(Imagen cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)
“Empleomanía: Figurín de modas a que está adscrita la mitad por lo menos de los españoles” (Juan Rico y Amat, Diccionario de los Políticos, 1855, p. 179)
3.- (Manuel Arias Maldonado) En una novela bien conocida, como ya has expuesto, Miau, el escritor canario retrató sin ambages una administración pública esclerotizada y complaciente que representaba la mejor salida laboral posible para quien quisiera disfrutar del ocio sin ganar demasiado dinero. Ha pasado mucho tiempo y la administración pública española ha cambiado mucho. Sin embargo, vuelve a ser —si es que alguna vez dejó de serlo— la carrera predilecta de los jóvenes españoles, con la diferencia de que ahora se paga en ella un salario medio superior al salario medio del sector privado. ¿Cómo es posible que hayamos llegado a esta situación? ¿Y cómo valoras el impacto de la descentralización política sobre la administración pública, incluida la profusión de empresas públicas y entidades paralelas?
La empleomanía en la Administración decimonónica
Lo que se denominó, en su día, la empleomanía, no era una patología decimonónica solo española, aunque aquí se agravara por la existencia de una sociedad nada desarrollada. Esa vocación desmesurada por entrar en las nóminas de la Administración es muy bien retratada por Galdós, no solo en Miau, sino también en otras muchas de sus novelas. Los costumbristas decimonónicos españoles trataron el fenómeno de la empleomanía, pero también la pretensión de ingresar (en una muy reducida nómina) de cargos políticos. Tocqueville, en un espléndido discurso pronunciado ante la Asamblea francesa en 1842 (El deseo de cargos públicos), se quejaba amargamente de que en Francia existieran tantas vocaciones para ocupar cargos y funciones públicas. Y concluía que habían triunfado los intereses particulares frente a los generales, pues el ingente número de solicitantes pretendía resolver por medio del favor o de las recomendaciones su situación existencial, pretiriendo los intereses públicos. Con una magnífica visión, Tocqueville hablaba de que el Gobierno que eso promovía optaba descaradamente por una política clientelar, también como fuerza electoral, apostando por una dicotomía que había que rechazar: la servidumbre y la corrupción. Y concluía que esas políticas minaban, enervaban y destruían a los propios partidos políticos, pues al fin y a la postre carcomían el sistema institucional y sus valores. Y sin ellos no podía haber Administración imparcial.
La Administración Pública del XIX en España era mucho más reducida que la francesa; pero construida con los mismos mimbres, mas de peor calidad. Tanto la Administración del Estado como como la local estaban corroídas por la política (en menor medida en los cuerpos especiales) y la búsqueda de un empleo público en una sociedad que apenas ofrecía alternativas para quien tenía estudios (bachillerato o derecho) se convertía en la única alternativa para llevar cabo una existencia de mínima dignidad, al menos mientras durase el empleo. La otra salida era dedicarse a la política. Bien es cierto que, por el sistema de cesantías, el empleo público era una profesión precaria, pendiente siempre de que los padrinos políticos siguieran en el poder. Y, además, no bien pagada; pero permitía subsistir en una España sin demasiadas opciones para esos, como así se denominaban entonces, proletarios de levita, que eran los empleados públicos.
Juan Valera, por su parte, describió sagazmente el fenómeno: “La empleomanía es un mal gravísimo, nacido de nuestra pobreza, de la abundancia de clase media sin oficio ni beneficio (…) Si se afirma y se repite que los que desempeñan los puestos (en la Administración y en la política) son ignorantes y tontos (…), no habrá nadie que no se juzgue capaz y digno de ser empleado (o político). El reloj de la oficina ganará el sueldo por él”. Los cargos y empleos públicos (“turrones”, los llamaba Valera, y el “comedero” Galdós) se obtenían, en consecuencia, por relaciones políticas, familiares o favores cruzados, casi nunca (solo, y con muchos matices, en algunos cuerpos especiales) por oposiciones. En suma, el favor estaba a la orden del día. Y eso fue así hasta bien entrado el siglo XX.
La gradual profesionalización de la Administración española durante el siglo XX
Esa inicial Administración desprofesionalizada se fue corrigiendo conforme el sector público necesitó profesionales más cualificados con el Estado intervencionista (finales del sistema de la Restauración, Dictadura Primo; II República; franquismo avanzado tras el Plan de Estabilización y la Reforma Administrativa), y el sector público fue creciendo desde una estructuras o dimensiones enclenques a una Administración cada vez más numerosa tanto en sus estructuras centrales como periférica, principalmente en el tardo franquismo. Paradójicamente la gran reforma administrativa que tuvo España, aunque también inaplicada, fue la del período 1956-1964 impulsada por López Rodó, con la vana intención de lavar la cara autoritaria y dictatorial del régimen. De ella vive en buena medida aún la Administración española (Crespo Montes: 1999-2001; Nieto, 2008).
