedad). Crecimiento profesional y mejora organizativa. Lo demás es humo.

Sin duda la agenda de transformación de la formación obliga a pasar de la formación al aprendizaje. Gran reto estructural. Pero en ese tránsito es importante saber donde nos movemos: barreras todas, ventanas de oportunidad muy pocas. He invertido los términos que maneja el autor: pues esas sabias lecciones que recoge de innumerables autores se proyectan en este caso sobre el sector público. El recetario privado sirve lo que sirve. Y ese hábitat público tiene, nos guste más o menos, sus pautas de funcionamiento, muchas de ellas patológicas, preñadas en ocasiones por vicios sindicales y no pocas resistencias corporativas. El ecosistema público nos hace modular muchas cosas, también en el campo de la formación: estructuras directivas inapropiadas e insensibles a ese fenómeno, contingentes o plagadas de amateurismo, amplios colectivos de personas que no se movilizan frente a una rica o menos rica oferta formativa, así como una desconexión (en ocasiones brutal) entre las políticas de gestión de personas y las propias políticas formativas, que muy pocos se toman en serio. Error monumental, pero muy afincado.

El libro transita después por el correcto diseño de un plan de acción para obtener un sistema integrado de formación, muy útil por lo demás para los gestores de este ámbito. Pone en valor una experiencia de indudable interés en el campo del aprendizaje colaborativo: el programa Compartim, al que dedica un amplio capítulo. Y nos pone de relieve, entre otras cosas, una serie de reflexiones sobre experiencias aplicadas de aprendizaje informal en la organización: siguiendo a Cross, el autor propone no hacer una dualidad entre el trabajo y el aprendizaje, pues “ahora el aprendizaje y el trabajo son lo mismo”. Hasta el punto de poner de relieve, tal como subrayó Charles Jenning, la insignificancia presencia del aprendizaje formal (10 por ciento) frente al aprendizaje en el puesto de trabajo (70 por ciento) o el aprendizaje social (20 por ciento).

El problema es la traslación de ese esquema al funcionamiento de nuestras organizaciones públicas; ¿qué aprenden realmente nuestros empleados públicos en el puesto de trabajo y en el ecosistema público?, ¿pautas innovadoras o formas de trabajar rituales y agotadas?, ¿vicios o respuestas? La apuesta por soluciones tipo coaching o mentoring están lejos aún de arraigar en el sector público. Sobre la primera tengo mis dudas de su real utilidad. Las evaluaciones ex post o “las prácticas reflexivas” sobre las acciones emprendidas suenan en nuestro contexto público a música celestial. Es cierto que algunos programas del sector público, como el Plan estratégico del Gobierno Vasco para sustituir el conocimiento y las destrezas que se perderán en los próximos años como consecuencia de las jubilaciones en masa de funcionarios públicos que ocupan puestos estratégicos en la Administración, están incidiendo en algunos puntos de ese esquema: el mentoring, como ha estudiado con notable premonición Mikel Gorriti, puede ser una solución parcial al problema. La formación tiene retos hercúleos en ese cambio generacional que transformará el sector público en los próximos quince años. Quien no lo vea no ha entendido nada del futuro que viene.

En efecto, nadie puede poner en duda que la gestión del conocimiento, la innovación, el liderazgo de proyectos, así como un buen diseño organizativo y una correcta estrategia, mejorarán las cosas –como bien concluye el autor- en este complejo mundo que es el de la formación de o para los empleados públicos. El libro de Jesús Martínez Marín es una excelente herramienta en ese largo camino. Ayudará mucho a todos los responsables y gestores de recursos humanos en esa difícil tarea. Ahora solo hace falta que, aparte de los anteriores, algunos responsables políticos de la gestión de personas lo lean o, al menos, tengan conocimiento de sus propuestas. Pero mientras la política de formación no se engarce férreamente como subsistema dentro de un modelo coherente e integral de la política de recursos humanos del sector público, sus posibilidades de rendimiento institucional serán limitadas. Aunque gracias a la acción de muchos innovadores que el autor relata, comenzando por él mismo, las cosas vayan avanzando, si bien lentamente. Tiempo al tiempo.

LA “PRIMAVERA ÁRABE” CINCO AÑOS DESPUÉS

YOUSSEF SEDDIK: Tunisie. La révolution inachevée, Med Ali Editions, 2 ème Edition, 2015 (Editeur original : Editions de l’Aube, 2014).

 

 (Entrevistador) “Usted dice amar el texto del Corán. ¿Considera la religión como un estado de ánimo, como una emoción?”: (Youssef Seddik) «La felicidad o dicha de formar parte de la comunidad espiritual y cultural del islam no me ha abandonado nunca; incluso como  intruso, porque no practico la religión (…) Cuando se convierte en dogma,  cuando combate por el exclusivismo, es entonces cuando la religión se transforma en antipática “.

 

En el marco de una serie titulada “Conversaciones para el futuro” que lleva a cabo Gilles Vanderpooten, este libro-entrevista representa  un extraordinario testimonio del estado actual de la revolución (primavera) árabe en el país que la vio nacer a principios de 2011. La persona entrevistada es un intelectual tunecino de gran prestigio no solo en su país, sino también en Francia: Youssef Seddik.

Seddik es filósofo, helenista y especialista en antropología del Corán. En esta última faceta es respetado, incluso, por sectores importantes del islamismo político. Su erudicción en este campo es incontestable. El libro pasa revista a las cuestiones y momentos clave por los que ha transitado la revolución árabe en Túnez y muestra asimismo de forma fehaciente el complejo estado de su desarrollo y (hasta cierto punto) de su relativa parálisis actual.

Túnez ha sido y sigue siendo la gran esperanza de una revolución que no ha terminado por cuajar. Pero para conocer cómo están las cosas en ese país y en este momento (aunque la entrevista se publicó a inicios de 2014, antes de las elecciones de octubre de 2014 y por tanto de los atentados terroristas en ese país de 2015), la visión que aporta Youssef Seddik es sencillamente clarificadora e imprescindible.

Este intelectual tunecino es autor de innumerable obras publicadas en francés, entre ellas el libro Nous n’avons jamais lu le Coran (Éditions de l’Aube, La Tour d’Aigues, 2004; traducida al árabe en 2013), obra que, a pesar de su gran importancia e impacto, no me consta se haya traducido al castellano. Su conocimiento del país, su visión respetuosa de una religión apartada de la política, el particular enfoque de los problemas y su amplia formación, le dotan de una visión extraordinaria sobre lo que está pasando en los países árabes (especialmente, pero no solo, en Túnez) y sobre lo que puede pasar: dónde están los retos y también los riesgos de todo ese proceso. Es obvio que lo que allí suceda no puede dejarnos indiferentes a quienes vivimos “al lado” de tales países.

Particular interés tiene la visión de Seddik del proceso constituyente y de la propia Constitución de 2014, a la que considera preñada de esperanza, pero también de ambigüedades.  Una Constitución que combina elementos de modernidad no recogidos en ningún otro texto constitucional (el papel de la gobernanza como motor institucional del país) con rasgos de tradición que se plasman principalmente en la presencia transversal de la religión. En efecto, la omnipresencia de la religión en el propio texto constitucional es un aspecto que no convence a Seddik, como rechaza que se haya consagrado realmente la igualdad entre mujeres y hombres, pues hay cuestiones importantes (como la sucesión hereditaria) donde esta, a su juicio, no existe.  Tampoco se salvaguarda, a su juicio, el derecho a la vida, pues pende de los “casos extremos” que la ley determine como excepción. Ese cóctel entre religión y pena de muerte podría conducir (de ahí el riesgo) a algunas lecturas islamistas radicales que pretendieran dotar, según el autor, su propia interpretación del Corán a la Constitución, como reconoce este autor.

Túnez es un país, como también expone Saddik, con una homogeneidad social, cultural y religiosa arraigada, pero esa especificidad no puede ocultar los “reales peligros” a los que se enfrenta el país, tales como aquel que “divide a los ciudadanos, a los partidos y a las regiones en torno a la religión”. Así, expone que los dirigentes de Ennhada (el partido islamista de Túnez; la segunda fuerza política tras las elecciones de finales de 2014) no ocultan que su fin es “re-islamizar”  gradualmente (“con paciencia, pero sin descanso”) el país y sus instituciones, también aquellas que hoy en día están lejos de su influencia (ejército, policía, etc.). Un objetivo que aún está lejano, pero que no se debe menospreciar. Tras su paso por el poder, los pocos éxitos de su gestión dieron a la fuerza política isalamista unos malos resultados en noviembre de 2014, pues perdieron 20 escaños (Sobre este tema: Berenguer Hernández, “Las elecciones en Túnez”, IEEE.ES, 14/2014). Los magros resultados que hasta la fecha están obteniendo también los últimos gobiernos presididos por “laicos” pueden, sin embargo, reactivar ese proceso de islamización política.

El libro se adentra en innumerables temas de interés, que no se pueden abordar en un breve comentario. La profundidad de análisis, el conocimiento detallado del mundo islámico, de la política tunecina y de las lecturas incorrectas o “interesadas” que se hacen por el fundamentalismo islámico de los textos religiosos (con juicios muy críticos hacia «la demagogia teocrática»), están presentes en las sugerentes reflexiones que Saddik destila con su particular y profunda mirada crítica.

Entre esos temas aborda en distintos pasajes el tema de la mujer. Aspecto central y polémico en el mundo islámico. En Túnez la igualdad política, cultural y social de la mujer ha sido una conquista que se fue imponiendo a partir de que Burguiba proclamó el “Code du statut personnel (CSP). Sin embargo, a juicio de Seddik, la inquietud frente a estos temas que plantea la llegada del fundamentalismo al poder es “más profunda aún cuando se constata una verdadera histeria en torno no tanto al estatuto ‘intelectual’, social o cultura de la mujer (dimensiones que el autor entiende al menos hoy en día bastante asentadas), sino de su cuerpo, de su sexualidad y de su libre arbitrio ético, así como de su manera de concebir y vivir la honorabilidad en el espacio público”. Así concluye: “Una sociedad que no respeta la autonomía corporal de cada persona, está encaminada más tarde o más temprano hacia la perdición”. Valiente alegato y duro pronóstico.

Las reflexiones más profundas y probablemente más inquietantes están en las últimas páginas de este excelente libro-entrevista. La revolución árabe enterró una dictadura ciertamente corrupta (la de Ben Ali), “pero el retorno del fenómeno religioso en la política, hasta en aquellas cuestiones más banales de la vida cotidiana, dibuja una grave amenaza: aquella que podría instalar una más peligrosa dictadura en caso de fracaso o agotamiento de la dinámica revolucionaria”. Una dictadura, afirma el autor, “dirigida no por una persona perecedera y mortal, sino por la figura imperceptible de Dios (Alá), tal como se la imagina el candidato al poder”.   Conforme señala Seddik, “el islam es un bien común y su apropiación privada por una u otra facción lo reducirá a un objeto privado. Privado de lo divino que lo habrá así desertado”.

¿Y cuál es el papel de la juventud en este proceso revolucionario abierto?, ¿Cómo reaccionan los jóvenes occidentales frente a los cambios que se han producido en los países árabes? Los jóvenes –según Seddik- no sueñan más que en una cosa: “deshacerse de todo lo que –y de todos aquellos que- deciden por ellos”. La democracia parlamentaria y representativa está derivando -a juicio del filósofo- en una “sociedad del espectáculo”. El espectáculo es el barniz que recubre el mundo verdadero. Aquel donde la política no llega.

