Nota Preliminar: Esta serie de diez entradas que se difundirán en este Blog en los próximos días y semanas, pretenden ahondar en la exposición oral de las siete cuestiones (y algunas otras que por razones de tiempo no se pudieron suscitar) planteadas por Manuel Arias Maldonado, en torno a la sesión que se celebró el 24 de octubre, viernes, y que tenía como enunciado España: y su reforma inacabada, en el marco de las charlas -debate sobre Pensamiento Político que, bajo la dirección y coordinación del catedrático de Ciencia Política antes citado, se realizan en el Centro Cultural de la Malagueta (Diputación provincial de Málaga). El contenido de la citada sesión puede verse y escucharse en el presente enlace: https://cclamalagueta.com/eventos/espana-y-su-reforma-inacabada-con-rafael-jimenez-asensio/
Esta sesión pretende, como expuso el profesor Arias Maldonado, abordar el siempre abierto o inacabado problema de la modernización de nuestro poder público, imprescindible para la reforma de la sociedad española. Tal empeño recuerda al mito de Sísifo que evocase Albert Camus: tan pronto como nos parece que vamos a depositar la roca en la cima de la montaña, hemos de bajar a recogerla de nuevo. Todos los intentos por transformar nuestras instituciones públicas, la administración y su sector público, incluido ese poder judicial asediado periódicamente por las fuerzas políticas, han resultado inconcluyentes. Ese fracaso es hoy más doloroso que nunca, ya que la crisis financiera trajo consigo un impulso regeneracionista que hoy parece abandonado: la corrupción partidista y el clientelismo público han vuelto a acaparar titulares. Para hablar sobre las razones que explican el atraso relativo de España en este terreno, entre ellas la falta de una genuina tradición liberal, desgranando los problemas y esbozando sus posibles soluciones, me acompaña hoy Rafael Jiménez Asensio, a quien agradezco que haya aceptado mi invitación y nos acompañe hoy en Málaga.
Primera cuestión: Los frustrados intentos de modernizar España desde el punto de vista institucional y la falta de arraigo del liberalismo político
1.- Tu trabajo se ha ocupado de asuntos que volvieron a ponerse de moda durante la crisis financiera, en la cual se produjo un breve renacer del anhelo regeneracionista que persigue modernizar el funcionamiento del Estado y racionalizar la política democrática. Es una corriente que está ya presente en la ilustración española y que ha sido enarbolada por diversas figuras intelectuales y partidos, viéndose frenada sin embargo una y otra vez en los púlpitos y las urnas. Me refiero, claro, a la tradición reformista del liberalismo político: ¿Cómo dibujarías su trayectoria histórica en España y cómo explicarías su falta de arraigo en nuestra cultura política?
(RJA)En España el Estado Liberal ha tenido un encaje muy complejo. Y en su dimensión de liberalismo democrático también. Nuestra historia político-constitucional ha sido muy desgraciada y llena de accidentes. El país, pocas veces ha tenido el sosiego necesario para afrontar sus siempre aplazadas reformas institucionales. Mi tesis está someramente expuesta en un librito reciente: Instituciones rotas. Separación de poderes, clientelismo político y partidos en España: EN ABIERTO PDF LIBRO RJA Instituciones rotas PDF-VERSIÓN ÍNTEGRA , que actualiza para España un libro anterior que titulé Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones, Marcial Pons, 2016). Aquel libro parte de que en España el Estado Liberal fue en buena medida una ficción: había instituciones liberales, pero su funcionamiento estaba cortocircuitado por el caciquismo político y una concepción patrimonial y oligárquica del poder. El liberalismo político apenas se asentó en las mentalidades y comportamientos de una clase política que decía creer en tales presupuestos, pero que no los practicaba. La triada clásica de poderes constitucionales del Estado Liberal (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) solo existía sobre el papel; en verdad, los dos últimos eran mera coreografía: el poder ejecutivo era el auténtico poder efectivo, conformado de forma bicéfala con una Corona intervencionista en política gubernamental y un Consejo de