(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz)
5.- (Manuel Arias Maldonado) Tienes asimismo un libro dedicado a la separación de poderes y demás mecanismos de control del poder propios del Estado liberal; lo publicaste en 2016 (si bien actualizado en 2023 para España) y mucho ha llovido desde entonces: aunque se diría que lo que ha llovido es barro. Desde que Alfonso Guerra proclamase la muerte de Montesquieu, la salud de la separación de poderes no ha mejorado demasiado en España. Y ello pese a que la fragmentación partidista y la ausencia de mayorías absolutas en el parlamento habrían de permitir una mayor «separación» del legislativo y del ejecutivo, que son los dos poderes más propensos a confundirse en una democracia parlamentaria. De ahí que en ellas lo decisivo acaso sea la independencia del poder judicial… lo que puede conducir al desmayo en un país cuyo gobierno ataca de manera habitual a los jueces, donde se mantiene un sistema de elección del gobierno de los jueces contrario a las recomendaciones europeas y donde, en fin, se proyecta una reforma llamada a relajar los mecanismos de acceso a la judicatura. ¿Cómo ves, hoy, este asunto?
Marco conceptual de la separación de poderes:
(Rafael Jiménez Asensio) Iré desgranando esas cuestiones. Hay mucha confusión conceptual en este tema. La imagen de las tres castañas rodeadas de espinas, una de ellas más afectada, explica bien lo que diré.
La separación de poderes es un principio estructural del Estado constitucional con orígenes británicos, luego importado como técnica de articulación del poder a Estados Unidos con la Constitución de 1787. El esquema de Madison, inspirado en el modelo de la metrópoli, se basa en los presupuestos doctrinales de Sidney, Montesquieu y Blackstone, y se asienta en el conocido sistema de pesos y contrapesos, o de cheks and balances. Y parte de la idea de que el poder tiende por naturaleza al despotismo o a la concentración, y debe limitarse mediante una arquitectura de frenos institucionales dividiendo los poderes (“que el poder frene al poder”). La tríada de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) estaba, por tanto, separada; pero tales poderes no estaban separados rígidamente, sino que actuaban en un sistema de equilibrios, en el que cada poder vigilaba a los demás. Luego ese modelo se enriqueció con un sistema federal, en el que el poder no solo se distribuía horizontalmente, sino también de forma vertical o territorial entre la Federación y los Estados miembros.
Un tercer estadio de control del poder vino décadas después por la aparición de comisiones o agencias independientes, cuya finalidad era asimismo controlar el poder en ámbitos específicos o que requerían especialización (comercio, telecomunicaciones, supervisión financiera, etc.). Y, en fin, otro hito fue la implantación del Civil Service por la Pendleton Act de 1883, creado para superar la corrupción galopante derivada del spoils system en el siglo XIX. Ese Civil Service (función pública profesional), también actuaba como un contrapeso interno en este caso del Poder Ejecutivo. Todo esto es lo que pretende desmantelar Trump, desactivando buena parte de estos mecanismos institucionales de control del poder en los que se asienta el sistema estadounidense de checks and balances, lo que significaría el principio del fin de la democracia estadounidense, tal como la hemos conocido hasta ahora.
La débil y desviada aplicación del principio de separación de poderes en España
En España no hemos aplicado nunca ese sistema de división de poderes, sino el derivado de la Revolución francesa (y solo formalmente), que es de factura muy distinta; pues se basa en una separación formal rígida, sin apenas pesos o contrapesos (solo en 1812 el veto regio). En verdad, España reconoció en algunas constituciones la existencia de tres poderes (más bien “potestades”), pero nunca trasladó el modelo de equilibrio entre ellos. El Poder Ejecutivo ha sido prácticamente dominante siempre. El Parlamento estuvo falseado en su composición (fraude electoral) hasta bien entrado el siglo XX. Y el Poder Judicial, como tal, apenas ha existido hasta su proclamación formalmente en la Constitución de 1978. Existía una Administración de Justicia que ejercía funciones jurisdiccionales condicionadas por su dependencia del Poder Ejecutivo, esto es, del Ministerio de Justicia. Los órganos gubernativos judiciales no tenían autonomía (el CGPJ se crea en la CE 1978). Por tanto, no hemos tenido nunca, ni tampoco durante la vigencia de la CE de 1978, una cultura constitucional ni una práctica política inspirada en los sistemas de pesos y contrapasos en España. La España “constitucional” de los siglos XIX y XX, se construyó sobre bases del liberalismo doctrinario o de regímenes dictatoriales (periodos que abarcan más de 120 años), con una primacía del Ejecutivo. De aquellos polvos, estos lodos. Hubo cortos períodos de predominio del liberalismo progresista revolucionario, con peso puntual del Parlamento (como presunto órgano, que no lo es, titular de la soberanía) en el sentido rousseauniano o tal como fue concebido por los revolucionarios franceses más radicales, que dieron pie a la Convención y al final al predominio del Ejecutivo como comisionado de la Asamblea (1793-1794). Como bien expones en tu último libro (La pulsión nacionalista): “No se quita al rey para poner a Robespierre”. De ese nudo nunca hemos sabido salir. La política española ni entiende ni comparte los sistemas de pesos y contrapesos como alma del constitucionalismo liberal y como limitación del poder. Y ahí seguimos, en esa “España estancada” (Unamuno).