Respecto a la segunda pregunta, el entrevistado no se engaña: “los intercambios con los jóvenes del sur del Mediterráneo, de África y de los países desarrollados en general, no son todavía más que de admiración lejana”. El contacto máximo no atraviesa más allá de las redes sociales. No se ha producido, como se dio en otras épocas, una involucración personal física. Hay lejanía física e, inclusive, miedo a viajar a esos países del Magreb, si bien esta no es una constatación del autor, sino personal. Temor que desparece una vez que estás allí, donde la hospitalidad es la regla. Pero el daño que han producido determinados atentados terroristas (posteriores a la entrevista que comentamos) es incalculable; como “saqueo turístico” lo calificaba un reconocido interlocutor tunecino con el que conversé. El siete por ciento del PIB bloqueado «sine die».

¿Puede hablarse de una caída de influencia de Occidente sobre el Magreb? La pregunta es respondida en términos contundentes y muy lúcidos por Youssef Seddik: “No. Hay una mutación general planetaria, en la cual los valores de la política están transformándose hacia lo más digno, hacia lo más humano, hacia lo más justo. El coraje, el sacrificio, están siempre del lado de aquellos que sufren más. Y creo que una vez liberados, esos valores serán incorporados también por la juventud de Europa y Occidente, todavía bajo los efectos de la anestesia del confort y de la vida fácil que les ofrecen sus países desarrollados”.

Con estas bellas palabras de esperanza termina este interesante libro.

ORDEN POLÍTICO Y DECADENCIA DE LA POLÍTICA

Francis Fukuyama:

Volumen I: Los orígenes del orden político. Desde la Prehistoria hasta la Revolución francesa

Volumen II: Orden y decadencia de la política. Desde la Revolución industrial hasta la globalización de la democracia, Deusto 2016

No es fácil, ciertamente, reseñar en breves líneas esta ambiciosa e impresionante obra de Fukuyama. Revisita las tesis de Huntington recogidas en su obra ya clásica El orden político en las sociedades en cambio, publicada en el ya lejano 1968. Su objeto es el estudio de los orígenes históricos de las instituciones políticas y el proceso de decadencia política. Este último lo centra en la democracia liberal más importante del planeta: Estados Unidos. Pero eso es el final.

Antes se adentra en un análisis antropológico que marcará buena parte de la obra: la concepción tribal de la humanidad y su tendencia al patrocinio (luego clientelismo), solo detenida por las instituciones, cuando existen. Su pretensión es acabar con la amnesia histórica explicando de donde proceden las instituciones políticas básicas en nuestras sociedades y definiendo las tres categorías de instituciones: 1) Estado; 2) Principio de legalidad (en sentido amplio); y 3) Gobierno responsable. La unión de las tres nos da una democracia de calidad o un buen gobierno. Pero es rara la coincidencia.

La tesis de fondo es que hay países que han sabido construir un Estado de forma muy temprana, como China (con un sistema meritocrático envidiable que se anticipó 1.800 años al surgimiento de la primera función pública profesional, pero que sufrió procesos de retroceso), aunque nunca edificó un modelo basado en el principio de legalidad o en el gobierno responsable. Otros, en cambio, han construido más tardíamente el Estado, pero han sabido edificar un sistema basado en el principio de legalidad y, finalmente, en el gobierno responsable. El mejor ejemplo es Inglaterra o, más recientemente, el Reino Unido. Pero al final Fukuyama acaba seducido por Alemania y los países nórdicos. Y, en fin, están otros muchos países (la mayor parte) que no han sabido (o no hemos sabido) superar el clientelismo atroz (de componentes tribales) y no han creado realmente el Estado (o lo han hecho con bases muy endebles), campando a sus anchas el clientelismo y la administración patrimonial.

En el segundo volumen Fukuyama analiza ese proceso a través de cinco casos muy dispares entre sí: Prusia (Alemania), Grecia, Italia, Reino Unido y Estados Unidos, aunque con referencias también a Francia. El autor pone el acento en la creación de un sistema de servicio civil profesional como base para erradicar el clientelismo y la patrimonialización. Aspecto de indudable importancia. Luego analiza las experiencias de diferentes países del mundo, centrándose en las tres regiones (Asia, Latinoamérica y África). La región mejor parada en términos de Estado es la asiática, pero la democracia no cala si no de forma epidérmica. Latinoamérica padece el pesado legado institucional de los países mediterráneos (especialmente de España), pero cae en el error estadounidense, construye antes la democracia que el Estado. Ese equivocado (y elitista) proceso fuente de todos los males, sobre todo de la corrupción y el clientelismo.

El libro acaba con un estudio de caso: Estados Unidos. Muy crítico con el sistema actual. La aplicación de la decadencia política a un país que lo ha sido todo en el esquema de las instituciones democráticas. La culpa, un tanto exagerada a mi juicio, la tiene un sistema de checks and balances que se ha transformado, en palabras de Fukuyama, en una “vetocracia”. También echa su parte de responsabilidad a una política ideologizada y radicalizada. Aquí tiene más sentido.

Libro de enorme interés y no exento de tesis polémicas que, a través de sus más de mil quinientas páginas, abre un sinfín de debates y plantea sugerentes cuestiones. De lectura obligada para todas aquellas personas interesadas por la política, la Administración Pública y la democracia, que, en verdad, deberían ser la mayor parte de la ciudadanía, aunque eso no sea cierto. Quien le interese la cosa pública no debe dudar en leerlo.

NOTA: Una serie de tres reseñas-comentarios sobre algunos de los aspectos más importantes desde la perspectiva institucional de los dos volúmenes de esta obra pueden encontrarse en: https://rafaeljimenezasensio.com/

                       

 

INTEGRIDAD INSTITUCIONAL COMO PRESUPUESTO DE LA BUENA GOBERNANZA

(A propósito del libro de Manuel Villoria Mendieta y Agustín Izquierdo Sánchez, Ética Pública y Buen Gobierno. Regenerando la democracia y luchando contra la corrupción desde el servicio público. Tecnos/INAP, Madrid, 2016)

 

Rafael Jiménez Asensio

(Profesor de Organización Constitucional del Estado del Grado de Filosofía, Política y Economía de la UPF, UC3M y UAM. Catedrático de Universidad acr./Consultor Institucional: www.rafaeljimenezasensio.com)

Presentación

En el marco de esa idea-fuerza que Pierre Rosanvallon ha denominado como “democracia de confianza” (Le bon gouvernement, Seuil, París, 2015, pp. 305 y ss.), no cabe duda que la integridad de los gobernantes se convierte en una premisa indispensable para reforzar esa “institución invisible” que, como también señala ese autor, es la confianza de la ciudadanía en sus instituciones, aquejada –en buena parte de los países occidentales- de una erosión reciente.

En ese contexto, la multiplicación de códigos éticos o de conducta ha irrumpido con fuerza en el sector público de esas democracias avanzadas, aunque –como siempre sucede en nuestro país- esas nuevas tendencias tarden en llegar y mucho más en asentarse por estos lares. Todavía existe mucha impermeabilidad política y no poco desconocimiento sobre el papel que cumple la integridad en el efectivo desarrollo de la buena gobernanza.

Sin embargo, algo está cambiando, aparentemente de forma imperceptible. Un dato objetivo de ese cambio es la aparición en la bibliografía de algunos estudios que dan a la “ética pública” el protagonismo que merece. El INAP ya publicó hace unos meses el importante libro de Francisco Longo y Adriá Albareda titulado Administración Pública con valores (INAP, Madrid, 2015), cuyo subtítulo enmarca correctamente la “dimensión externa” de la ética pública (Instrumentos para una gobernanza ética).

El libro de Villoria e Izquierdo que da pie a estas reflexiones se suma a esa línea de aparición de estudios que tienen como objeto la “ética pública”, entre los que también cabe incluir el reciente y recomendable número monográfico de la Revista de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas sobre ese mismo tema, con interesantes trabajos de varios profesores y profesionales (el mismo Villoria, Garcia Gultián, Ausin Díez, Pérez Vera, Unanue y Bikandi, Campos Acuña), así como con una sugerente entrevista que se le hizo a la profesora Victoria Camps. Este número monográfico de la RVOP (IVAP-HAEE, núm. 9, julio-diciembre, 2105) puede consultarse en abierto (http://www.ivap.euskadi.eus/r61-vedrvop/es/contenidos/informacion/9revgp/es_def/index.shtml).

En esta línea de aparición de estudios sobre la ética pública cabe enmarcar el reciente y documentado trabajo conjunto de los profesores Izquierdo y Villoria sobre Ética Pública y Buen Gobierno, donde también el subtítulo nos sitúa en la pretensión final de los autores que, como se indicará, se proyecta especialmente en la parte final de su obra, aunque con precedentes en algunos trabajos previos de uno de estos autores: Regenerando la democracia y luchando contra la corrupción desde el servicio público.

Efectivamente, esa regeneración de la democracia y esa lucha contra la corrupción tienen mucho que ver con la integridad de los gobernantes o con la importancia de las personas (políticos, directivos y funcionarios) en el nuevo contexto político-institucional. Esta idea la ha expresado de forma precisa el propio Rosanvallon recientemente: “La exigencia de integridad de los gobernantes se inscribe siempre ciertamente en una tradición de rechazo de la corrupción como subversión moral e institucional inaceptable en un buen orden político”. Pero esa necesaria integridad adquiere una importancia creciente en un contexto como el actual que se manifiesta en el cambio “de una política de programas a una política de personas”. La persona o el gobernante (y, por tanto, sus conductas), se sitúan en el centro de la política, algo que el propio Daniel Innerarity ya advirtió hace algún tiempo.

El INAP, asimismo, publicará en breve plazo una nueva obra que, si bien sitúa el foco en la corrupción, tiene innumerables conexiones con lo expuesto en el libro que en estos momentos comentamos. En efecto, en la obra colectiva que aparecerá en las próximas semanas titulada La corrupción en España. Ámbitos, causas y remedios jurídicos (dirigida por los profesores Villoria y Gimeno, y coordinada por el profesor Tejedor), se analizan algunas cuestiones emparentadas con los temas que el libro de Ética Pública y Buen Gobierno trata. En esa misma línea también pretendemos incidir en nuestro caso a través de un capítulo (“El valor de las instituciones. Nuevos paradigmas de limitación y control del poder: La Buena Gobernanza”) de un libro (pendiente cuando eso se escribe de publicación) titulado Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones, en el que se tratan los nuevos paradigmas del control ciudadano del poder en el contexto de la “democracia de confianza”, como son especialmente la integridad y la transparencia.

Esta ola de trabajos que han aparecido o están a punto de aparecer denota, en todo caso, una preocupación académica y profesional creciente por una serie de materia estrechamente imbricadas entre sí, anunciando tal vez su traslación más temprano que tarde a la agenda política de los gobiernos locales, autonómicos o estatal. Esa incorporación a la agenda ya se está produciendo en algunos casos. Aun así, como decíamos, las resistencias e incomprensiones de los actores políticos españoles ante esta tendencia generalizada en las democracias avanzadas siguen siendo el sello de identidad de una política que vive en buena parte aislada o ahogada en sus problemas endogámicos y apenas tiene una mirada externa e inteligente que le haga captar por dónde camina el mundo exterior. Una vez más “el desnivel” que ofrece España frente a las democracias occidentales (tal como indicaba Julián Marías) debería ser objeto de preocupación colectiva.

