LA REGENERACIÓN POLÍTICA COMO FARSA

“No se puede creer en regeneradores, porque fallan los principios motrices para toda regeneración”

(Leopoldo Alas, “Clarín”)

Preliminar

Hace unos días, en su tribuna semanal del diario La Vanguardia, el periodista Fernando Ónega dedicaba su columna a este tema y hacía hincapié en que la futura regeneración de la política que se llevara a cabo en España necesariamente debería prestar atención a las maltrechas instituciones. Hasta ahí, de acuerdo. Mas sorprende cómo un veterano periodista, con suficiente información y un poso de lecturas, todavía pueda predicar ingenuamente algo que en España siempre que se ha intentando se saldó con un sonado fracaso.

La regeneración es, en este país, una noción calcinada por su mal uso y su descarado abuso. Hay que desconfiar, como premisa, si tal regeneración se plantea por la política y afecta a ella misma o a las instituciones que capturan o en las que se instalan. Cuando se ha traído a colación, sus resultados han sido pírricos, por no decir que nada real consiguieron. Hace menos de quince años, con el movimiento del 15M, se habló mucho de ello y se quedó en nada. La nueva política, como siempre había sucedido, envejeció en tiempo récord, y cayó en los mismos males, corregidos y aumentados, que los existentes antaño y ahora propios de la vieja política que siempre nos abraza, y en no pocas veces nos ahoga. Y así seguimos, como siempre, hablando de algo que suena muy bien, como es conjugar el verbo regenerar, pero que nadie se lo toma realmente en serio. En España, reformar y regenerar son dos verbos que la política no conjuga. Y, con esta política cínica, inmoral, llena de imposturas y de una mediocridad supina que nos invade, menos aún.

De regeneración se habló mucho en España tras el terrible impacto del Desastre de 1898. Y ahí quiero volver. Surgió entonces un movimiento llamado regeneracionista que fue impulsado desde círculos políticos e intelectuales, si bien limitados aunque representativos, y tras el aireado Informe sobre Oligarquía y caciquismo presentado en el Ateneo en 1901 por Joaquín Costa, y en el que intervinieron una amplia nómina de académicos e intelectuales, mas también no pocos políticos, el impulso inicial y algunas tibias medidas políticas impulsadas por Silvela, Maura (la pretendida Revolución desde arriba), Canalejas y otros, terminaron dando paso al derrumbe del largo, extenso y ficticio sistema político de la Restauración en 1923 por el golpe militar de Primo de Rivera. El antiparlamentarismo y la antipolítica, tan aireada en las dos décadas previas, abrieron la puerta a ese esperpéntico “Cirujano de hierro” que pretendió representar entonces chapuceramente quien fuera capitán general de Barcelona.

No todos los intelectuales, sin embargo, se alinearon con ese movimiento regenerador. Reconocidos literatos decimonónicos liberales o republicanos, como fueron los casos, respectivamente, de Valera y Clarín, por ejemplo, no mostraron grandes simpatías por ese impulso regenerador que enfebrecía a la intelectualidad del momento, aunque tampoco la gente nueva (la mal llamada “Generación del 98”: José-Carlos Mainer y Jordi Gracia, 1996) se alineó con las tesis de Joaquín Costa, con la excepción de Miguel de Unamuno, adoptando una posición de retraimiento calculado, en algunos casos con movimientos políticos un tanto sorprendentes. El propio Clarín escribía perplejo lo siguiente: «¿Será verdad que Maeztu, un señor Baroja y Martínez Ruiz visitaron a Polavieja ¡a Polavieja! para discutir las ventajas que podría sacar España de la implantación de una dictadura que fuese a un tiempo liberal, técnica y antiparlamentaria?» (1899). Luego estaban, obviamente, los intelectuales y políticos ultraconservadores o neocatólicos, que echaban las culpas de los males de España al liberalismo imperante, a la emergencia del nacionalismo/separatismo y del incipiente aún socialismo. Esos ismos irán conformando los particulares fantasmas de la política en este país durante las siguientes décadas.

“El regenerador” de Leopoldo Alas, “Clarín”

En ese contexto, antes incluso de que finalizara el siglo XIX, el prolífico periodista y crítico Clarín reitera en diferentes artículos su satírica visión frente a cómo pretendía resolver el problema de España ese inicial movimiento regeneracionista, impulsado por Joaquín Costa y algunas fuerzas políticas y sociales de cariz conservador o de centro, aunque también de izquierda templada, con algunos republicanos que se sumaron a la iniciativa. Fue muy duro Clarín con quienes despectivamente denominaba como los hidráulicos, un regeneracionismo teñido de intereses económicos y comerciales, que descuidaba un aspecto central, como era el idealismo de una moral republicana, frente a la indecencia en la que había derivado el denostado sistema político de la Restauración, y olvidaba, sobre todo, la educación como pilar esencial de ese radical cambio de hacer las cosas en España.