Separación de poderes y forma de gobierno parlamentaria: papel del poder judicial.
Nuestro modelo de separación de poderes nace, por tanto, del diseño aplicado por los revolucionarios franceses, a todas luces equivocado. Una separación rígida formal, con predominio inicial del Poder Legislativo (por la lógica desconfianza frente al absolutismo monárquico), pero que pronto cedió el paso a un Ejecutivo fuerte. Los revolucionarios franceses, a diferencia de los estadounidenses no percibieron que el Legislativo podía actuar también tiránicamente (Jefferson). El poder judicial era un poder neutro en cuanto no controlaba al resto de los poderes (tampoco al ejecutivo), solo resolvía controversias entre particulares, en la peor lectura de Montesquieu. Se le negó incluso la interpretación de las leyes: “la boca que pronuncia las palabras de la ley”. Solo podían aplicarlas (por desconfianza en los jueces del Antiguo Régimen). Además, la llegada de la forma parlamentaria de gobierno -trufada en España de corrupción electoral- supuso (como estudió Duguit) una adaptación profunda del modelo de separación de poderes, pues la mayoría gubernamental coincide, habitualmente, con la mayoría de la Cámara (Congreso), con lo cual los contrapesos se reducen a un plano formal y a determinadas reglas constitucionales que exigen mayorías reforzadas para determinados acuerdos. Con la técnica de la disolución, el presidente del Gobierno, además, tiene una prerrogativa de indudable importancia, pues “puede destruir a la criatura que le dio vida” (Bahegot) y, por tanto, disolver las Cámaras convocando elecciones cuando se le antoje (con limitaciones). Ese es el modelo actual de un parlamentarismo racionalizado (moción de censura constructiva) que refuerza mucho los poderes presidenciales (democracia de canciller) en aras a una (al menos en teoría) mayor estabilidad política.
El poder judicial en España ha estado históricamente atravesado por una dialéctica perversa: “politización” versus “corporativismo”, con idas y venidas en el tiempo. Nuestro poder judicial ha sido siempre más administración de justicia que poder judicial efectivo (aún quedan huellas evidentes de ello en el artículo 117 CE). Los jueces, siguiendo un modelo burocrático continental (Guarnieri), se conformaron como un cuerpo de funcionarios singular y dotado de importantes potestades, pero no tanto como un poder constitucional, sino más bien como poder corporativo. La organización del poder judicial culmina en el Tribunal Supremo. Pero, en este caso, el modelo continental de poder judicial (Francia, Italia, etc.) ha configurado, como herencia histórica, un Tribunal Supremo denso y extenso (en torno a cien magistrados), estructurado en compartimentos estanco por órdenes jurisdiccionales especializados (5 salas), a diferencia de los modelos anglosajones, sobre todo del estadounidense (9 jueces). Y, para complicarlo más, en los modelos constitucionales continentales se incorporaron tras el período de Entreguerras y después de la Segunda Guerra Mundial, los Tribunales Constitucionales como órganos constitucionales específicos, con una composición determinada por órganos políticos, pero con importantes funciones jurisdiccionales (control de constitucionalidad de las leyes y recursos de amparo, entre otras). En España, este órgano ha sido siempre colonizado por los partidos políticos. Esto no es nuevo. Lo que es más reciente es una colonización que antaño se hacía con mayor disimulo (nombrando como miembros a profesionales competentes) y ahora ha derivado en un absoluto descaro (con nombramientos de soldaditos del poder o de la oposición, con perfiles políticos y, a veces, con competencias profesionales muy discutibles). Además, puntualmente se manifiesta una tensión latente entre el TC y el TS, debido a la forma que aquel ejerce en determinados momentos y asuntos clave sus competencias en materia de resolución de recursos de amparo, anulando determinadas sentencias de la jurisdicción ordinaria.