Cabe aplaudir, por consiguiente, el esfuerzo editorial del INAP al proceder a avalar la publicación de esta reciente obra, lo que demuestra una especial sensibilidad sobre un problema que –como se viene insistiendo- está costando mucho que entre plenamente en la agenda política, al menos de forma generalizada. Lo cierto es que sobre estos ámbitos del “buen gobierno” y de la “ética pública” existe una amplia y extendida confusión conceptual, así como una innegable carga de escepticismo e incluso de cinismo político, que se ha trasladado a nuestro sistema normativo-institucional y que ha tenido importantes consecuencias en la desactivación o fracaso de las primeras experiencias sobre la regulación de esta materia, produciendo algunos efectos de desaliento o de mala concepción del problema. La ética pública ha sido por muchos enterrada antes de nacer. Tal vez el débil y fragmentario marco conceptual existente y la propia incomprensión de la política de sus finalidades y efectos han ayudado a esa (al menos hasta ahora) precaria implantación.

El recurso constante y permanente a la Ley como medida y parámetro de las buenas o malas conductas es, sin duda, un tributo de un país como el nuestro de tradición continental europea frente a los modelos anglosajones, en los que el campo de la autorregulación dispone de mayores espacios de recorrido. Pero incluso en países como Francia, patria del “legicentrismo”, ya se ha iniciado un proceso de evolución irreversible hacia la complementación de las reglas legales por códigos deontológicos en la administración pública, de la que los Informes “Jospin” (2012) y “Nadal” son testimonio evidente, así como la aprobación de algunos códigos de deontología en determinadas instituciones y actividades públicas.

Esa omnipresencia de la Ley ya fue advertida con claridad por Victoria Camps en la entrevista citada anteriormente. En efecto, cabe partir de la premisa de que hay determinadas formas de comportamiento o de corrupción que no son resueltas por la legislación (los vacíos o anomias normativas son muchas veces más que evidentes; especialmente intensos en el ámbito de la regulación de los gobiernos locales). En esos casos esas anomias deben ser resueltas por la ética, porque en caso contrario densificaríamos en exceso la regulación legal. Aunque ese desplazamiento de las normas jurídicas a los códigos a la hora de “autorregular” conductas tiene unas exigencias para su correcto funcionamiento. Así, Victoria Camps afirma: “Yo creo que nos hemos dado cuenta de que el problema no se resuelve solamente con códigos. Lo realmente importante es que los códigos se cumplan, y que se cumplan sin la coacción ni la pena, la multa o la cárcel, que supone el incumplimiento de la ley” (“Entrevista”, Revista Vasca de Gestión de Persona y Organizaciones Públicas, número 9, 2015, pp. 99 y ss.). Volveremos sobre esta idea central.

En estas reflexiones, construidas bajo el paraguas de las importantes cuestiones tratadas en la obra de Villoria e Izquierdo, se pretende no solo comentar el citado trabajo, sino también aprovechar la oportunidad para divulgar y recrear, en algún caso, el marco conceptual que late detrás de ese estudio, así como con la finalidad de abrir un debate sobre algunos de los puntos que se plantean en la obra. Vaya por delante que comparto en su práctica totalidad el planteamiento y desenlace que realizan los autores de tan trascendental objeto. Su conocimiento de la materia, acreditado por años de estudio e innumerables publicaciones al respecto, es innegable. Buena parte de mis conocimientos en esta materia son tributarios de la obra de tales autores. Mis diferencias (alguna de ellas expondré a continuación) son solo de matiz y pretenden exclusivamente enriquecer un objeto necesitado entre nosotros de una difusión y clarificación con el fin de eludir o evitar definitivamente algunas concepciones que subyacen sobre los temas de ética pública en determinados ámbitos de la política, del mundo del Derecho o de las estructuras gubernamentales y funcionariales. Objetivos a los que contribuye con creces la obra citada.

La Ética Pública como Ética Institucional

El libro arranca con un extenso capítulo dedicado a las “Bases teóricas y justificativas de la Ética” que analiza planteamientos teóricos clave de esa filosofía práctica que es la Ética. De tal enfoque nos interesa ahora situar el punto de atención sobre un problema específico: la ética pública como “ética profesional”, aunque desplegada sobre diferentes niveles o ámbitos (tales como por ejemplo la ética política y la ética de la administración). Con carácter previo se debe realizar una reflexión: la ética, en efecto, se corresponde con una determinada actuación personal basada en estándares morales individuales, pero en el ámbito de lo público las dimensiones de esa concepción de ética individualizada se enriquecen y matizan hasta límites insospechados.

Sin perjuicio de que los postulados éticos informen en mayor o menor medida las Leyes, sí que se puede afirmar que el Derecho o la Ley tiene un alto contenido regulador o coactivo (de normas imperativas), mientras que la Ética (simplificando muchos las cosas) se refiere más a convicciones internas o de la propia persona: el tribunal de esos actos es, en efecto, la propia persona, de acuerdo con sus convicciones o postulados morales. Esta es una idea muy arraigada, pero en verdad la ética –como se viene subrayando- adquiere una fuerza cualitativamente superior en el ámbito de las instituciones públicas y de la propia Administración pública.

En efecto, en el campo de la Ética Institucional de carácter público el locus en el que desarrollan su actividad los actores públicos cualifica completamente el ejercicio de las funciones y las propias conductas de las personas. La pertenencia de un servidor público (representante, gobernante, directivo o funcionario) a una determinada institución le obliga no solo a cumplir con las normas del propio ordenamiento jurídico, sino también a adecuar sus conductas o comportamientos a un conjunto de valores y principios que son de necesario cumplimiento dada la posición que ocupa esa persona en la estructura institucional (algo que podríamos hacer extensivo, incluso, a contratistas y concesionarios de servicios públicos). Las malas conductas de tales actores públicos no solo son censurables “personalmente” (esto es, no solo afectan a “su reputación personal o privada”, que al fin y a la postre puede ser solo un asunto privado o del partido en el que una persona está encuadrado), sino que además “manchan” o “perturban” la imagen de las propias instituciones, erosionando la confianza de la ciudadanía en ellas. Este es el punto nuclear de una Ética que se enmarca en una dimensión exquisitamente institucional.

En consecuencia, si bien es cierto que –como dicen los autores- “en el ámbito moral la fuente de la obligación es el propio individuo el que se obliga o prohíbe a hacer determinadas acciones”, ese presupuesto conceptual (siendo cierto también en el espacio institucional público) no lo es menos que se modula frontalmente en las estructuras gubernamentales o administrativas, pues las consecuencias de las acciones de los sujetos que intervienen o actúan en ellas trascienden a la propia persona. Sin duda, siguen vigentes las premisas de la ética en cuanto que el propio sujeto es “espectador imparcial” de sus actos, de los que debe sentirse orgulloso, razonablemente satisfecho o “experimentar sentimientos de vergüenza”, pero los efectos de tales conductas transcienden del plano personal y se sitúan en el terreno institucional, así como repercuten de forma directa en el plano de la mayor o menor confianza de los ciudadanos en las instituciones.

Lo que interesa especialmente en el ámbito de la Ética Pública no es tanto la dimensión subjetiva del problema (aunque sea presupuesto, sin duda, de todo lo ulterior), sino los efectos o consecuencias que esas conductas pueden tener sobre la credibilidad, imagen o legitimación de la institución a ojos de la ciudadanía. Por eso la Ética Pública o las Políticas de Integridad deberían tener una construcción preventiva y positiva, pues se trata de evitar los letales efectos que produce la entrada en acción del derecho sancionador o, peor aún, la irrupción del derecho penal. Cuando esto se produce, ya no hay solución: el mal ya está hecho y el daño institucional puede ser irreparable. Además, de todos es conocido que los resultados de la lucha penal contra la corrupción tienen límites funcionales, temporales y de rendimiento que tienen mucho que ver con el sistema procesal y la administración de justicia, pero también con la propia tipificación penal. Como ha expresado correctamente el profesor Yves Mény, existe una falta de concordancia o una falla evidente entre “la majestuosidad de la regla y la mediocridad en su aplicación” (Informe Nadal, Renouer la confiance publique, París, 2015, p. 126).

La Ética Pública se caracteriza por los autores como una ética aplicada o, más exactamente, como una “ética profesional”. Y como tal ética de las profesiones es natural que se traslade a un campo más empírico, como es la determinación de valores, principios y normas de conducta en documentos que se denominan códigos. Como exponen Villoria e Izquierdo, “la ética aplicada en el campo de las profesiones se concreta a veces en la elaboración de códigos de conducta, conjunto de reglas o pautas que regulan la conducta de los miembros de una determinada profesión, evidenciando la corrección o incorrección de ciertas prácticas de esa profesión” (Ética Pública y Buen Gobierno, cit. pp. 19-20). Pero según advierten esos mismos autores, “la ética gubernamental está dirigida a diversos grupos de profesiones”, que va desde cargos electos o gubernamentales hasta los propios funcionarios.

Esta caracterización de la Ética Pública (gubernamental o administrativa, por solo poner dos ejemplos) como Ética profesional puede ser adecuada en algunos casos, pero su encuadre conceptual nos limita el campo de visión, pues nos conduce a una ética “de cargos u oficios” (sean estos representativos, ejecutivos, asesores, directivos, funcionarios público o empleados) y en no pocas ocasiones de “sectores” de actividad (docentes, personal médico y sanitario, policías, jueces, etc.). Para disponer de una visión más completa del problema puede ser más oportuno referirse a “Ética Institucional” o a la noción de “Integridad Institucional”, obviamente en el ámbito de lo público. Esa dimensión institucional nos puede proveer de un marco general a partir del cual se pueda construir una “Política de Integridad” con elementos sin duda normativos (en su dimensión jurídica o coactiva), pero también de herramientas preventivas que anticipen marcos de riesgo y generen cultura encuadrada en una infraestructura ética institucional.

La ética institucional pública está, por tanto, volcada sobre una dimensión de deontología o un cuadro de deberes que se enmarcan en principios y valores. Lo determinante en este caso es la dimensión objetiva del problema, pues el bien a salvaguardar es algo tan preciado como la confianza de la ciudadanía en sus instituciones, un intangible necesario para el correcto funcionamiento del Estado democrático.

Ética y Política

Las complejas relaciones entre Ética y Política también forma parte de la reflexión de estos autores. En el conjunto de la obra, sin embargo, esta tensa coexistencia entre política y ética ocupa un espacio limitado. En todo caso, el pensador ilustrado Holbach, en un espléndido libro (Etocracia. El gobierno fundado en la moral, editorial Laetoli), ya nos advertía de la disociación fatal existente tan a menudo entre política y moral, así como de sus letales efectos. Diagnóstico que asentaba en un certero diagnóstico: “Para gobernar sabiamente un Estado corrompido y expulsar el desorden y el vicio son necesarios esfuerzos largos y continuos: hacen falta luces, una firmeza y unas virtudes que raramente se encuentran en los príncipes”. Tras un recorrido doctrinal interesante, los autores se detienen en Weber y en la necesaria complementariedad de la ética de la convicción y de la responsabilidad cuando de ejercer la actividad política se trata.

A nuestros efectos, el punto de interés se sitúa en que la política tiene como objetivo hacer posible lo ideal, en esa tenaz resistencia –como también recordaba Weber- entre pasión y mesura en que consiste esa actividad, pues como bien decía ese autor “es completamente cierto, y así lo prueba la historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez”. Realmente, tal como recuerdan Izquierdo y Villoria siguiendo al propio Weber, “un político con vocación tiene que ser capaz de no quebrarse cuando vea claramente que no puede alcanzar el ideal y tiene que aceptar realistamente el mal menor”, y   por tanto debe –tal como concluyen- “saber actuar con responsabilidad cuando las circunstancias claramente nos indican que las convicciones llevarán a la comunidad al desastre, (pues ello) es uno de los requisitos del político” (p. 144).