Ministros que ejercía como autoridad única de facto a través de que su presidente recibía los decretos de disolución de las Cortes expedidos por el monarca que permitían a un gobernante conformar mayorías artificiales a su antojo, pues los procesos electorales estaban totalmente falseados por la connivencia entre caciques, gobernadores civiles y ministerio de Gobernación (con ministros auténticos muñidores electorales: Posada Herrera, el Gran Elector; Romero Robledo, El pollo de Antequera, Gamazo, etc.). Eso fue así durante buena parte del siglo XIX y parte del XX, y tampoco se corrigió con la implantación temporal o definitiva del sufragio universal masculino, que tuvo corta vigencia en el sexenio democrático (1869-1873), y no se implantó definitivamente hasta 1890. Esa implantación, salvo en los grandes núcleos urbanos donde la falsificación electoral fue cada vez más difícil, sirvió de poco, puesto que los votos se seguían comprando. Lo expresó en términos diáfanos Clarín en uno de sus sagaces Paliques, al afirmar en 1896 (5 años después de la aprobación del sufragio universal) que, en verdad, esa reforma no había implantado el sufragio universal sino la cocina económica; esto es, “del principio un hombre, un voto; pasamos en España al principio de un hombre, un plato”. En fin, como es harto conocido, Joaquín Costa presentó en 1901 su Informe sobre Oligarquía y Caciquismo en España, donde se advertía que la Constitución material de España siempre había sido durante el siglo XIX la oligarquía y el caciquismo. Cambiar ese estado de cosas no era fácil, y lo cierto es que los políticos liberales españoles fracasaron estrepitosamente en ese empeño, pues directa o indirectamente terminaron conviviendo amablemente o con la boca pequeña con el caciquismo y todos ellos (o, al menos, la inmensa mayoría) practicaron los vicios propios del poder del momento: manipulación electoral, uso permanente del favor con sus amigos políticos, recomendaciones, prácticas de corrupción, enriquecimiento personal y familiar desde el poder, amiguismo, nepotismo, clientelismo político, etc.
En ese complejo contexto, que llega hasta 1923 o 1930, según se mire, reformar era un verbo que apenas se conjugaba por el poder de turno. Ni se reformaron Constituciones (donde el adanismo y la recreación fueron la tónica), ni tampoco, salvo excepciones puntuales, las reformas legislativas proliferaron, ni mucho menos se llevaron a cabo reformas sostenidas en el tiempo. Hubo, bien es cierto, algunas reformas, especialmente en los cortos periodos de liberalismo progresista (1820-23; 1836-37; 1854-56 y 1869-73), principalmente de orden político-liberal (sufragio, derechos y libertades, poder judicial, etc.); pero también, más excepcionalmente, se hicieron reformas en los largos períodos de vigencia de gobiernos conservadores (organización provincial; instrucción pública; función pública, etc.); pero fueron reformas formales o duraron poco. En cualquier caso, no se puede perder de vista que el Estado Liberal español, que no se asienta formalmente hasta 1837-1840, se desarrolló principalmente bajo los auspicios de un liberalismo doctrinario, que había triunfado en Francia pero que este país abandonó por completo tras la Revolución de 1848, mientras que en España tuvo una impronta temporal mucho más larga durante el período isabelino (1843-1868) y el sistema político de la Restauración (1875-1923). Así, durante esos dos períodos, las bases doctrinales del sistema constitucional e institucional en España se asentaron sobre la concepción de soberanía compartida (Rey/Cortes) y de sufragio censitario (hasta 1890). El liberalismo progresista solo estuvo en el poder cortos períodos de tiempo y accediendo al poder mediante pronunciamientos; algo que se corrigió en el sistema político de la Restauración con esa falsa alternancia política que se denominó el turno pacífico. Construir con esos mimbres un firme Estado Liberal democrático sobre bases doctrinales se convirtió en un pío deseo. La historiografía española siguió usando la forma convencional de Estado Liberal, si bien resaltando sus enormes déficits. El historiador Luis Castells ha escrito recientemente sobre de ese Estado Liberal de papel (REP).