La Constitución de 1978 abrió una expectativa de renacimiento de la función pública, pero no se desarrolló su artículo 103.3 hasta casi 30 años después, con el EBEP. Mas esa ha sido una experiencia frustrada. Las reformas administrativas en la España democrática han fracasado. La función pública como institución quedó en manos de la política (empleador débil), del corporativismo y del voraz sindicalismo del sector público, que impuso gradual y silentemente unas condiciones laborales, incluso en algunos casos retributivas, muy por encima del sector privado. Los tribunales de justicia y esa esquizofrénica dualidad de jurisdicciones (contencioso-administrativa y social) para los asuntos del personal del sector público, no han hecho más que empeorar las cosas. Con este contexto, se ha generado desde hace unos años (2010, en adelante) un revival por obtener un empleo público. El pésimamente conducido relevo generacional en el sector público (por las jubilaciones en masa) está acelerando esa tendencia. Y ello por una razón muy simple: el sector público es un ámbito hiperprotegido frente a la precariedad laboral que ofrece el sector privado, y además con condiciones de trabajo habitualmente mejores. La función pública facilita la conciliación laboral (la vis atractiva en este punto es obvia), y se ha terminado generando una dualidad laboral (público/privado) que es una brecha muy grave y con efectos letales aún por descubrir. No deja de ser paradójico cómo CCAA donde la función pública había siempre sido residual frente al sector privado (como Cataluña y País Vasco, entre otras) hayan conocido en las últimas décadas una explosión de vocaciones (en ese caso “nacionales y lingüísticas”) a la función pública autonómica, puesto que ofrece de entrada mejores condiciones retributivas que las existentes el sector privado, y sobre todo garantiza una “zona de confort”, y exige muy poco. Si un recién graduado universitario interino alcanza los 40.000 o 50.000 euros anuales en el sector público de algunas de esas CCAA, apenas alcanzará los 30.000 euros en el sector privado. Sin embargo, la competencia por el talento depende de otras muchas variables, y aquí el sector público tiene todas las de perder: ofrece estabilidad, mas muy pocas expectativas de carrera y de crecimiento profesional. Hay excepciones a ese confort: ámbitos del empleo público en los que el estrés contextual es marcado por distintos factores que ahora no podemos tratar, como la educación (no universitaria) y la salud.
La institución de función pública, además, en las últimas décadas se ha roto en compartimentos estanco e incomunicados (apenas hay movilidad interadministrativa) y se ha bastardeado a través de su reencarnación en otra institución de perfiles más vagos y maleables como el empleo público, con un estatuto del empleado público; enunciado que muestra vergonzantemente cómo lo importante son las condiciones de los empleados y no la prestación del servicio público a la ciudadanía. El ADN de servicio a la ciudadanía no está ya en el centro de una institución de función pública degradada, y ello se ve agravado por una politización extensiva de la alta administración (lo que explica también la corrupción), un corporativismo endogámico de los empleados públicos, que solo piensan en clave de mejoras retributivas y de condiciones, una función pública que no atrae talento, salvo en determinados cuerpos de élite, todavía muy juridificados, un evidente déficit de titulados jóvenes en ámbitos STEM como la ingeniería, IA, informática, matemáticos, etc.; quienes optan por buscar trabajo primero en el sector privado donde las posibilidades de desarrollo profesional son mucho más amplias y, a mitad de carrera, cuando sospechan que pueden ser despedidos, amortizados o sustituidos por mano de obra más joven, acuden en tromba al sector público y se presentan a oposiciones o buscan acomodo como laborales o interinos bajo el paraguas público. En el cuerpo TIC de la AGE, por ejemplo, solo el 3 por ciento de los que ingresan son recién graduados universitarios sin experiencia.
La vis atractiva de la Administración frente al sector privado: el regreso de la empleomanía y la creciente desprofesionalización de la función pública.
En ese abigarrado y amorfo conjunto de subsistemas de empleo público, no hay evaluación del desempeño basada en la gestión de la diferencia, ni tampoco carrera profesional efectiva. Todo lo más hay sucedáneos autocomplacientes para los empleados dóciles con el poder político de turno: puestos de directivos o de libre designación, en los que la confianza política o personal estrangula al mérito y a la imparcialidad. Tampoco hay cultura de gestión de la diferencia (sino igualitarismo falso). La gestión de personas (RRHH) es el talón de Aquiles de todas las AAPP españolas. Y no han sabido nunca resolver ese sudoku.