El problema de las relaciones entre política y ética en nuestros días lo sitúan correctamente los autores en la imperiosa necesidad de control con la finalidad de evitar la corrupción. La línea de razonamiento es correcta: es, en efecto, en el ejercicio de los cargos públicos dónde se plantea una tensión evidente entre el bien común y el interés privado. En ese ámbito hay zonas de riesgo evidentes, pues –tal como reconocía El Federalista los hombres distan mucho de ser ángeles, pues en no pocas ocasiones las personas se aproximan más a la noción de “bribones” que acuñara Hume. Por tanto, “el conflicto entre el interés organizativo y el privado es mucho más peligroso en el ámbito público que en cualquier otra actividad de carácter privado”.

La Ética de la Administración Pública y de las instituciones, entidades u organizaciones públicas.

Y con el objetivo de hacer frente a esos riesgos evidentes se trata de regular y prevenir. Las leyes regulan y establecen un sistema de infracciones y sanciones. Pero, es evidente que “las leyes son necesarias para atajar toda clase de conducta desviada, pero a veces no es suficiente” (p. 145). Se hace necesario, por tanto, arbitrar un conjunto de medidas que vayan encaminadas a prevenir y completar las lagunas legales y reforzar las conductas adecuadas de los responsables públicos. Entran así en juego medidas de difusión, formación, prevención, así como la determinación a través de mecanismos de autorregulación de los principios, valores y normas de conducta, todo ello insertado en un marco o sistema de integridad institucional, al que los autores prestan la atención debida en un importante capítulo de su obra.

Efectivamente, el capítulo tercero tiene por objeto central la Ética de la Administración, cuyos presupuestos podrían hacerse extensivos a otras instituciones, entidades u organizaciones públicas. Es una parte sustancial del libro y, sin duda, la que más virtualidad práctica puede tener, pues arranca de la concepción de la Ética de la Administración como Ética aplicada. Cabe, por tanto, insertar esa dimensión ética en esa Política de Integridad Institucional antes enunciada. Los autores prestan la debida atención a la idea-fuerza de Integridad, aunque reiteran esa dimensión más subjetiva matizada con la persistencia en caracterizar a esa ética como “profesional”. Sin duda puede haber algo de ética profesional en esa configuración de la Ética de la Administración Pública, pero solo cuando segmentamos los planos del problema y nos ocupamos de colectivos específicos (con sus códigos deontológicos provistos de principios, valores y normas de conducta de cada actividad política, profesional o sectorial). Si hablamos de la Administración en su conjunto, seguimos pensando que es más adecuado hacer uso del concepto Ética Institucional.

No obstante, los autores son plenamente conscientes de esa dimensión objetiva del problema enunciado, pues aportan algunos ejemplos que ponen claramente en entredicho la dimensión subjetiva o personal de las conductas y analizan perfectamente los impactos que esa conductas tienen sobre el conjunto del sistema institucional. Así afirman: “Lo mismo puede decirse de un político que está en política para enriquecerse y no para servir al bien común. Desprestigia la política y genera en los ciudadanos la creencia de que la política es algo negativo, sucio, despreciable” (p. 159). Los ejemplos próximos de esas nefastas consecuencias los tenemos por centenares y los efectos de esas pésimas conductas los estamos pagando a precio muy alto.

El reverdecer de la ética institucional en nuestros días representa también una cierta superación del modelo burocrático y asimismo la constatación de que el New Public Management no daba respuesta adecuada a muchos problemas, pues olvidaba completamente las virtudes y valores de quienes ejercían funciones directivas en el sector público. Así, a partir de la década de los noventa, como reconocen los autores, comienza a aparecer en la escena pública la exigencia de la ética en el ejercicio de las funciones públicas. A ello contribuyeron diferentes iniciativas de algunos países anglosajones (Estados Unidos, Canadá o Reino Unido), así como de la propia OCDE.

Esta última organización internacional hizo una apuesta importante por la construcción de una ética del servicio público, aspecto sobre el que después han incidido algunos autores que resaltan esa dimensión objetiva de la ética institucional-pública. Como recogen Villoria e Izquierdo, “la naturaleza de la propiedad tiene profundas implicaciones éticas” (tal como expresaron Gueras y Garofalo), o el propio Estado adquiere una “misión moral” que se plasma, según Lakoff, en “la ética del cuidado de la forma de gobierno”.

El hecho evidente es que, a partir de esos presupuestos, la Ética de la Administración adquiere unas dimensiones aplicativas evidentes. En primer lugar, según los autores, mediante la formulación de una serie de “principios” que los políticos y funcionarios deben respetar. Pero realmente tales principios (por ejemplo, “promover y respetar la democracia” o la “defensa de los derechos humanos”) son en verdad principios o presupuestos constitucionales del Estado social y democrático de Derecho; forman parte integrante de la arquitectura básica de un Estado Constitucional. Y no creemos que quepa reiterarlos en ningún tipo de documentos que no tenga valor normativo (menos aún en los Códigos Éticos o de Conducta): son verdades evidentes de los propios sistemas constitucionales democráticos, aunque en algunos casos haya personas o grupos políticos que parezcan ignorarlos o que actúen desconociéndolos.

Otra cosa son los valores. Siguiendo la definición de Grotner, los autores definen los valores como “concepciones de lo deseable que influencian la selección de fines y medios para la acción”. La identificación de los valores, como presupuestos nucleares de la Ética Institucional, es sin duda una de las tareas más importantes en el plano conceptual y operativo. Pues tales valores, como bien indican Villoria e Izquierdo, se configuran como auténticos “polos de integridad” que normalmente se proyectan como pieza basilar de los distintos Códigos de Conducta o Códigos Éticos (ponen varios ejemplos al respecto).

A diferencia de los valores, las normas de conducta (que deberían derivar directamente de esos valores o de esos polos de integridad) son reglas. Y es ahí donde se advierte la importancia de su enunciado, pues no es nada nuevo descubrir que “el diablo está en los detalles”. La determinación de las normas de conducta es algo difícil de concretar, pero necesario. Sin perjuicio de que la configuración de los Códigos de Conducta como “instrumentos vivos” (también en palabras de Villoria), permitan su adaptación permanente a las circunstancias siempre cambiantes y a los mayores estándares de exigencia que en cada momento la sociedad demanda.

Los Marcos de Integridad Institucional: elementos.

La buena administración pública, como recuerdan los autores, genera confianza pública. Para alcanzar esa meta no cabe otra medida que impulsar una política de prevención, pero asimismo completar esta con un control exigente de las organizaciones públicas. La transparencia bien entendida y aplicada coadyuva, sin duda, a ese control democrático y facilita del mismo modo la rendición de cuentas. Pero en sociedades tan complejas las presiones, los conflictos de interés o simplemente las apariencias de conflicto (que también destruyen o socavan la confianza) están a la orden del día.

Para hacer frente a esos problemas no bastan las leyes, como decíamos. Pero tampoco bastan los Códigos de Conducta, pues su mera aprobación no cambia en nada el statu quo existente. El cambio real y efectivo, como promovió en su día la OCDE y los autores explican de forma exhaustiva, solo se puede realizar a través de la configuración de Sistemas o Marcos de Integridad Institucional. Y este es, sin duda, uno de los puntos clave de la obra que comentamos. Al menos una de las cuestiones peor comprendidas en nuestro panorama público y donde la confusión abunda por doquier. Merece la pena detenerse en su examen.

En este análisis del problema (“Marcos de Integridad Institucional”) no solo expondremos las tesis de los autores sino que asimismo aportaremos algunas ideas complementarias e intentaremos explicar en pocas líneas un concepto complejo, identificando lo que se pueden considerar como elementos básicos o piezas centrales de tal marco, aunque simplificando el modelo propuesto por la OCDE y que es detallado de forma precisa en el libro comentado.

Los Marcos de Integridad organizacional (Integrity Framework) son, en efecto, una construcción conceptual de la OCDE. Su planteamiento inicial es que esos marcos se proyectan sobre una organización y no sobre el conjunto del sector público. Su finalidad es evitar riesgos de malas prácticas y de corrupción, por un lado; pero, por otro, pretenden también fortalecer el clima ético de tales estructuras organizativas procurando paliar así que incluso personas decentes puedan contaminarse por los desincentivos o estímulos perversos que se le puedan plantear, presentar u ofrecer tanto interna como externamente. De tal modo que un “Marco de Integridad Institucional” debe establecer –tal como han reconocido Manuel Villoria y Agustín Izquierdo- normas, procesos y órganos dentro de cada organización pública que prevengan las conductas inmorales (p. 202).

En efecto, como bien reconocen esos autores “entre los elementos esenciales de un Marco de Integridad se encuentran, como instrumentos clave, los Códigos Éticos, las evaluaciones de riesgo de integridad, la formación ética de los servidores públicos, el establecimiento de un sistema de consultas para problemas o dilemas éticos de los empleados (comités de ética), sistemas de denuncias de casos de corrupción, fraude, abusos o ineficiencias (con sistemas de protección a los denunciantes), sistemas de gestión de los conflictos de intereses e incompatibilidades, sistemas de detección e investigación de conductas antiproductivas o administración de encuestas de clima ético entre los empleados” (pp. 203-204).

Un Marco de Integridad Institucional también puede incorporar “normas jurídicas”. En ese caso, el “marco normativo de integridad” se incorpora dentro de la Política de Integridad y del Modelo Institucional de esa política. Su característica principal es que se trata de normas jurídicas que tienen detrás (esto es, para garantizar su cumplimiento) todo el sistema institucional y el aparato coercitivo del Estado constitucional democrático. De ese marco jurídico no nos ocupamos aquí si bien es pieza central de un Sistema global de Integridad Institucional, pues se ha de poner de relieve que ese marco normativo es el que regula, por ejemplo, un sistema de incompatibilidades, define los conflictos de interés (o al menos algunos conflictos de interés “ex ante”, durante y “ex post” el ejercicio de las funciones públicas), establece obligaciones de declarar actividades y bienes, así como estipula un régimen sancionador (e, inclusive, tipos penales) que pretende hacer frente a los incumplimientos de tales obligaciones normativas. Esta es la dimensión más tratada de la integridad por nuestras leyes (aunque con escaso acierto) y cuya aplicabilidad o efectividad plantea, en principio, lagunas evidentes. Pero, a pesar de su innegable importancia, no puede ser objeto de estas líneas, pues no se trata apenas en el libro que comentamos.

En estos momentos nos interesa especialmente la noción de “marco ético de integridad” o, si se prefiere, de las “infraestructuras éticas” que una determinada organización pública debe dotarse para fomentar una cultura ética en sus respectivas instituciones y prevenir la corrupción.

