2.- (Manuel Arias Maldonado) Te has ocupado, en particular, de dos figuras señeras de nuestras letras: el liberal-progresista Galdós y el liberal-conservador Juan Valera, a las que has dedicado sendos libros. ¿Por qué te han interesado, qué representa cada uno de ellos en la truncada historia del liberalismo español y qué vigencia crees que conservan? Galdós, a fin de cuentas, es el gran novelista de la nación moderna española y no está claro que conserve vigencia en este tiempo marcado por el auge de los nacionalismos periféricos y el intento por dar salida a un modelo confederal que se apoya en la idea de la «plurinacionalidad».
(Rafael Jiménez Asensio) Mi aproximación a los grandes literatos del siglo XIX español y a la percepción que tenían de España como un Estado Liberal fallido (no común en todos ellos), es consecuencia de una suerte de afán de divertimento, sin otro fin (pues estas cosas no las lee apenas nadie hoy en día) que comprender mejor el país y su política a través de esas miradas literarias. Fruto, tal vez, de mi edad tardía, intuía que los problemas endémicos de España para construir un Estado Liberal se centraban en la segunda parte del siglo XIX (1850-1898), cuando este país fue incapaz, una vez más, de seguir la senda de las democracias más avanzadas de Europa. Y partiendo de esa hipótesis, me puse a leer y releer la obra de esos literatos decimonónicos, sobre todo de aquellos que, amén de ser muy reconocidos (o, al menos, los mejores novelistas del momento), habían tenido una aproximación a la política o una participación más o menos intensa en ella. De ahí surgieron dos ensayos (El legado de Galdós. Los mimbres de la política y su ‘cuarto oscuro’ en España, Catarata, 2023; Juan Valera. Liberalismo político en la España de los turrones, Athenaica, 2024), y un tercero en elaboración sobre la figura de Leopoldo Alas Clarín y, en particular sobre su liberalismo democrático republicano de la España política de entonces, que se suma al liberalismo progresista de Galdós y al más templado o conservador de Valera.
Liberalismo progresista en el s. XIX: Política y Administración en Benito Pérez Galdós.
A Galdós lo estudié cuando hice la tesis doctoral, hace casi 40 años, sobre todo en un ámbito que es crucial para determinar las dificultades de construcción en España del Estado nación como es la Administración y función pública. Galdós, inspirado por Mesonero Romanos y otros costumbristas del XIX, presta atención especial en su obra a la figura del cesante, al laberinto burocrático-administrativo y a la politización de las estructuras de la Administración, mas también al caciquismo; y nos muestra cómo todos estos fenómenos eran -la expresión es mía- obstáculos intangibles que, a diferencia de los citados obstáculos tradicionales, siguieron con nosotros aunque los regímenes políticos cambiaran, incluso radicalmente; llegando hasta nuestros días. En sus Episodios Nacionales, en efecto,se masca la impotencia y la tragedia de un país incapaz de ordenarse a sí mismo y de resolver sus problemas, también su Administración. Se cita mucho Miau, como obra representativa de Galdós sobre la Administración (por cierto, “inspirada”, incluso en el argumento, en la magistral novela de Balzac Los empleados); pero Pérez Galdós tiene muchas otras obras en las que la Administración y los funcionarios son protagonistas o decorado importante de su trazado novelístico. A mi juicio la más relevante es O’Donnell, un espectacular episodio que muestra la sangría de las plantillas de funcionarios como consecuencia del cambio de gobierno en el bienio progresista de 1854-56. Pero para conocer la Administración del período cabe citar también de La desheredada, La de Bringas, Cánovas y otras muchas.
Esa España de “los cesantes” puede parecer muy lejana; sin embargo, está mucho más próxima de lo que tantos ingenuos creen. Son patologías que se heredan, un legado envenenado. La España entonces (siglo XIX) era un país preñado de corrupción. Solo hace falta observar que el Conde de Xiquena, a la sazón ministro de Fomento, promovió en 1889 un decreto por el que se pretendía poner freno a las recomendaciones en el empleo público. Casi 30 años después hizo lo mismo Primero de Rivera y dos décadas más tarde el propio Franco. La llegada de la Constitución de 1978 atenúo algo las cosas, pero las recomendaciones siguieron existiendo, denominándose, con la llegada de la electricidad, gráficamente enchufes, y hoy serían expresiones de una digitalización patológica (por el “dedo” que las impulsa), fenómenos muy extendidos y muestra evidente que el Estado clientelar de partidos echó así raíces profundas, aún hoy muy vigentes.