Sistema elección gobierno de los jueces: El Consejo del Poder Judicial.
El poder judicial es el más débil de los tres poderes, pues no dispone ni de “la fuerza” ni el de “la bolsa” (El Federalista). Y, por tanto, salvaguardar su independencia e imparcialidad requiere un robusto estatuto constitucional que garantice su autogobierno y le proteja frente a intromisiones ilegítimas en el ejercicio de sus potestades y funciones constitucionales. Y eso no lo tenemos hoy en día en España, pero tampoco lo hemos tenido nunca hasta ahora. Esa cultura constitucional es ajena a la política española (de fuertes raíces patrimoniales y clientelares, que rechaza los sistemas de contrapesos). Con precedentes anteriores, tras la Segunda Guerra Mundial emergieron en Europa continental los Consejos de la Magistratura. Bajo esa premisa, se configuró en la CE de 1978 el Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno del poder judicial, pero que no ejerce funciones jurisdiccionales, y cuya misión principal es salvaguardar la independencia del poder judicial y evitar intromisiones del Ejecutivo o del Legislativo en su área de actuación. Pero la CE no estableció reglas fijas de composición del CGPJ, salvo en la elección (por 3/5 de cada Cámara) de los 8 miembros no togados. Previó 12 vocales de extracción judicial sin definir cómo se elegirían estos. Y aquí surgió el lío. Inicialmente, en 1981, los miembros judiciales del CGPJ se elegían por sus pares. Pero en la LOPJ de 1985 (un ejemplo de que Montesquieu había muerto en España antes de nacer) se estableció un modelo de elección política por el Parlamento. Con lo cual la intromisión de los partidos en el órgano de gobierno del poder judicial fue absoluta: tales partidos se repartieron por cuotas las 20 vocalías, eso sí aceptando obviamente que 12 serían jueces y magistrados. En tal grosero reparto participan activamente las dos asociaciones judiciales que son claramente correa de transmisión de la derecha (APM) o a la izquierda (JpD), esta última la más beneficiada por su baja representatividad y sus altas cuotas de poder que obtiene. Los jueces no asociados (entonces mayoritarios, hoy el 42 %) no entran en el reparto, tampoco el resto de las asociaciones judiciales. El modelo se modificó en 2014 (gobernaba entonces el PP por mayoría absoluta y no cambió de modelo), pero en esencia sigue siendo el mismo: el CGPJ se lo reparten sin pudor alguno (tras un bloqueo injustificable de más de 5 años) las dos fuerzas políticas mayoritarias, con alguna pequeña concesión a las minorías políticas. El CGPJ actual es, por consiguiente, un órgano de gobierno de los Jueces preñado de política clientelar y radicalmente ajeno a su esencia fundacional. Y la solución no es fácil, pues se enfrentan dos modelos tradicionales de la judicatura en España: el modelo politizado y el corporativo. Y el empate parece infinito. Las instituciones europeas (Comisión y Consejo de Europa) llevan años denunciando estas disfunciones, sin ningún efecto. El modelo europeo dominante aboga por la elección de los vocales judiciales por sus pares. En España a esas directivas/recomendaciones europeas se las escucha como si se oyera llover. Cada fuerza política tira para sus intereses. Y solo un modelo híbrido (de muy compleja plasmación en un país clientelar como el nuestro) podría desempatar esta situación, pero nadie quiere ir hacia él, dado que es un camino difícil, pues requiere establecer órganos independientes e imparciales de acreditación de competencias profesionales, ámbito en el que España se mueve muy mal por esa concepción patrimonial de los partidos que lo fagocita todo.
Reforma del acceso a la judicatura.