Y siguiendo el esquema de la OCDE, aunque simplificando sus postulados, cabe resumir que un “Marco de Integridad Institucional” que pretenda articular una “infraestructura ética” debería incorporar, al menos, los siguientes elementos:

  1. Un Código Ético o de Conducta, también denominado en ocasiones como Código Ético y de Buen Gobierno (aunque son aspectos diferentes o, al menos, deberían serlo), en el que se recojan, entre otras cosas, los Valores que deben orientar la organización y la actuación de los servidores públicos, así como unas Normas de conducta que deben guiar asimismo el comportamiento de tales empleados públicos. A pesar de su carácter “positivo” (y no “represivo), pues trata de construir cultura ética de las organizaciones, todo ello no es óbice para que los Códigos también prevean como última ratio sistemas de reprobación de conducta y algunas medidas traumáticas. Como bien ha expuesto Victoria Camps, los códigos deben partir de una base de realismo: las personas no siempre se conducen voluntariamente por el bien, los incentivos para apartarse del cumplimiento de los deberes y obligaciones son constantes, mantener actitudes éticas irreprochables y continuadas exige tensión interna y vigilancia externa.
  2. Los Códigos por si solos no incorporan otra cosa que “letra” y pueden convertirse fácilmente en Códigos declarativos. Donde se aprueban Códigos de Conducta sin insertarlos en Marcos de Integridad Institucional, tales Códigos derivan fácilmente en apuestas formales o aparentes. Y como bien expuso Adela Cortina (Para qué sirve realmente la ética, Paidós, 2013, p.43), la ética no es cosmética. Es por ello muy importante que, dada su finalidad preventiva y la necesidad objetiva de que se “internalicen” o “interioricen” (como también expuso Victoria Camps en su conocida obra El Gobierno de las emociones, Herder, 2012), incorporen Mecanismos de Difusión, Prevención y Desarrollo de la Cultura Ética en las organizaciones a través de Programas o planes anuales que comporten la realización de una batería de acciones dirigida a que los Códigos sean “asumidos” y que se proyecten, en mayor o menor medida, pero siempre en un proceso gradual de avance, en mejores “hábitos” y en “conductas éticas reforzadas”. El objetivo último es un proceso de mejora continua que pretende, paso a paso, cambiar la cultura organizacional y, por tanto, impregnar el funcionamiento ordinario de la institución de prácticas y comportamientos éticos. Por eso, los Programas de Desarrollo Éticos o de Integridad deberían formar parte sustantiva de la Política de Recursos Humanos de las organizaciones, una cuestión que hasta ahora es por lo común ajena a la política de gestión de personas de nuestras instituciones. No hay otro modo de actuar seriamente que este. Además, deben ser políticas marcadas por la continuidad y la tenacidad (sostenibilidad) en su desarrollo.
  3. Junto a todo lo anterior, un Marco de Integridad Institucional que promueva la infraestructura ética debe disponer, asimismo, de procedimientos, canales, circuitos, para garantizar la efectividad del Código Ético o de Conducta. Este aspecto puramente formal o procedimental es muy importante. Se trata de configurar cauces para que aquellos actores institucionales (representantes, gobernantes, directivos o empleados públicos) puedan formular los dilemas éticos que se les puedan suscitar en el desarrollo de sus funciones públicas en las respectivas organizaciones en las que presten su actividad (garantizando, cuando ello sea necesario, la confidencialidad). Asimismo, se trata de prever canales a través de los cuales se puedan plantear quejas o denuncias, con la instauración incluso de “sistemas de alerta temprana” que puedan identificar con cierta rapidez y con carácter preventivo cuando existen situaciones de riesgo en tales organizaciones.
  4. El Código debe garantizar asimismo su efectividad por medio de la articulación de un Sistema de Garantía, que habitualmente es una Comisión de Ética (órgano colegiado) o un Comisionado de Ética (órgano unipersonal), encargado, entre otras cosas, de resolver los dilemas éticos, orientar en caso de consultas, dirimir conflictos éticos y resolver las quejas o reclamaciones que se puedan suscitar. La cuestión clave es quién o quiénes componen esos órganos; y sobre todo si tales órganos deben estar compuestos exclusivamente por personas de la propia organización o cabe incorporar externos (expertos) que aporten una mirada de fuera y ayuden a promover esa cultura ética desde una posición endógena y no autocomplaciente. En el ámbito anglosajón, donde la cultura ética está arraigada, suelen ser personas de la propia organización, obviamente que dispongan de un recorrido moral intachable o tienen su reputación personal y profesional intacta. En los países que no tienen tradición de cultura ética en el sector público cabe recomendar que se incluyan algunos externos que ayuden en el proceso de implantación y desarrollo de esa cultura ética.
  5. Y, por último, el Marco de Integridad se debe cerrar con un Sistema de Seguimiento y Evaluación de la aplicabilidad del Código y del funcionamiento del Marco en su conjunto. Lo habitual en el mundo anglosajón es que los Códigos se configuren como “instrumentos vivos”, que se van actualizando a través de modificaciones o adaptaciones permanentes al nuevo contexto y a las exigencias o estándares del momento, pero también por medio de Guías Aplicativas que son las que, a partir de las resoluciones e informes de las Comisiones de Ética, van definiendo a través de protocolos sistemáticos la interpretación y alcance de los distintos valores y normas de conducta. Además de este sistema de seguimiento de la aplicación del Código, es determinante la Evaluación del Código y del propio Sistema, ya sea mediante Memorias anuales o, de forma complementaria, a través de una Evaluación externa que mida a través de indicadores cómo evoluciona la infraestructura y el clima ético en cada organización pública.

En fin, muchas de estas cuestiones se abordan en el libro citado, aunque bien es cierto que con otra sistemática y con un enfoque más doctrinal y menos operativo. Algunas otras son incorporaciones nuestras a ese modelo de integridad institucional fruto de la experiencia contrastada de haber participado en procesos de construcción de tales sistemas de integridad en diferentes niveles de gobierno tanto estatales (en otros países) como autonómicos, forales o locales de la realidad institucional española.

Los Códigos Éticos y de Conducta como parte sustantiva de los Marcos de Integridad Institucional: algunas cuestiones.

En verdad, los Códigos y los respetivos Marcos de Integridad Institucional se integran –como bien señalan los autores- en una Política de Integridad Institucional como elementos sustantivos (no exclusivos) y forman parte importante –como luego se dirá- de la Buena Gobernanza. Hay, asimismo, varios aspectos interrelacionados con esta materia en los que conviene detenerse: el carácter autorregulador de los Códigos, su naturaleza “orientadora” o “sancionadora”, la existencia de uno o varios Códigos en las Administraciones Públicas (esto es, en función de diferentes segmentos o niveles: políticos, directivos, asesores y funcionarios); así como la idea-fuerza del “liderazgo ético”. Veamos sucintamente estos puntos.

Los Códigos Éticos o de Conducta, a diferencia de los marcos establecidos en la legislación, tienen un carácter “autorregulador”. No son, por tanto, normas jurídicas, ni deben ser aprobados a través de las disposiciones normativas típicas del sistema de fuentes del Derecho (leyes o reglamentos). Todo lo más son simples acuerdos, que se pueden reformar y adecuar con relativa facilidad. Muchos de ellos prevén incluso sistemas de adhesión individualizada, aunque si los Códigos despliegan deberes institucionales o normas propias de una dimensión de deontología la adhesión debería ser obligatoria para todos aquellos que presten una determinada actividad pública. Esta es una confusión muy corriente en la que ha incurrido a veces incluso el propio Consejo de Estado.

Lo normal es que los Códigos sean herramientas de “orientación” (la ética como faro), aunque como bien señalan los autores hay un debate abierto sobre “el valor normativo y disciplinario del Código frente a su valor meramente orientador” (p. 212). Si bien este debate existe, no es menos cierto que se debe relativizar su existencia, al menos en nuestro caso, a riesgo si no de impedir la emergencia de tales códigos dado el papel expansivo y monopolizador de la legislación en estas materias. Su valor debe ser preferentemente orientativo y preventivo, de ayuda a la mejora constante del clima ético en las organizaciones públicas. Y, en determinados supuestos, deben anudarse a los incumplimientos graves o reiterados consecuencias traumáticas que deberá valorar siempre un órgano independiente con capacidad de propuesta, activando en unos casos el cese y en otros la incoación del régimen disciplinario que proceda. Pero esa es la última ratio. Las políticas de integridad deben construirse en clave positiva y siempre con carácter preventivo. Villoria e Izquierdo encuadran perfectamente esos marcos de integridad institucional y los elementos en los que estos se despliegan dentro de una dimensión aplicativa práctica y, asimismo, “como parte esencial de cualquier estrategia anticorrupción”.

Otra cuestión importante es si debe existir uno o varios códigos de conducta en cada institución en función de los niveles de responsabilidad o de los respectivos ámbitos sectoriales. Sobre este punto los autores se limitan a reconocer que existen soluciones de diferentes tipos. Hay, en efecto, modelos de códigos únicos, de códigos diferenciados o incluso de “códigos en cadena” (un código marco y códigos de desarrollo). Como señalan los autores, “parece extenderse la idea de que un código colectivo es perfectamente compatible con códigos por agencia, como se hace en Australia y Nueva Zelanda” (p.211). Pero también existen soluciones segmentadas, como es el caso del Reino Unido, donde hay un código de ministros, otro de asesores y uno aplicable al Civil Service, junto con códigos de las Cámaras del Parlamento o de los gobiernos locales.

En cualquier caso, la segmentación de códigos abre un debate interesante. Entre nosotros, por ejemplo, los códigos hasta ahora existentes están fijando el punto de atención en la política y en los altos cargos. El empleo público aprobó con el Estatuto Básico del Empleado Público un denominado “código ético”, con principios éticos y de conducta (artículos 52 a 55), pero que no ha tenido desarrollo alguno (más bien ha pasado sin pena ni gloria). La cuestión se centra en si las buenas conductas y los polos de integridad solo se han de respetar en la alta administración o en las estructuras de gobierno, dejando de lado la propia función pública. Se objetará a este argumento que la función pública (empleo público) ya dispone de su régimen sancionador. Pero son dos cosas distintas, las conductas antiproductivas que existen por doquier en la función pública no son prácticamente nunca sancionadas, mientras que el desarrollo de un sistema de integridad en el empleo público podría mejorar bastante ese estado de cosas.

No obstante, la focalización de las políticas de integridad sobre la política y la alta administración pueden tener asimismo unos efectos beneficiosos, en la medida en que quienes gobiernan y dirigen las organizaciones públicas representan el espejo en el cual mira la ciudadanía a sus instituciones y pueden servir asimismo de ejemplo para el resto de personas que trabajan en tales instituciones. El “liderazgo ético” puede, sin duda, reforzar el clima ético de las organizaciones y ayudar a una mejor internalización de esos valores y normas de conducta por el resto de empleados públicos.

La corrupción: ¿cuáles son sus causas?

El libro comentado, de acuerdo con el subtítulo del mismo, se adentra asimismo en el análisis de la corrupción. Es, en efecto, este tema objeto de tratamiento por parte del Capítulo IV de la obra citada. Manuel Villoria ya se había ocupado de la corrupción en otras obras y en esta los autores llevan a cabo una síntesis de muchos de los postulados recogidos en otros lugares. A efectos de nuestro comentario, sin embargo, este Capítulo no deja de ser algo instrumental, por muy serias que sean no obstante sus consecuencias. Lo importante, en todo caso, radica en que el arraigo de la corrupción requiere –como dicen los autores- normalmente una colaboración privada (p. 242). En este trabajo se distingue entre corrupción política o corrupción administrativa, a la que califican “de menor”, se presume que por los estragos que causa, aunque la corrupción administrativa es una sintomatología muy fuerte de una Administración Pública anegada por ese fenómeno.

Un aspecto interesante de la reflexión radica en la diferenciación entre corrupción propiamente dicha y percepción de la corrupción, pues a juicio de los autores se trata de dos cosas distintas (p. 248). Asimismo, ponen de relieve que la menor corrupción es, sin duda, una manifestación de calidad gubernamental, como también existe una correspondencia entre mayor transparencia y menor corrupción, algo que con frecuencia se olvida: no puede haber una administración transparente cuando existe corrupción detectada. Algo falla en este esquema.