La obra de Galdós no solo se proyecta sobre la Administración, sino que se extiende su foco a esa “política menuda” que nos invadía, con liderazgos marcados por los espadones o por representantes de notable mediocridad política. No tuvimos suerte con los reyes ni con los jefes de gobierno. Algunos, como Cánovas, con el patológico precedente del período isabelino (verdadera jungla caciquil), jugaron al ilusionismo político, a todas luces perjudicial, del turno político entreverado con el amaño o falseamiento electoral, abriendo un largo período que el propio Galdós definió espléndidamente como los años bobos del turnismo político restaurador. En fin, instituciones de mentira, a las que este país está muy acostumbrado. En estos momentos abundan. Por tanto, la vigencia de este autor en la política es imprescindible para conocer de dónde venimos y quiénes, con qué estilo y con qué malas formas, nos han traído hasta aquí. Mas su actualidad no acaba ahí: la pésima experiencia de la Primera República, tratada con cierta condescendencia por un Galdós ya republicano, no orilla su concepción crítica de un federalismo radical imposible de llevar a la práctica entonces y que hirió de muerte esa concepción republicana federal que, tal vez, planteada de otro modo y en otras circunstancias, hubiese sido una solución cabal. Esa prematura experiencia casi confederal, convendría no perder de vista que terminó como el rosario de la aurora. Galdós, ya con 70 años, militó en el republicanismo más templado del partido reformista de Melquiades Álvarez tras su tránsito por la Conjunción republicano-socialista en un duro contexto histórico (Semana Trágica de 1909). Pese a todo, fue don Benito un republicano liberal progresista y moderado.
Galdós pinta una España dividida en bandos preñados de sectarismo y con la misión fanática de negar al contrario, con una clase política sátrapa y corrupta en muchos casos, iliberal en sus actos, aunque liberal en sus programas, e incapaz de conducir al país a puerto seguro. El escrito canario fue un profundo analista político-institucional. Es verdad que se implicó poco en política (al ser un genio como escritor, fue muy avaro con su tiempo); pero siempre sintió pasión por ella. Las caracterizaciones y retratos que hace de los personajes reales de la política española del XIX son sencillamente magníficos, tanto de los desastrosos monarcas que nos tocó en suerte como de los políticos gubernamentales, la mayor parte espadones (Mendizábal, Espartero, Narváez, O’Donnell, Prim, etc.), por no hablar de los militares carlistas (Cabrera, Zumalacárregui, etc.). Galdós entrevera en sus novelas, principalmente en los Episodios Nacionales personajes de ficción con otros de carne y hueso. Y en lo que se refiere a la política y políticos españoles del XIX, por ejemplo, es imprescindible el episodio nacional Bodas reales (las cincuenta primeras páginas), donde lleva a cabo una descripción descarnada de los políticos españoles, sus ambiciones y miserias, incapaces de liderar al país, pero con una única ambición: gobernar todo el tiempo que fuera menester en beneficio propio y de los suyos. Otros muchos episodios nacionales se ocupan de la política, sobre todo los de la cuarta y quinta serie, cuando ya Galdós había abandonado el liberalismo monárquico y caminaba hacia el republicanismo o ya estaba en él, donde hace alarde de un interés mayor aún por la política en España, que se muestra en varias entregas. Galdós en sus últimos años fue elegido diputado republicano en 3 ocasiones. Frisaba los setenta años.
El liberalismo templado de Juan Valera en la España de los turrones
Si Galdós fue un literato comprometido con el liberalismo progresista, la idea inicial que tenía cuando me aproximé a Juan Valera era analizar en qué medida su liberalismo más templado, en ocasiones de factura conservadora, ofrecía otra idea de España, de la política española y de la Administración. Pronto advertí que las diferencias políticas entre ambos no eran tan profundas, aunque si lo fueran en el plano personal, pues apenas se trataron durante tres décadas que convivieron en el sistema político de la Restauración. El libro de Juan Valera se fija menos en su obra literaria, a todas luces más corta que la de Galdós, y más en la atractiva y complejísima personalidad del escritor cordobés de gran erudición, vida mundana, políglota, muy viajado, diplomático y político durante más de treinta años, amén de un extraordinario y profundo ensayista y un inigualable epistológrafo. Para entender el siglo XIX español y, particularmente, el caciquismo político, la correspondencia de Valera (recogida en ocho tomos) es una fuente inagotable de información y anécdotas de necesaria lectura. Como escribió en El País Isabel Burdiel, tal epistolario es “la colección más interesante del siglo, difícil de encontrar en la España y la Europa de su época”. Juan Valera no vio el caciquismo ni la corrupción electoral y de la Administración desde la barrera, como Galdós, sino que durante casi treinta años fue un actor más de esa comedia, si bien con su mirada escéptica e inteligente, además con su sana e inigualable ironía.