Hay, simplificando mucho, dos grandes modelos de acceso a la judicatura. El primero, es el anglosajón: el acceso a la judicatura exige un período de experiencia previa en el ejercicio de la abogacía y superar pruebas selectivas. El segundo, propio de los sistemas continentales europeos, es el acceso a la judicatura de recién titulados universitarios por medio de oposiciones o concursos con períodos de formación y prácticas antes de ser nombrados jueces. El segundo es el modelo de España, con algunas correcciones (4º y 5º turnos, que admite externos, en el primer caso ¼ de las vacantes). Los jueces de entrada en el modelo continental son, por lo común, muy jóvenes, sin apenas o ninguna experiencia práctica. El modelo anglosajón, por su parte, abre la entrada a la judicatura a profesionales que ya tienen, por lo común, más de 35 o 40 años. El modelo español surgió en 1870 como reacción a la escandalosa politización en los nombramientos judiciales durante el sistema político isabelino (1843-1868). Se diseñó entonces un sistema de oposición exquisitamente memorístico, para evitar que la discrecionalidad en la valoración de los méritos y capacidades se convirtiera en arbitrariedad, estableciéndose un sistema de bolas para seleccionar los temas sobre los que debía disertar el opositor. Ese sistema se consideró objetivo. Y se mantuvo, con algunos ajustes puntuales, hasta la CE de 1978. Y luego no hubo cambios sustanciales. Se incorporó un test de conocimientos jurídicos generales como primer filtro, para reducir el número de personas que pasaban a los dos ejercicios orales. No había, y sigue sin haber, un ejercicio práctico en la fase selectiva, cuando la función esencial del juez es aplicar derecho y por lo tanto interpretar y razonar o motivar sus resoluciones. Un caso paradójico, pues en el resto de las oposiciones a cuerpos jurídicos del Estado, en las CCAA y en los entes locales, el práctico es un ejercicio muy importante para acreditar las destrezas y conocimientos. Esa sacralización de las pruebas orales memorísticas como sistema “más objetivo” en los procesos selectivos, con los orígenes descritos, se ha enquistado, con la impronta de ser un sistema en el que prima exclusivamente la memoria y el “arte de cantar temas”. La inadaptación del sistema actual es obvia. Las funciones del juez pivotan siempre sobre destrezas interpretativas y aplicativas, así como especialmente sobre competencias lingüísticas escritas, determinantes en su quehacer profesional. Sin embargo, de todo ello no se les evalúa en la fase de oposición.
La reforma que propone el Gobierno pretende modificar ese sistema de acceso incorporando una prueba práctica y reducir los orales a un solo ejercicio, en solo una parte del programa o temario. Esto ha levantado las alarmas de la corporación judicial, en este punto -a mi juicio- sin razones de fondo, aunque sin duda tales desconfianzas nacen -tal como señalabas en tu pregunta- porque el actual Gobierno torpemente emprendió una irresponsable cruzada contra el poder judicial cuyos letales efectos de deslegitimación sobre el débil y destartalado sistema español de separación de poderes aún están por descubrir. Esta estrategia ha actuado como resorte para que la posición de la mayor parte de las asociaciones judiciales se hayan enrocad. La reforma tiene puntos muy discutibles (centro de estudios judiciales que forma fiscales, como centro de preparación de jueces, etc.) y algunos “caballos de Troya” inaceptables (aplantillamiento de mil jueces sustitutos); pero honestamente creo que el modelo actual de acceso vía oposición a la judicatura requiere una adaptación e incorporar, al menos, una prueba práctica que evalúe las destrezas en la aplicación de las leyes y de argumentación o motivación de las resoluciones. La paradoja es que esa habilitación indirecta del Ejecutivo a interferir los procesos selectivos a la judicatura provienen del pasado: el Gobierno hace uso de la definición de los procesos selectivos conjuntos de jueces y fiscales (una atribución que nunca se le debió sustraer al CGPJ).
Lo que debía haber sido una mera reforma técnica del proceso de selección de jueces vía oposición (incluir una prueba práctica limando así la casi exclusiva primacía de las competencias orales), y que razonablemente debería haber sido propuesta incluso por el CGPJ, se ha convertido -fruto de la desconfianza recíproca entre buena parte de los jueces y el Poder Ejecutivo, pues aquellos ven en este un pretendido medio indirecto de control también de la puerta de entrada a la judicatura- en un choque institucional corporativo/político de trenes que incluso se manifestó en unas jornadas de huelga convocadas en su día. El tumor de la polarización política ha terminado afectando de lleno a la judicatura.
Lo aquí expuesto no gustará probablemente ni a “unos” ni a “otros”, pero la afirmación de que este sistema de oposición en el acceso a la judicatura está obsoleto (y se compadece mal con el que existe en otros modelos continentales europeos) es algo que ya defendí por escrito en 2001 (El acceso a la función judicial: estudio comparado, CGPJ). Y, hoy por hoy, no hay nada hay que me haga cambiar de opinión, sino más bien ratificarme en lo allí expuesto.
NOTA: Si se quiere disponer de un marco conceptual más amplio (además de nuestro libro sobre Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones (Marcial Pons, 2016), por lo que respecta a España puede consultarse este libro en abierto publicado en 2023: RJA Instituciones rotas PDF-VERSIÓN ÍNTEGRA

Muy interesante esta parte, por la que he empezado
Un abrazo
Amador Martin
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