En fin, los autores se adentran también en el complejo análisis de las causas de la corrupción, aspecto sobre el que se podrían introducir nuevos elementos al esquema aportado, tales como por ejemplo el propio “legado institucional “ o la “cultura patológica” heredada por muchos países (sobre todo los del mediterráneo), con sus manifestaciones seculares de caciquismo revestidas a partir de determinados momentos históricos de clientelismo político. En efecto, Villoria e Izquierdo aciertan cuando afirman que “es preciso conocer diacrónicamente el sistema político y social del país en el que se inserta y ver en qué medida las diferentes variables sociales, económica y políticas afectan a la corrupción y cómo ésta influye en las estructuras sociales, en los sistemas de incentivos y en el comportamiento político”. También cabe compartir plenamente su juicio al considerar que “la falta de confianza en las instituciones favorece la corrupción, pero a su vez la falta corrupción favorece la falta de confianza en las instituciones” (p. 263). Qué fue antes en este círculo infernal es algo que no es fácil de advertir.

Elo estudio pasa revista luego a algunas causas potenciales de la corrupción que, por lo común, son bien obvias: el bajo desarrollo moral, la desigualdad y la desconfianza social, la corrupción de los partidos políticos o las tendencias clientelares de estos (de repartir prebendas entre sus allegados), así como una causa clásica como es la ausencia de una Administración pública (o de una dirección pública) profesionalizada. Pero, sin duda, donde se pueden detectar todos los males de la corrupción es en la ausencia o en el mal funcionamiento del sistema de controles del poder. La ausencia de corrupción requiere sociedades maduras en valores democráticos y éticos, pero asimismo un sistema de controles efectivo y rápido, que sea capaz de prevenir o reprimir de forma inmediata tales desmanes.

Las instituciones de control, como hemos detallado in extenso en otro lugar (Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones) no pueden estar “capturadas” por la política, pues en tal caso no serán más que mera coreografía. Este es un aspecto clave en una “democracia de responsabilidad y de confianza”, pues como señaló en su día Pierre Rosanvallon (La legitimidad democrática, Paidós, 2010), la imparcialidad de tales órganos o instituciones de control es un presupuesto existencial del funcionamiento de tales sistemas. Sin esa garantía el control desfallece por completo. Es cierto que los nuevos paradigmas de control de las instituciones públicas, asentadas en esa idea doble de “democracia de apropiación” y “de confianza” (que implica apoderar a la ciudadanía con nuevos resortes de control), pueden ser elementos nuevos que faciliten ese necesario control democrático de las instituciones, pero tales herramientas (transparencia publicidad activa, derecho de acceso a la información pública, transparencia colaborativa a través de instrumentos de escucha activa y de participación, apertura de datos, así como rendición de cuentas) están todavía lejos de haber mostrado sus auténticas fortalezas para sustituir o complementar a los mecanismos tradicionales de control de las instituciones.

El Buen Gobierno

El Buen Gobierno es, asimismo, objeto de análisis –en coherencia plena con el título de la obra- en este libro. Una expresión esta (la de “buen gobierno”) que hunda sus raíces en el tiempo y que, si bien utilizada profusamente en estos tiempos, forma parte consustancial del pensamiento clásico de los teóricos de la política. Valga como mero ejemplo una cita de esa obra monumental de la Ciencia Política y del Derecho Constitucional como es El Federalista, donde allí hay constantes referencias a esa idea en los diferentes documentos o “papeles” escritos por Hamilton, Madison y Jay. En uno de ellos expresamente se decía lo siguiente: “La verdadera prueba de un buen gobierno es su aptitud y tendencia a producir una buena administración” (LXVIII).

En este apartado de la obra, los autores asientan sus opiniones sobre bases muy firmes: la importancia que la calidad de las instituciones tiene para el desarrollo político y social de un país, la necesidad de una buena gobernanza y los elementos o bases que caracterizan a esta, así como la necesidad de disponer de Sistemas de Integridad nacionales. Con base en estos presupuestos conceptuales y en otras aportaciones escritas en obras anteriores, los autores se adentran en una suerte de diagnóstico de evaluación de las instituciones españolas en relación con la lucha contra la corrupción. Una análisis que, con base en otro realizado en 2012, tiene la ventaja de actualizar la información existente y el balance que el sistema institucional actual, tanto central como autonómico o local, merece a los autores de este trabajo.

Entre los múltiples males que aquejan al sistema político-institucional español se pueden resaltar –a juicio de los autores- como elementos importantes de ese análisis la debilidad del sistema de representación y el bajo funcionamiento del sistema de controles (checks and balances; pues nuestro sistema institucional siempre ha permanecido históricamente alejado de tales prácticas), la existencia de un spoils system “moderado” (en un juicio un tanto complaciente de la ocupación intensiva por la política de la alta administración), una cultura cívica caracterizada por la desconfianza y la baja implicación, así como un débil control de los conflictos de interés. Muchos de estos temas los hemos desarrollado de forma amplia en un trabajo que saldrá publicado en el libro antes citado y que lleva por título “España, ¿un país sin frenos?”. Allí me remito.

El capítulo dedicado al Buen Gobierno se cierra con un conjunto de interesantes reflexiones sobre ese concepto (que más bien habría que redefinir como “Buena Gobernanza), poniendo en valor lo que son algunos de sus elementos centrales: fomento de la transparencia; rendición de cuentas y efectividad. Pero del que debe formar parte como primer pilar del sistema una Política de Integridad Institucional. Todos esos elementos, que son desarrollados por los autores, conforman efectivamente pilares básicos de esa idea fuerza que es la Buena Gobernanza, cuyas dimensiones más evidentes a juicio de Villoria e Izquierdo son, por ejemplo, la integridad, la profesionalidad e imparcialidad, la efectividad, la transparencia, la rendición de cuentas y la participación, entre otros. En cualquier caso, cabría redefinir ese esquema de Buena Gobernanza con una dimensiones muy precisas, que se manifiestan en determinadas políticas: a) Política de Integridad Institucional; b) Política de Transparencia; c) Políticas de innovación organizativa, de efectividad y de profesionalidad (Gobernanza “intra-organizativa, en palabras del profesor Aguilar); d) Políticas de Gobierno relacional; e) y Políticas de rendición de cuentas.

En fin, la conclusión que provee la lectura de este importante trabajo nos conduce a una constatación obvia: el cumplimiento de la legalidad es, sin duda, presupuesto necesario en la existencia de un Estado Constitucional de Derecho de factura democrática, pero no es condición suficiente para el buen funcionamiento de sus instituciones. Se ha de dar un paso más allá, en la línea abierta por esa política de cumplimiento normativo que se asienta asimismo en la prevención de riesgos (política de compliance), ya arraigada en el mundo mercantil privado, así como –vía Código Penal- en las sociedades mercantiles públicas. Las Políticas de Integridad Institucional son un modesto baluarte de esa necesaria prevención.

El libro finaliza con un breve e interesante Epílogo donde se predica la necesidad de una sociedad madura (con “espíritu cívico”) para que arraigue el buen gobierno y se erradique la corrupción. Erradicar esa “sociedad del favor” o de “intercambios de baja calidad” es un presupuesto necesario para ello. No será tarea fácil. Son conductas muy arraigadas en la sociedad civil y cuya metástasis impregna las instituciones públicas y los comportamientos políticos y personales de sus actores. Hay que mejorar mientras tanto los controles institucionales y fiarlo todo a una correcta construcción de la buena gobernanza como “atmósfera institucional” que implique una mejora de nuestros estándares de convivencia y felicidad. No puede acabar mejor esta importante obra de Villoria e Izquierdo que debería ser lectura obligada de todos aquellos (políticos, directivos, funcionarios y ciudadanía en general) interesados por la cosa pública.

 

 

Marina Mazzucato, El Estado emprendedor. Mitos del sector público frente al privado, RBA Economía, Barcelona, 2014.

Todas aquellas personas preocupadas o dedicadas al sector público, más aún si sus inquietudes se sitúan no solo en el papel menguante del Estado sino además en el necesario impulso innovador, deberían leer este importante libro de la profesora de la Universidad de Sussex, Marina Mazzucato. Sin duda se trata de una obra sugerente sobre el papel del Estado en la economía. Un papel que, como señala, es menguante en esta época en la que vivimos, cuya reducción se pretende justificar en que los mercados son más dinámicos y competitivos.

El libro, sin embargo, rompe muchos de esos tópicos. Es, según dice la autora al final del mismo, «un llamamiento a cambiar nuestra manera de discutir sobre el Estado» (p.319). El trabajo está lleno de propuestas sugerentes, adopta un enfoque claramente económico, pero no exento de una fuerte dimensión institucional.

A lo largo de sus páginas, la profesora Mazzucato destroza el mito del Estado ineficiente, demostrando que en no pocos casos (en todos aquellos que tienen que ver con inversiones fuertes que han dado lugar a innovaciones transcendentales para el crecimiento económico) el Estado ha sido una fuerza innovadora y de cambio. A su juicio, el problema radica en que el Estado debe estar convenido de ese papel, pues en caso contrario será capturado por los intereses económicos en juego.

En el ámbito de la investigación y de la innovación el Estado no solo incentiva, sino también dinamiza, crea visión, misión y plan. Así, el resultado de un papel reductor del Estado es letal en todos los sentidos: «Cuanto más se minimice el papel del estado en la economía menos capaz será de atraer talento de alto nivel». En ese caso, su captura será fácil.

La autora pone de relieve una y otra vez el papel central del Estado en la historia de la industria informática y en Internet (el Capítulo dedicado a Apple es revelador), en la industria farmacéutico-biotecnológica, en la nanotecnología y, en fin, en el sector verde. El capital privado no dedica los suficientes recursos a tales apuestas de I+D y de innovación, pues se retrae pronto cuando no hay respuestas rápidas, mientras que la innovación, como pone de relieve el libro, está muy vinculada con el fracaso, se necesitan recíprocamente.

De forma muy sugerente, la autora combina las tesis de Keynes y de Schumpeter, defendiendo de forma clara y contundente que innovación e igualdad pueden ir de la mano. También nos alerta de que aquellos países que no invierten en I+D un porcentaje suficiente del PIB están condenados a la dependencia y que se transformen en sistemas parasitarios. Los países que más han sufrido la crisis de la deuda soberana (entre los que está de forma destacada España corren serios riesgos de caer en esas redes descritas.

La revolución de las tecnologías de la información y de las comunicaciones nació como resultado de las inversiones del Estado. Pero, tal como indica la autora, para «iniciar la revolución industrial verde y enfrentarse al cambio climático, necesitamos de nuevo a un estado activo, que asuma la elevada incertidumbre de las etapas iniciales que el sector privado tiene». Ese objetivo no lo puede cumplir la empresa privada ni el «capital riesgo», se requiere un «capital paciente», que solo el Estado lo puede proveer.

El libro acaba con tres conclusiones clave. A saber:

  • La primera: no basta con hablar del «Estado emprendedor», sino que debemos construirlo.
  • La segunda: si se le pide al Estado que se implique en el mundo de la incertidumbre, cuando lleguen las ganancias debería haber un beneficio para cubrir las pérdidas.
  • Y la tercera: El Estado, como actor institucional central, tiene el potencial de definir mejor las políticas enfocadas a otros actores del «ecosistema» de innovación.