En la revista La Vida Literaria en 1899, publica Clarín una magnífica pieza que gráficamente denomina El regenerador, donde con las destrezas literarias y toda la carga de ironía que tenía este gran escritor, que era mucha, dibuja con precisión cómo en España la política tradicional resolvía cotidianamente los asuntos de esa pretendida regeneración en sus maltrechos comportamientos institucionales. Nada nuevo, lo de siempre; pero conviene recordarlo para saber cómo los políticos afrontan en este país tales exigencias y de qué manera las resuelven. Su descripción en nada se aleja de lo que hoy también ocurre. Un breve resumen de lo allí expuesto nos deja muy claro cómo actuaba ese regenerador parvenu. Así lo describía Alas:

“Le sorprendemos en uno de los momentos felices de su vida. Está comiendo en la fonda, en el hotel, como él dice siempre, de primera clase, en la mesa redonda, en la que hay señoras que a él se le antojan duquesas y muchos comisionistas. Está comiendo de gorra. ¿Quién paga? El Municipio. El Regenerador es concejal y está en Madrid, con otros ediles de su pueblo, gestionando el pronto despacho de ciertas gollerías para el Ayuntamiento de la ciudad que le vio nacer”.

Como él mismo pensaba, “comer en la fonda, sin pagar, ¡qué dicha!”. No es como también se describía un “degenerador”, sino un “regenerador”, quien viene (o eso dice) a hacer algo nuevo. Aunque Clarín lo tenía claro, era aquel un representante más de aquella saga tan abundante entonces (y mucho más ahora) de “bandidos de la política”.

En verdad, el regenerador tenía muy claro que “la moral (en política) es un mito”. Y describía su cursus honorum en esa actividad pública que siempre aporta buenas nueces al patrimonio privado:

“Nació -escribía Clarín- en la trastienda de una droguería, y allí se crío y se educó. Desde sus más tiernos años aprendió la diferencia que va desde la tienda a la trastienda. La tienda es el teatro, allí se engaña (a los clientes o ciudadanos), se les da droga maravillosa (promesa electoral), que todo lo cura … En la trastienda se falsifica el producto auténtico, con firma y todo: allí se viste al gato y se le disfraza de liebre”.

“Al llegar a cierta edad el Regenerador se fijó en la política, y le fue (una actividad) muy simpática, por lo mucho que se parecía a una tienda … con su trastienda. Pero él llegaba a la cosa pública en tiempos en que este tráfico estaba muy desacreditado, y en que era lo corriente renegar de la política, para meterse en ella” (¿les suena?).

“Si al principio figuró, en segunda línea, en un partido liberal, abandonó sus filas, cuando comprendió que por ahí no se iba al poder, y aprovechó la ocasión para entrar en un Ayuntamiento (o en un partido) que se declaró ‘enemigo de toda política y puramente administrativo’ (…) Lo había dicho siempre: ‘Menos doctores y más industriales. Menos políticos y más Administración. Comercio, mucho comercio … que es la sangre de los pueblos … Y la mandíbula del lobo, ¡tris tras!, devora la carne en la mesa redonda del hotel … y refiere a los comisionistas que le rodean los planes que el Regenerador abriga para cuando se reúna la gran Convención de los industriales y comerciantes”.

En este punto la crítica de Clarín, sin citarla expresamente, se dirige claramente a la Unión Nacional y a los planes de Costa, pues coinciden temporalmente con la creación de ese partido y de su plataforma. Como reconoció Yvan Lissorgues, quien recopiló y comentó atinadamente buena parte de los escritos políticos de Clarín en sendas publicaciones (1980 y 2007), al profesor y periodista crítico, republicano sincero durante toda su vida, no le agradó esa pretendida regeneración que tomaba visos de ser falsa por insincera, como todas las otras que  continuarían, pues en el marco de unos objetivos que se podían compartir había una “trastienda” evidente de intereses propios o de clase (también política). En el fondo lo que se pretendía era seguir gobernando (o comerciando) en momentos críticos cuando el país se desmoronaba, fruto de la conmoción surgida tras el Desastre del 98, y ello exigía adoptar esas dosis de funambulismo que la mentirosa y prestidigitadora política española siempre tenía en la chistera. Así lo hicieron entonces y así lo seguirán haciendo después. Si, en aquel momento, con ese durísimo contexto político y económico, no fue posible llevar a cabo apenas ninguna regeneración que se precie, cabe imaginar qué suerte correría esa idea en el futuro. Su bastardeo ha sido la regla. Y ahí seguimos.  

A la perspicaz e inteligente mirada de ese gran literato, periodista crítico y analista político que era Clarín, no se le podía engañar con tales remedos. Aunque respetaba a los «regeneradores serios» (ensayistas), desconfiaba de los políticos regeneradores o de quienes se investían así. En uno de sus tempranos paliques (1878), el escritor ya enunciaba la enorme desconfianza que le generaban esos salvadores patrios (que, a partir de entonces tanto abundaron y aún abundan), y que él llamaba gobernantes cismáticos de España, cuyo lema era “¡Salvar al pueblo sin el pueblo!”. Según concluía “ese ha sido siempre el programa de los tiranos y de los déspotas”. Leopoldo Alas, desgraciadamente, no viviría para ver cómo se cumplían sus más sombríos pronósticos. Murió tempranamente en junio de 1901. Ni siquiera participó, a diferencia de sus también ilustres colegas de la Universidad de Oviedo de esa saga inolvidable (Altamira, Buylla, Posada y Sela), en los debates sobre el Informe de Costa a principios de ese mismo año en el Ateneo. Tal vez esa ausencia se debiera a su delicado estado de salud o quizás se produjera por sus enfrentadas tesis a tales propuestas. Nunca lo sabremos.

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