La vida política de Valera no fue plana, sino, como toda su existencia, accidentada, pues transitó por el partido moderado, luego por la Unión Liberal y finalmente por el Partido Liberal de Sagasta. Valera desde su atalaya como diplomático y político, trató mucho a los líderes políticos del momento, e intenta triunfar en política, pero -como reconoció uno de sus mejores biógrafos, Manuel Azaña (a quien la figura de Valera le terminó fascinando)- era demasiado erudito y leído como para que fuera admitido en las filas de unos mediocres partidos políticos y hacer carrera allí. En verdad, siempre fue un verso suelto. Liberal a carta cabal, ya desde los 22 años, hizo de su defensa de la libertad religiosa y de creencias su bandera personal, atacando ferozmente, si bien con mucha inteligencia, al neocatolicismo, incluso defendiendo la libertad de expresión de los militantes de La Internacional, con posiciones muchas veces más extremas que las propias del liberalismo progresista. Pero era defensor a ultranza de un liberalismo templado y, a partir de La Gloriosa defensor acérrimo del sufragio universal (masculino), incluso llegó a ser valedor de la República (no de la Federal) frente a la restauración borbónica, que inicialmente no aceptó, oponiéndose a Cánovas, que era su amigo “literario” y que, en algún momento puntual, acudió en su ayuda (Embajada de Washington, donde, pese a ser nombrado por Sagasta, Cánovas le mantuvo).
Juan Valera, hijo de una familia aristocrática venida a menos, pero con buenas relaciones con el poder de la España isabelina (Serrano, Narváez, etc.), pronto se dio cuenta que en esa España de mediados del siglo XIX era imposible vivir de las letras, para las que tenía especiales cualidades. Parlamentario desde 1858, cuando abandona la carrera diplomática, escribió excelentes ensayos, se dedicó al periodismo y fue admitido con 37 años como miembro de la RAE. Luego vivió de “los turrones” (cargos institucionales) que sus amigos políticos desde el poder (primero los moderados, luego la Unión Liberal y finalmente el Partido Liberal de Sagasta) le ofrecieron, cargos administrativos secundarios (director general, subsecretario, consejero de Estado) o principalmente destinos diplomáticos de postín, como ministro plenipotenciario o embajador en Fráncfort, Lisboa, Washington, Bruselas o Viena. Su vasta y extraordinaria correspondencia nos muestra la tensión existencial que siempre tuvo Valera entre ser escritor, que lo fue siempre, pero de modo desigual, frente a las tareas más prosaicas, de las que vivió, de diplomático y político.
El liberalismo templado de Juan Valera no triunfó en las filas del moderantismo. En el fondo, a pesar de estar vinculado casi tres décadas al Partido Liberal de Sagasta, como bien escribió Gregorio Luri, el egabrense siempre fue un liberal conservador; aunque en verdad haya que matizar esa idea, puesto que los conservadores en España no siguieron las enseñanzas de Valera ni menos aún su liberalismo templado, puesto que este siempre les recomendó que huyeran del abrazo del oso de los neocatólicos (hoy los autócratas o iliberales). El conservadurismo español, preñado siempre de unas dosis de intolerancia y fanatismo, no consiguió desprenderse de esa influencia neo, que finalmente -como pronosticó Valera- terminaría devorándole. También fue incapaz de edificar un liberalismo templado y democrático homologable al existente en otros países europeos. Y la factura que ello legó al siglo XX fue larguísima, no solo para el propio conservadurismo, sino para el país. Juan Valera en su “invierno literario” (1895-1905) -como lo acuñó Jiménez Fraud-, ciego, jubilado y recluido en su domicilio, no dejó de escribir, “dictar”, siendo esa expresión literaria su “fe de vida”, como él mismo decía. “Murió escribiendo” su tercer ensayo sobre El Quijote por encargo de la RAE, como escribió Muñoz Machado en su monumental obra sobre Cervantes. En esos años finales, que siguió siendo académico de la RAE y senador vitalicio hasta su fallecimiento, se fue aproximando al “segundo” Maura, esto es, al que surge tras su abandono del partido liberal y su inserción en las filas del partido conservador, que ve como esperanza para un país en situación de profunda depresión existencial.