En fin, una reseña incompleta, pues el libro está plagado de sugerentes propuestas y de un análisis del problema francamente certero. Su lectura atenta les abrirá nuevas fuentes de reflexión sobre aspectos tan importantes como la tecnología, la innovación y el crecimiento, el papel del Estado emprendedor, la necesaria revolución industrial verde y las energías eólica y solar, así como sobre la necesidad de romper ese círculo diabólico que consiste en socializar el riesgo y privatizar el riesgo.

 

 

Roberto Casati, Elogio del papel. Contra el colonialismo digital, Ariel, 2015

Puede resultar paradójico que recurra a un medio digital para reseñar esta importante contribución editorial del filósofo Roberto Casati que, según su título, aparentemente sugiere una andanada hacia los medios digitales. Sin embargo, esa primera apreciación se desvanece puesto que el excelente libro de Casati es, sobre todo, una aportación sutil e inteligente sobre las enormes limitaciones que el mundo digital presenta en algunos casos frente a las ediciones en papel y, en especial, para salvaguardar una lectura en profundidad que implique el desarrollo de las facultades cognitivas. Elogio del libro de papel, pero sobre todo de la “atención y profundidad” que exige la lectura. Algo que los medios digitales desvanecen por completo. Y que, en muchos casos, se está perdiendo a marchas forzadas. Los docentes lo sabemos. Recomendar la lectura de un libro de 200-300 páginas se aproxima ya, para algunos alumnos, a una suerte de tortura.

El autor, un excelente conocedor de los recursos digitales (cosa que acredita sobradamente en las páginas de esta obra), de sus posibilidades y limitaciones, hace desde el principio una declaración contundente: no es un “ludista” digital, solo denuncia un “colonialismo digital”, hasta cierto punto enfermizo, por parte de aquellos que pretenden desplazar el libro en papel y la lectura atenta. Su objeción central, no exclusiva, es salvaguardar el espacio institucional de la escuela de esa penetración digital que nadie ni nada parecen detener.

No se puede sintetizar en pocas líneas el caudal de sugerencias que presenta este libro. Pero, a riesgo de simplificar, centraré el punto de mira en tres cuestiones que atraviesan toda la obra: las ventajas del papel sobre los recursos digitales en la lectura (sobre todo de ensayo); la importancia de la lectura en la escuela; y la censura del voto electrónico.

La muerte del libro en papel por el libro electrónico ya no es un problema. Este último ha perdido la batalla frente al IPAD. Pero una lectura atenta, profunda y exigente está reñida con el IPAD. Estos instrumentos digitales nos ofrecen una variedad de recursos que transforman la atención, la fragmentan y abogan por una lectura de “picoteo”, muy superficial. No está en peligro la lectura, sino la lectura “atenta” o en profundidad. La ventaja cognitiva y social del libro en papel es, a juicio del autor (que comparto plenamente), incuestionable. La pobreza cognitiva de los recursos digitales es, cuando menos, obvia en muchos aspectos.

El peligro de la invasión de los recursos digitales en la escuela es para Casati uno de los problemas nucleares. Hay que preservar la escuela como espacio de lectura inteligente, atenta y profunda, que dote de recursos efectivos a los alumnos. La crítica al colonialismo digital en este caso es más directa, pues sus consecuencias pueden ser letales. Reniega claramente de la denominada “inteligencia digital”, como algo inexistente. Tal como indica el autor: “Acceder a la información no es leer, leer no es entender, y entender no es aprender”. Certero juicio.

Menos desarrollado, pero no por ello menos sugerente, es su frontal oposición al voto electrónico, que analiza en el Capítulo relativo al “argumento colonialista y el mito del rastro”. El carácter secreto del voto, la confidencialidad, la trazabilidad en el caso del voto electrónico (un mundo saturado de rastros digitales), la pérdida de confianza en el sistema o la duda razonable de su gestión, así como las innegables posibilidades de presión que ese sistema de voto electrónico comportan, conducen a una sentencia muy clara: “luchemos para que el voto electrónico y el voto por internet no se hagan jamás realidad”. Sorprenderá este contundente juicio, pero abre un espacio de reflexión inmenso.

Un libro que apuesta por el uso racional de los medios digitales. El mismo autor confiesa que los emplea cotidianamente para múltiples fines (por ejemplo, pero no solo, docentes: elaboración de materiales, pero que en el aula orilla su uso). La cuestión clave que gravita sobre toda la obra es cómo proteger la lectura en profundidad. Y para lograr este objetivo la escuela es un lugar que debe protegerse institucionalmente frente al colonialismo digital (cuyo papel ha de ser “formar ciudadanos tecnológicamente responsables” y convertirse en “espacio protegido” del zapping digital), se deben reciclar “las tecnologías, utilizándolas de manera diferente a la imaginada por su diseñadores y productores” y que todos nos convirtamos en “designers” y algo “hackers”, con la mirada puesta en que el verdadero cambio no es el desarrollo tecnológico (solo un medio), sino “el desarrollo moral e intelectual de los individuos”. Mejor no se puede terminar un libro.

 

Michael Ignatieff, Fuego y cenizas, Taurus, 2014

Aunque este libro tiene ya algunos meses y ha sido divulgado por diferentes medios (por ejemplo, en «Babelia» o en la Web de Enrique Sacanell, “La danza del cambio”), tal vez es oportuno hacer una breve reseña de su contenido ante los múltiples procesos electorales y el próximo desembarco en la política de algunos intelectuales y otros que pretenden serlo.

Una obra cuyo título sugiere ya parte de su contenido. El libro, en efecto, describe con un excelente tono discursivo la entrada colateral en política y la salida por la puerta de atrás de un profesor universitario de prestigio, como es sin duda su autor. Una entrada que se produce en uno de los partidos tradicionales de Canadá (una democracia avanzada). Y que nos muestra, sin embargo, cómo las miserias y la dureza de la política no son privativas de ningún rincón del globo.

Con toda seguridad un profesor como Ignatieff leyó en su día la obra de Robert Michels, «Los partidos políticos». Tal vez por eso sorprende que no sea más consciente de dónde entraba. Michels, por ejemplo, describió con particular intensidad hace más de un siglo las dificultades que siempre han tenido los intelectuales, más aún si son “outsiders”, para encajar en la lógica interna de un partido político. Otros muchos autores han puesto, asimismo, el dedo en la llaga de la dificultad intrínseca que tiene un «recién llegado» por mucho prestigio y poder que acumule al inicio para ser respetado por los políticos de siempre, esto es, los que han fundido su vida con la del partido.

El libro de Ignatieff está plagado de sugerentes observaciones sobre cómo funciona la política real. Por ejemplo, lo que supone dejar el anonimato para pasar a los focos mediáticos (con sus innegables miserias). El reconocimiento de que la política tiene mucho de espectáculo. O el acento que pone en el carácter local de la política, así como en el papel del lenguaje y de la comunicación en ese complejo oficio. Una actividad, como el autor califica, «brutal, excitante y arriesgada». Donde las enemistades surgen sin que apenas se haga nada por alimentarlas. Cainismo puro. Pero sobre todo resalta el duro papel de la oposición en política, donde no hay nada que repartir. Pues la esencia de la política es alcanzar el poder. Un juego de pierde o gana. Sin medias tintas.

Un libro de amena lectura, pero con un final un tanto ambivalente. Es revelador el capítulo penúltimo donde constata con amargura la solitaria realidad de la derrota en política. Sin embargo, no deja de ser algo frustrante el intento final del autor por «recuperar» una política de la que previamente ha dibujado un retrato tan poco edificante y no menos real. Tal vez ese loable empeño hubiera requerido más espacio y quizás un punto de mayor rigor conceptual.

Las soluciones con las que cierra el libro en torno a que la política es un noble combate, en el que se deben desarrollar ideas como el respeto y las virtudes que deben acompañar al gobernante (autocontrol, fortaleza interior y buen juicio), así como la afirmación de que la política no es una profesión, sino un arte carismático, son de notable interés. Pero tal vez no terminan de compensar el amargo sabor que deja el mensaje explícito de este libro: la política rara vez admite las entradas colaterales y menos aún por la cúspide. Al menos en los partidos convencionales. Esas aventuras o fichajes por lo común no terminan bien.

Veremos qué resultados da en nuestro caso el desembarco en masa de docentes o investigadores universitarios para dirigir la cosa pública. Pasar de los libros o del aula al arte de gobernar va un largo trecho. Ignatieff, con un excelente bagaje intelectual, lo intentó hacer. Y se dio de bruces con la dura realidad de la política. Cabe por tanto preguntarse: ¿Es la política actual una actividad para “amateurs”? Como bien dice el autor, en Política no hay margen de error alguno. Aprender del error es tener un pie fuera. O los dos.

 

Buyng-Chul Han, Psicopolítica, Herder, Barcelona, 2014, 127 páginas.

Quien se aproxime a las obras del filósofo alemán-coreano Byung Chul-Han tal vez se sorprenda por su aparente brevedad y por la estructura de aquellas. No se llamen a engaño. La carga de profundidad no tiene nada que ver con la extensión.

No son libros, en efecto, de fácil lectura; requieren leerlos y releerlos constantemente. Pero están plagados de miradas sugerentes y reflexiones sutiles. Además sus obras, al menos las publicadas en castellano (que son cinco, salvo error u omisión por mi parte) reiteran y profundizan temáticas y argumentos muy emparentados entre sí.

“Psicopolítica” es el último libro de este autor editado por Herder. Su cabal comprensión vendrá ayudada por la lectura de sus obras previas, especialmente por “La sociedad del cansancio”, “La sociedad de la transparencia” y “En el enjambre”. Estos dos últimos libros citados condensan en buena medida algunas de las tesis que en este último trabajo se mantienen.

La tesis de fondo no es otra que el nuevo tipo de dominación que sobre las personas impone la sociedad digitalizada, así como la auto-explotación como recurso generalizado frente a la sociedad disciplinaria o del “encierro” que previera Foucault. Esta idea ya estaba incubada en sus libros anteriores.

¿Qué aporta de valor añadido “Psicopolítica”? Varias cosas. La primera es poner el acento en “la dictadura de la transparencia”. Una vuelta de tuerca a la idea del “panóptico digital”. La multiplicación de la información que “circula sin contexto” en un imperio de la positividad. Así, a su juicio (idea importantísima) “el concepto de protección de datos se vuelve obsoleto”. Nos dirigimos –afirma- “a la época de la psicopolítica digital” a través del Big Data. Sus sentencias lapidarias lo dicen todo. Algunos ejemplos: “El Smartphone no es solo un aparato eficiente de vigilancia, sino también un confesionario móvil”; “Facebook es la iglesia, la sinagoga global (literalmente, la congregación) de lo digital”. Caminamos hacia el “registro total de la vida”.

El neoliberalismo ha encontrado una forma de ejercer un poder omnímodo que aparentemente no coacciona, seduce. Actúa silenciosamente: “En lugar de hacer a los hombres sumisos, intenta hacerlos dependientes”. Un poder “inteligente”. El neoliberalismo es el capitalismo del me gusta. Adiós a la coacción y a las prohibiciones disciplinarias. El primer explotador de la persona es uno mismo (léase, muy recomendable, “La sociedad del cansancio”).

De especial interés en este libro son los apuntes sobre el capitalismo de las emociones: la emoción representa un medio muy eficiente para el control piscopolítico del individuo. En síntesis, el management racional deja paso al management emocional. La motivación como fundamento energético del incremento de la productividad.