A las reformas se oponían siempre los obstáculos tradicionales (Corona, Iglesia, corrupción electoral), que se fueron diluyendo con la entrada en el nuevo siglo XX, pero algunos de ellos (Iglesia) revivió con fuerza durante las dictaduras primorriverista y franquista, ambas de marcado acento nacional-católico. Y el intervencionismo de la Corona alcanzó hasta 1923-1931, con las conocidas como crisis orientales y el funesto papel del rey Alfonso XIII, bien estudiado por Moreno Luzón en su imprescindible obra El rey patriota. La corrupción electoral ya en declive duró hasta la Segunda República, en las que todavía algunas huellas de caciquismo estaban presentes. Este régimen político abordó la pretensión de cambiar en pocos años un país conformado durante siglos y medio. Y no lo pudo lograr ni tampoco le dejaron. Tras la caída del régimen de la Segunda República vino la larga noche del franquismo, un paréntesis de casi 40 años que dio lugar a un país hundido y en retroceso como patología sangrante en una Europa democrática tras 1945, que vivió la era de los treinta gloriosos años de despegue, mientras España seguía estancada en sus viejos demonios: el fanatismo y la intolerancia religiosa e ideológica. Un país, al parecer, irreconciliable entre sus dos mitades. Las elecciones democráticas en España no llegaron hasta la transición política y la Constitución de 1978. Este texto constitucional, hoy en día tan denostado, olvidado o simplemente preterido, con todas sus limitaciones, ofrecía después de mucho tiempo la posibilidad de asentar definitivamente un liberalismo democrático, sobre una base de convivencia. Era quizá nuestro último tren para modernizar el país antes de iniciar el siglo XXI en el que ahora estamos inmersos. Y España se modernizó, y bastante, pero no tanto su sector público ni sus instituciones que seguían hipotecadas por los obstáculos intangibles, a los que luego se hará referencia.
La Regeneración como corriente de reforma o renovación institucional, social y económica llegó muy tarde y sin fuerza. Es cierto que con el despotismo ilustrado de Carlos III, se produjo un momento crítico que parecía alumbrar un reformismo y un afán de mejora del país; pero las luces pronto se apagaron. La saga de monarcas fatales, con Carlos IV y su necio y peligroso hijo Fernando VII, hizo el resto. El final del absolutismo fernandino o de la primera guerra carlista parecían abrir ventanas a las reformas; pero pronto se cerraron. Tampoco el sexenio democrático (1868-1874) consiguió reformas estructurales firmes en el plano institucional. Hubo que esperar hasta los traumáticos efectos del Desastre de 1898, que conmocionó España y abrió un proceso de descomposición política que, hasta cierto punto, 127 años después, aún no se ha cerrado, para que la regeneración estuviera en boca de todos. Sin embargo, ese regeneracionismo finisecular, tras un empuje inicial, se diluyó sin prácticamente materializarse en nada. El régimen político de la Restauración, con unas instituciones degradadas, una política y unos políticos impotentes, ineficientes y alejados de la ciudadanía, se fue autodestruyendo a sí mismo, hasta abrir las puertas a una dictadura. En efecto, el regeneracionismo tuvo un saldo negativo. Su enfoque hidráulico (como escribió Clarín), auspiciado por el tándem Costa-Alba-Cámaras de Comercio e Industria, no dio con la tecla ni se asentó como corriente social pretendidamente apolítica, pero que pretendía hacer política. Las soluciones ulteriores de la revolución “desde arriba” de Maura y la utilización torticera de la figura de Costa con su solución del “cirujano de hierro” por parte de Primo de Rivera, terminaron por arruinar las soluciones regeneradoras que se quedaron prácticamente en nada (reforma local; limpieza electoral muy limitada; reforma de la función pública). Las élites políticas gobernantes, junto con la burguesía industrial, fueron incapaces de reformar prácticamente nada: mantener el statu quo fue su objetivo, aunque remozado con reformas aparentes. La Segunda República, en un contexto adverso, pronto se polarizó y tampoco consiguió llevar a cabo más que reformas puntuales (agraria, ejército, educación), pero que carecieron de continuidad y algunas de ellas fueron muy contestadas: la fractura política se fue abriendo y enconando hasta el golpe militar y la guerra civil subsiguiente. Las dos Españas, siempre latentes, estallaron en un país acostumbrado a dirimir sus diferencias por guerras civiles (3-4 en la edad contemporánea).
Tras el franquismo (1939-1976), la llegada del régimen democrático de 1978 comportó el retorno silente de la España clientelar, con unos actores protagonistas entonces: los partidos, preñados de una “cultura política llena de patologías heredadas”, que se fueron haciendo cada vez más omnipresentes conforme unos precarios partidos políticos en sus inicios fueron adquiriendo una fuerza cada vez mayor y un control más intenso de las instituciones con tendencia a expandirse no solo por el sector público sino por el mercado, como así ha sido. Los partidos de factura oligárquica o más recientemente cesarista, se convirtieron en los nuevos señores del poder y terminaron castrando al propio sistema democrático que les dio vida, rompiendo sus frenos de control del poder y apropiándose de sus instituciones, o con indisimulada vocación de hacerlo. Y, en cuanto a la pretendida regeneración institucional tanto los partidos viejos como los nuevos actuaron con un cinismo político propio de la política decimonónica, en la que España parece estar anclada.
