LA CORRUPCIÓN QUE (SIEMPRE) NOS ANEGA

“El déspota es un insensato que arranca cada día algunas piedras del edificio que le cubre”

(Barón d’Holbach, 1773)

“Los gobernantes malos son siempre, en definitiva, malos gobernantes”

(José Luis Aranguren, 1985)

Una vez más en estos años ha vuelto a saltar otro escándalo de corrupción política que mancha al principal partido del Gobierno, que llegó para regenerar la vida pública frente a la corrupción del partido gubernamental anterior y que ha caído en las mismas garras, sin hacer nada al respecto. Este nuevo caso pone contra las cuerdas a quien ha elegido a semejantes tunantes y depredadores de lo público, que han sido antaño sus más fieles colaboradores en las tareas políticas más opacas. Si eso era lo mejor que tenía el partido para dirigir la organización, apaga y vámonos. Ahora bien, por algo los nombró. ¿O no?

Mas si se trasciende un poco y se echa la vista atrás o se mira lateralmente, se observa cómo la corrupción en España es sistémica. Ha afectado prácticamente a todos los partidos de gobierno, y bajo su terrible manto se han cometido tropelías sinfín. La corrupción ha sido y es el característico estilo hispano de hacer política. Viene de lejos. Esa corriente de corrupción, que como el Guadiana aparece y desaparece si bien nunca cesa en su curso, tiene como sujetos privilegiados a los partidos que tocan poder, como mediadores/comisionistas a políticos de perfiles mafiosos y sin escrúpulos (que, al parecer, abundan) y como cooperadores necesarios a empresarios o personas que dicen serlo, cuando no a cargos públicos y funcionarios que miran para otro lado. Hay muchos casos de enriquecimiento personal de políticos, pero también de financiación ilegal de los partidos. Las instituciones de supervisión y control de este tipo de malas prácticas, no funcionan en España (son “decorativas”, según término del profesor Malem), pues están capturadas por amigos del poder y en el grosero reparto de sus poltronas los partidos obran como un auténtico cártel. Miren, por ejemplo, quiénes son responsables de la sección de fiscalización de los partidos en el Tribunal de Cuentas (dos personas designadas por los principales partidos; se pueden imaginar por qué). El Poder Judicial cuando interviene, es lento y a veces incluso poco efectivo, por tardío. Solo fiscaliza la punta del iceberg. En estos ya casi 50 años de un sistema autodenominado democrático, los escándalos se han multiplicado conforme los partidos, gobernantes y políticos iban concibiendo cada vez más al Estado “como una gran matrona dotada de dos ubérrimas mamelas” (A. Sawa) de las que se puede succionar todo en beneficio propio. Lo del interés general en la política española siempre ha sido un pío deseo.

La imagen que transmite la corrupción política es demoledora. El daño reputacional al sistema político constitucional, irreparable. La desconfianza y desconexión ciudadana hacia sus autodenominados “representantes” (de sí mismos y de sus intereses), es ya absoluto. Si bien, la docilidad de la ciudadanía española, incapaz de articular una resistencia cívica y democrática (por debilidad de la sociedad civil) ante tales saqueos, resulta un factor determinante para que esa cohorte de sátrapas que, protegidos por sus propios partidos, siga campando a sus anchas, sin que apenas se inmuten, mientras partidos y gobiernos hacen prestidigitación falaz con el relato apoyados por las milongas que cuentan sus respectivos periodistas palanganeros a sueldo y, en algún caso incluso, sus asesores con doctorado en ética del engaño.

Los llamados líderes políticos, sus actuales partidos endogámicos que actúan como sociedades de socorros mutuos, los políticos que ejercen de tales (con vocación de hacerlo durante toda su vida y nutren esa larguísima nómina estatal, autonómica y local) y sus amigos políticos, son los exclusivos y grandes beneficiarios materiales de la corrupción política sistémica. También los mayores enemigos del sistema democrático que dicen defender. El daño reputacional les es indiferente. Gracias a la corrupción alimentan su peculio o el de su partido, o benefician a familiares y amigos, empresas o periodistas voceros del poder de turno, que son legión. Si los políticos están en la oposición, la contingente corrupción les da recurrentes argumentos para pedir la dimisión del político gubernamental de turno y así cumplen esa aparente función democrática, que no es tal; pues antes, ellos o sus predecesores, hicieron lo mismo. Y luego, cuando alcancen el poder, volverán a las andadas. Pero esa corrupción no es solo estatal (la más visible), también tiene tentáculos muy largos en las Comunidades Autónomas y en las entidades locales. Y no digamos del sector público empresarial y fundacional, que es la cueva de Alí Babá de la política, como estamos viendo un día sí y otro también con escandalosas noticias.

Muchas veces, es una corrupción gris (o menos llamativa), pero persistente y letal. Cuando se nombran absolutos incompetentes para dirigir un departamento, dirección general o empresa pública de un Gobierno, también hay corrupción, pues los efectos diferidos serán brutales y alguna vez incluso con terribles consecuencias personales y patrimoniales (Covid19, Dana Comunidad Valenciana, etc.). Asimismo, quien designa a personas marcadamente parciales (miembros de su partido, exministros o ex altos cargos, familiares o amigos) para cubrir cargos en instituciones de supervisión, control, etc.) o que carecen de las cualificaciones requeridas, está corrompiendo el sistema institucional y vaciando su sentido y razón de ser con fines marcadamente espurios, cuando no iliberales. Contratar a personas por nepotismo o manipulando los procesos selectivos, es igualmente corrupción. Ni que decir tiene que todas estas prácticas y otras muchas más, se han ido instalando y agravando cómodamente en el actuar de los distintos niveles de gobierno, de quienes los dirigen, de unos medios de comunicación duros con el enemigo y complacientes al máximo con los amigos políticos, así como permitidas indolentemente por una ciudadanía que, si bien parece escandalizarse, nada hace por evitarlo.