Aun así, a pesar de este desolador panorama institucional, la función pública atrae hoy día, en efecto, a centenares de miles de vocaciones que preferentemente buscan aplantillarse de por vida en el sector público, por razones principalmente de comodidad existencial. Además, las CCAA pagan, por lo común, mucho más o bastante más que la AGE. Un puesto de trabajo C1, por ejemplo, en algunas Administraciones territoriales puede llegar a estar mejor retribuido en ciertos casos que algunos cuerpos A1 en la AGE. Las diferencias retributivas, en virtud del sacrosanto principio de autonomía de cada ente, establece unas diferencias a veces abismales para funciones o tareas similares e incluso mucho más complejas. Y lo del sector público, sea estatal, autonómico, foral o local, es, como vengo escribiendo desde hace años, la auténtica cueva de Alí Babá. Lo estamos viendo incluso ahora con el sector público estatal, que pretendía ser (ya no lo es) lo más serio del panorama institucional. La clave de este estado de cosas en un sector público institucional colonizado políticamente está, por un lado, en la enorme politización de las altas estructuras directivas de este tipo de entidades, muy bien analizada en su día por Hay Derecho en su Informe sobre el Dedómetro; pero también en unas reglas laxas, un control casi inexistente (los Tribunales de Cuentas, capturados por la política, no sirven prácticamente para nada, más allá de ofrecer buenas poltronas a los partidos y retribuciones generosas a los funcionarios que allí trabajan), incapaces de identificar las irregularidades o abusos permanentes en la contratación pública y asimismo en la contratación de personal en las AAPP y en su sector público, que habitualmente ignoran o miran para otro lado. Y las Defensorías del Pueblo son, por lo común, una triste y cara broma: su control de la Administración y de sus irregularidades no pasa de dar meros pellizcos a un poder inmune a tales rasguños. El panorama, con todo lo expuesto, no llama a la esperanza, sino todo lo contrario. Se va degradando día tras día. El fenómeno de la estabilización del personal interino (1/3 de las plantillas totales del sector público) ha abierto de par en par la Administración y su sector público a decenas o centenares de miles de personas, con competencias profesionales limitadas al puesto en el que han trabajado y sin acreditación previa de conocimientos y destrezas, a lo que se suman unas pruebas de estabilización, por lo común, hiperblandas, cuyo factor determinante es el tiempo de servicios prestados (eufemismo que esconde la pura antigüedad como interino), para acceder de por vida a las plantillas de funcionarios de carrera o personal laboral fijo, discriminando a quienes no pueden acreditar esos servicios. Y ese colectivo, así estabilizado, con tal déficit de conocimientos y destrezas, será el que dirija las Administraciones territoriales en las próximas décadas. La epidemia se ha extendido hasta el Poder Judicial, donde se prevé el acceso de más de mil jueces sustitutos (casi el 20 por ciento de la plantilla) por la puerta de atrás, según un proyecto de Ley gubernamental en trámite en el Congreso.
En suma, por responder a tu última cuestión, resulta obvio que la descentralización territorial, tanto en el plano autonómico como local, ha rebajado al infinito los estándares de exigencia de acceso a la función pública (muy marcados en los cuerpos de élite de la AGE, que ahora también se ponen en cuestión), ha creado unas Administraciones públicas y un sector público territorial con muy bajas capacidades administrativas (o de gestión), con una multiplicación del empleo público temporal como puerta de acceso ulterior a la condición de funcionarios de carrera o de personal laboral fijo, promoviendo en algunos territorios incluso el retorno a prácticas caciquiles (hoy día clientelares) que facilitan el acceso el empleo público a los amigos políticos o sindicales o a sus familiares. Además, se ha producido una intensificada y creciente politización de las estructuras de la Administración, con lo que la función pública (o el empleo público) se transforma en una institución vicarial, sin apenas autonomía funcional, y que actúa como refugio público «climático» frente a la adversidad del mercado (o del frío que hace fuera), por la inamovilidad de iure o de facto existente. La institución de función pública, a diferencia de otros países occidentales, apenas tiene capacidad de controlar a los políticos e incidir en las políticas públicas gubernamentales que están colonizadas por unas estructuras directivas superiores e intermedias adosadas a la política, y cuyos miembros alcanzan esas posiciones con una acreditación de competencias inexistente o meramente formal; por tanto, con perfiles cuyo factor determinante es la confianza política y la lealtad perruna o inquebrantable hacia quien le nombró. El resultado de todo ello es una alta Administración ayuna de los principios de imparcialidad y de profesionalidad y de factura clientelar; así como nada estable (cambia con los Gobiernos y pierde «su memoria»). La Administración del Estado, que hasta fechas recientes padecía con menor intensidad esas patologías (aunque también estaban muy presentes), está orientando también en los últimos tiempos su modo de actuar hacia una politización cada vez mayor o más extensiva, con letales efectos en sus resultados de gestión y en el florecimiento de la corrupción, especialmente en el sector público estatal (empresas públicas). Ese es el panorama que hay, aunque no sea muy halagüeño, precisamente. .