Y, en fin, el Big Data cierra el círculo. El imperio de los datos (“dataísmo”) es el reflejo de la “segunda Ilustración”, como fue la estadística para la primera. La transparencia es la palabra clave en este momento. Ese proceso conduce “al totalitarismo digital” a “la barbarie de los datos” (“cuando hay suficientes datos, la teoría sobra”). Los datos son, además, un gran negocio. La voluntad general se materializa a través de la información, sin comunicación alguna. La versión más totalitaria de Rousseau (que el autor denuncia en diferentes obras) retorna de nuevo. El Big Data es ciego ante los acontecimientos y ciego, asimismo, ante el futuro. Ya no hay espacios de quietud, soledad o silencio. En el infierno de lo igual, alcanza la comunicación su velocidad máxima (tal vez una idea extraída de Paul Virilio). Inquietante.

La conclusión del libro está en su primera frase: La libertad ha sido un episodio. “Episodio” significa “entreacto”. Una sentencia que, por el bien de todos, deberemos paliar o evitar de algún modo. Nada fácil, por otro lado. Miremos a nuestro entorno, propio o ajeno, para comprobarlo.

 

 

Antonio Díaz, Óscar Cortés: Gestión inteligente de las redes sociales en la Administración Pública, IVAP/HAEE, 2014.

El pasado miércoles 21 de enero de 2015 se presentó este libro en la sede de EUDEL en Bilbao. Ya había sido presentado en Madrid. Se trata, sin duda, de una importante contribución editorial sobre la Administración Pública. Sus autores, fieles a las redes sociales y expertos en el ámbito de la Administración Pública desde diferentes facetas, consiguen llevar a cabo un trabajo conjunto que apenas se resiente de ser escrito » a cuatro manos».

La era de la información, como bien señalan Cortés y Díaz ha terminado impactando con fuerza en las Administraciones Públicas y en su personal. El fuerte asentamiento de la Web 2.0 en el sector público está cambiando, casi sin percibirnos, el paisaje, el modo de trabajar y el propio hábitat administrativo. Los autores llevan a cabo una apuesta encendida por el Gobierno abierto como cauce aglutinante que identifica un cambio de paradigma en la Administración Pública, aunque lejos de un planteamiento ingenuo, pues reconocen que hay mucho trabajo por hacer.

Con una edición excelente (también se debe apludir en este caso la labor del IVAP y de sus técnicos y directivos), un elenco no exento de gran interés de buenas prácticas y ejemplos de éxito en la esfera del Gobierno Abierto y de Internet, los autores se adentran en el uso de las redes sociales en el sector público trayendo a colación metodologías, contenidos y aportando, asimismo, un buen marco conceptual de análisis.

El libro es de suma utilidad para todas aquellas personas que trabajen (políticos, directivos y funcionarios) en entornos de innovación tecnológica, ya que Díaz y Cortés aportan una espléndida sistematización de herramientas vinculadas a la Web 2.0 en el sector público, ofrecen unos sensatos consejos para configurar las Webs institucionales, y, en fin, incluyen una importante enumeración de todas las posibilidades que se ofrecen en este terreno.

Debe, por tanto, ponerse de relieve la importancia que este trabajo tiene por su enorme contenido práctico y aplicativo. En cualquier caso, cabe objetar, sin que ello desmerezca nada la calidad del producto final resultante, el notable optimismo que destilan Cortés y Díaz en el resultado que las redes sociales tendrán en nuestro sector público. Ojalá sea como ellos predicen. Si bien barruntan someramente algunas sombras. Sobre este punto nos detendremos en una próxima reseña de un libro que pone de relieve la incidencia de ese panóptico digital sobre el ejercicio del poder y las restricciones a la libertat. Pero ese es otro asunto.

Tal vez los autores ponen, en efecto, expectativas algo exageradas en los hipotéticos resultados de ese proceso. Quizás, también prodigan con generosidad el calificativo «inteligente» (aunque «la marca» del excelente Blog de Antonio Díaz tiene sus inevitables efectos en ese uso), que adosan probablemente a demasiadas cosas. La gestión inteligente, también de las redes sociales, mejorará agunas cosas del funcionamiento de nuestro todavía vetusto sector público, pero fiarlo todo a los instrumentos es, tal vez, tener demasiada fe en que a través de las estructuras administrativas, de los procedimientos o de las tecnologías de la información, sin tocar radicalmente (aunque esta se vea algo afectada) la «máquina» (Back office) de la organización ni los, por lo común, la (mala) «cultura» y pésimos diseños institucionales, se pueden resolver todos los problemas. Sin duda, algo contribuirá a ello.

Al margen de este paréntesis. Recomiendo encarecidamente que quienes persigan disponer de estructuras de gobierno y administraciones públicas enmarcadas en el irreversible proceso de las Webs 2.0 (y camino de las Webs 3.0); esto es, de administraciones abiertas a la ciudadanía y que interactúan constantemente con ella (en esa concepción de «horizontalidad» del poder, de la que hablara el filósofo Daniel Innerarity en El futuro y sus enemigos), se sumerjan en la lectura y estudio de este trabajo. Aprenderán muchas cosas.

 

 


Francisco Longo y Adrià Albareda: Administración Pública y Valores

 

Aunque este libro ha sido publicado inicialmente en catalán (Administració Pública i valors, Barcino, Barcelona, 2015), pronto aparecerá una edición en castellano publicada por el INAP. Sirva este dato también como “promoción anticipada” de un estudio que, sin duda, merece la pena ser leído.

Gary Hamel, en su libro Lo que ahora importa (Deusto, 2012), hace hincapié en la tarea de “renacimiento moral” con la que se enfrentan las organizaciones del futuro. Afirma, así, lo siguiente: “Hay un punto en el que parece existir unanimidad: ahora los valores importan más que nunca”.

Los autores se enfrentan a ese problema poniendo el foco en la Administración Pública. Y hay que agradecer ese enfoque, pues la literatura especializada en este campo, con algunas excepciones sobresalientes como es la de Manuel Villoria, no es precisamente abundante en España.

El libro toma como hilo conductor “la ética pública”, una suerte de ética institucional aplicada al ámbito de la Administración Pública, aunque no olvida sus plurales dimensiones con la política y con la ciudadanía, así como con el sector privado, pues no cabe olvidar que, atendiendo a sus funciones institucionales, la ética de la Administración Pública ha de ser, obviamente, relacional.

Con muy buen arsenal documental, pulso narrativo correcto y sistemática apropiada, estos dos especialistas en el ámbito público (una persona consagrada como experto y referente obligado en Administración Pública, Francisco Longo, y la otra, Adrià Albareda, con un recorrido profesional sólido en ese mismo ámbito) abordan el tratamiento de este complejo objeto con rigor y solvencia.

Cabe destacar algunas referencias. La imperiosa necesidad, por ejemplo, de construir un discurso de integridad en la gestión pública como reto de futuro. Importante es, en esa línea, el diseño de un modelo de gestión de la integridad o lo que podríamos denominar como un Marco de Integridad Institucional.

Ese modelo de Integridad Institucional descansa sobre Códigos de Conducta, pero también sobre la creación de un Sistema de Seguimiento, Evaluación y Propuesta que se conforme por medio un órgano imparcial (con presencia de especialistas externos) y con funciones efectivas; esto es, una Comisión de Ética. Sin ello el modelo se torna “cosmético” o puramente “retórico”.

Ya lo expuso con claridad Adela Cortina, la ética no es cosmética: “el maquillaje se esfuma al cabo de unas horas, mientras que el carácter se labra día a día”(¿Para qué sirve realmente la Ética?, Paidós, 2013). Abundan en el panorama público Códigos “cosméticos”. Flor de un día.

Los autores traen a colación un buen número de ejemplos comparados de interés y alguno de ellos del ámbito estatal (Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco). Pero, tal vez, se echa de menos una mayor carga crítica hacia esa proliferación indiscriminada de Códigos Éticos y de Conducta en las instituciones públicas que no cumplen otro papel que terminar por desacreditar o multiplicar el escepticismo sobre la propia idea que pretenden implantar. Códigos retóricos unos, defensivos otros, que pretenden (y no lo consiguen) tapar miserias o pestilencias. Abundan entre nosotros.

La crisis institucional que nos invade ha puesto sobre el tapete, como bien se concluye en este libro, una preocupación creciente por la ética pública. El siguiente paso es tomársela en serio. La construcción de una infraestructura ética en la Administración Pública es un objetivo hasta ahora inédito. Y para ello la lectura de esta importante trabajo resulta una herramienta capital para caminar en esa dirección.

Carles Casajuana, «Las leyes del castillo. Nota sobre el poder», Península, Barcelona, 2014

Para todos aquellos que nos agrada la actividad política como objeto de análisis o de estudio, siempre es bienvenido cualquier libro que indague sobre tal materia. El libro de Casajuana ha sido recibido con vítores por la crítica y fue objeto, incluso, de un premio de ensayo periodístico (premio Godó). Su título es sugerente, pero su subtítulo es más indicativo de su contenido real.

Con un amplio bagaje de lecturas sobre el poder, que acredita sobradamente en sus páginas, así como con una larga experiencia diplomática y bastante menor en los aledaños del ejercicio del poder, el autor aborda uno de los temas más difíciles a los que se enfrenta cualquier ensayista: el análisis del poder y de los políticos (o de «la clase política», de la que hablara Mosca).

El libro comienza muy bien, con un capítulo sugerente sobre «La ecología del castillo», buena metáfora. Para sobrevivir en el castillo la cualidad más necesaria no es la competencia profesional, sino la fortaleza emocional, así como el sentido del humor. Buen arranque. El capítulo del espectáculo y los paralelismos entre un actor y un político también puede ser calificado de sobresaliente. Sin embargo, algunas sombras planean sobre un discurso fresco y vivo, que mantiene la atención del lector siempre despierta. Me ha parecido epidérmico, por ejemplo, el tratamiento de la toma de decisiones y de los nombramientos; cargados ambos capítulos de un enfoque de relativismo moral y de falta de perspectiva o mirada estratégica, males que al parecer aquejan a nuestra clase política (¿la vieja o también la nueva?). Poder chato.

¡Pobre política! La que sale de tal retrato. Ayuna de virtudes y plena de defectos. Con otra factura, me recuerda en su resultado al «Breviario de los políticos» del Cardenal Mazarino, aunque este libro contiene consejos y la obra de Casajuana descripciones, pero en el retrato de lo que es la política y el medio (el ecosistema) en la que se desenvuelve hay ciertas similitudes.

Tampoco el análisis de la corrupción es muy convincente. La integridad o la falta de ella se despacha con la cita de Lucano («De la corte salga quien quiera ser honrado») y con la sumaria apreciación de que «es muy difícil manejar el poder sin mancharse las manos». Combinar ética con ejercicio del poder parece, por tanto, tarea imposible.

Libro de lectura amena, de ensayo ligero («periodístico»), muy bien escrito y con una selección de citas que, a mi juicio, es lo mejor de la obra, Por lo demás, no se le «pidan peras al olmo». El autor es sincero con el lector desde sus inicios, el libro no tiene pretensiones especiales, es fruto de sus múltiples lecturas, de su experiencia como embajador y de su paso por La Moncloa en calidad de «fontanero». Este último dato tal vez sesga en exceso su contenido y le hace perder un tratamiento más global de una cuestión difícil por si misma de analizar con rigor. Aunque veladamente lo expone en algún pasaje del libro, hay también otra forma de hacer política. También sugiere, incidentalmente, que hay algunos políticos serios, honestos y que piensan más allá de la pura contingencia. Por el bien de todos.