No hay nada más cínico en la política española que el lema de tolerancia cero frente a la corrupción, que airean los políticos cuando el enemigo se ve incurso en un caso o cuando el lodo les cerca en casa propia. Ni se lo creen, ni se lo han creído nunca, ni se lo creerán. El movimiento se muestra andando. Y ningún partido de gobierno, tampoco quienes gobiernan, hizo nunca nada por atajar la corrupción. Les gusta mirar al otro lado o invocar la vergonzante expresión “y tú más”. Como si tener algo de mierda menos en tu sucia casa te diera patente de limpieza.

La corrupción política es hija primogénita del Estado clientelar de partidos, que hoy en día ya es el sistema efectivo de gobierno en la España “constitucional”. Mas la corrupción también estuvo totalmente presente en regímenes absolutistas o dictatoriales (en los que la concentración del poder evita cualquier control). Frente a quienes piensan que la corrupción política es un mal del sistema democrático o de aquellos que sitúan sus orígenes en el franquismo, cabe constatar que esas prácticas corruptas son, al menos, consustanciales a la práctica política de la España de los siglos XIX, del XX y del actual XXI. En este país la oligarquía y el caciquismo, primero, tanto del sistema político isabelino como en el de la Restauración (la “España de los turrones”, que diría Juan Valera), con el paréntesis del sexenio democrático (que tampoco mejoró las cosas en este punto), y luego las expresiones autoritarias o dictatoriales (que en el siglo XX español alcanzaron casi medio siglo), fueron caldo de cultivo de una configuración de lo público como patrimonio del partido vencedor. El Estado de partidos que nace en el período de Entreguerras, en España se retroalimenta de los vicios caciquiles y de la concepción patrimonial del poder, que vuelven con fuerza estas últimas décadas: quien lo obtiene, reparte turrones entre los suyos. Las mordidas -vía la figura esperpéntica del comisionista– se han instalado en el ámbito de la contratación pública (la verdadera tarta de reparto de la política española) y allí actúan sin rubor alguno políticos chabacanos. Esta lacra parece haber adquirido carta de naturaleza, a pesar de una regulación normativa de contratación pública exhaustiva, mastodóntica y pretendidamente garantista, mas también poco efectiva, que es incapaz de evitar que las adjudicaciones se sigan haciendo en muchos casos con ese sesgo partidista o patrimonial en beneficio de intereses espurios. La pregunta es cómo en un sistema de contratación pública “profesionalizado”, “transparente” y de pública licitación, también “íntegro” dice la ley (mejor dejémoslo), la adjudicación de contratos públicos sigue siendo el lodazal en el que chapotean cómodamente políticos sin escrúpulos. Y mejor ni pensar sobre qué puede estar pasando con la contratación pública en la gestión de fondos europeos. Los planes de medidas antifraude tapan con tiritas una profunda herida gangrenada. La desactivación partidista de los sistemas de control, y la deconstrucción de la función pública profesional en España, junto con la mastodóntica configuración de un incontrolado sector público empresarial (el patio trasero, que nunca se debe mostrar, de la política española), pueden ofrecer algunas respuestas.

La corrupción no solo mina el ya ínfimo crédito del que gozan hoy en día la política y los políticos, sino que también devasta las instituciones democráticas anulando este calificativo. Su generalización abre las puertas a soluciones autocráticas como presunto remedio salvador. Ya pasó hace poco más de un siglo, y nadie nos dice que, con otro formato, no vaya a pasar ahora. Con esos comportamientos políticos devastadores de lo público se multiplican las expresiones más extremas. El régimen constitucional de 1978 está cavando su fosa con la letal vitalidad del Estado clientelar de partidos, con un corporativismo rancio que nos lleva a tiempos pretéritos, y con unas instituciones rotas (Ver, en abierto: RJA Instituciones rotas PDF-VERSIÓN ÍNTEGRA). La corrupción política representa el batallón de termitas que mina desde dentro del sistema institucional y constitucional español.

Si los partidos siguen empeñados en mantener durante toda su vida a esa legión de políticos amorales,  que solo saben vociferar al enemigo y vivir cómodamente de los privilegios y de la púrpura de la política, en ver pasivamente, además, cómo algunos de sus militantes y cargos se enriquecen con medios ilegales o adoptan conductas esperpénticas y nada ejemplares (contratar servicios sexuales, organizar fiestas del estilo más cutre), el caldo de cultivo para que algún (partido) redentor y demagogo de factura autoritaria se haga con el poder, es evidente.

También se puede dar el caso de que este hedor corrupto, cada día más insoportable, sirva como medio para vendernos una regeneración desde el poder, realmente una farsa, de la que hay que desconfiar siempre (Ver: :https://rafaeljimenezasensio.com/2025/05/25/la-regeneracion-politica-como-farsa/) ¿Cómo van a regenerar quienes son los causantes y actores directos de tales males? Provenga de quien gobierna o de quienes le sucedan. Nos han vendido tantas veces la burra de la regeneración, que es esta una expresión absolutamente quemada. En esta España sin pulso ciudadano, de periodistas por lo común banderizos y políticos cada vez (duele decirlo) más indecentes, pónganse en lo peor. Y prepárense para lo que vendrá después, retroalimentado por tantos atropellos. Les han dejado el terreno expedito y el país sin frenos para  que asalten el poder a su antojo y pongan en jaque, más aún, al Estado democrático. Bonito futuro que nos espera.

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