Clarín: Una visión republicana del fracaso del liberalismo en la Restauración
En fin, esos fueron los motivos, grosso modo, por los que me adentré en el estudio de la obra político-institucional y burocrática de tales autores. Mas el panorama estaría incompleto si no tratáramos también el liberalismo republicano, que en su expresión literaria se entroniza en la compleja personalidad, desconocida por el gran público en esta faceta, de Leopoldo Alas Clarín. Era este un literato, catedrático de Universidad, político frustrado, pero reconocido en su época por ser un reputado y temido crítico literario y un incisivo y mordaz periodista satírico político. De esa multiplicidad de facetas, me interesa esa última. La mirada político-institucional de Clarín está recogida de forma fragmentaria y contingente en sus artículos periodísticos. Sus artículos periodísticos suman en sus obras completas casi ocho tomos de doce, aunque buena parte de estos son de crítica literaria, más un buen porcentaje, sobre todo al inicio y final de su carrera periodística, son de contenido político-institucional. Si se analiza esa esa abundante obra, como lo han hecho Lissorgues y Botrel, se advierte que Clarín era un periodista sagaz y mordaz, con una mirada inteligente, un conocimiento muy sólido y un bagaje de lecturas espectacular sobre las instituciones políticas, amén de un profesor con una robusta formación filosófica y jurídica. Sorprende su mirada crítica y descarnada del sistema político de la Restauración (anticipo de las censuras posteriores de la gente nueva y particularmente de los escritores de la generación del 98: Azorín, Baroja, Machado, Maeztu, Unamuno o Valle-Inclán, entre otros). No en vano Leopoldo Alas fue ya desde su tierna juventud (tenía entonces 16 años) republicano cuando se inició el sexenio democrático (1868). Se involucró en el periodismo de forma estable a partir de 1875, con 23 años, e inició una larga etapa de periodista en medios demócrata republicanos que se prolongó hasta principios de la década de los ochenta, donde gradualmente se fue alejando del republicanismo radical y aproximándose al republicanismo posibilista de Castelar, a quien había criticado duramente en los años anterioresen innumerables artículos. Permaneció fiel a Castelar hasta que el partido republicano posibilista se disolvió allá por el año 1895; pero se negó a ingresar en las filas del partido de Sagasta, pues nunca quiso aceptar la monarquía y fue republicano hasta su último suspiro.
La mirada política de Clarín es interesantísima, porque suma a las dos anteriores su inquebrantable compromiso republicano. Leopoldo Alas escrutó de forma inmisericorde en varios centenares de artículos y paliques la vida política del falseado sistema de la Restauración, con ataques furibundos a las fuerzas vivas del neocatolicismo y a los carlistas, e inquina especial hacia Cánovas (a quien trató en más de más de cien artículos y varios folletos literarios), pero también a Romero Robledo, a Sagasta y, cómo no, al ministro conde de Toreno, quien le cerró durante cuatro años el acceso a una cátedra universitaria. Mientras escribía la que ha sido calificada como la mejor novela del siglo XIX español, La Regenta, Clarín se enzarza en mil polémicas periodísticas y se enfrenta con su afilada pluma a quien se pusiera enfrente. Con particular encono se manifestó en contra de la gente nueva y la gente novísima (generación del 98), con la excepción de Azorín y Unamuno, a quienes respetó en sus primeros años literarios; no pudo ver cómo algunos de esos escritores que él tanto fustigó irían despegando con el paso de los años. Murió en 1901. Tenía 49 años. Su hijo Leopoldo, también Catedrático de la Universidad de Oviedo y rector, fue fusilado por las tropas franquistas en 1937 por haber sido subsecretario en 1931, e hijo de su padre, que nunca fue bien visto en la levítica y tradicional Oviedo, como ha analizado con rigor Ricardo Labra (El caso Alas “Clarín”. La memoria y el canon literario, Luna de Abajo, Oviedo, 2021; una obra que me recomendó Leopoldo Tolivar Alas, y que merece leerse).
