LECCIONES DE JUAN VALERA: EL FRACASO DEL LIBERALISMO TEMPLADO EN ESPAÑA (*)

JUAN VALERA

«El poder político estriba en el industrialismo, en la buena Administración de la Hacienda y en el ahorro. La carencia de tales virtudes, nuestra escasa laboriosidad y nuestro despilfarro y desorden administrativo, nos tienen descontentos unos de otros, echándonos mutuamente la culpa de recientes mudanzas y desastres»

(Juan Valera)

Preliminar

El pasado mes de octubre se han cumplido dos siglos del nacimiento del gran novelista, epistológrafo y ensayista que fue don Juan Valera. A esas tres facetas citadas del autor se unió su intensa actividad de diplomático y político, actividades que fueron sustancialmente las que nutrieron de recursos su existencia. Juan Valera fue, además un erudito: excelente crítico literario, amante de las lenguas clásicas, historiador, filósofo, poeta, lector empedernido, políglota y autor de extraordinarios cuentos y alguna obra de teatro, amén de periodista e incluso circunstancialmente profesor y miembro de tribunales de cátedras universitarias.

A pesar de todos los detalles que el autor contó sobre sí mismo en su magnífica, inigualable y abundante correspondencia, su vida ofrece aún puntos oscuros. Su “misteriosa e incalificable personalidad”, como la definiera Clarín, abre un mundo de sorpresas a quien se acerca a la vida de tan singular y fascinante personaje. No era, en efecto, don Juan un hombre fácil en su personalidad, que por lo demás fue siempre muy acusada en sus rasgos propios.

La primera idea que tuve al abordar la obra de Valera fue comparar su liberalismo de factura conservadora-centrista con el liberalismo progresista de don Benito Pérez Galdós (que analicé al hilo de su obra en el libro El Legado de Galdós, Catarata, 2023). Fueron ambos dos enormes escritores decimonónicos españoles, que -en las manifestaciones de su personalidad- se asemejaban al aceite y el agua. De esa idea inicial, solo ha quedado una pequeña huella en el artículo publicado recientemente por Letras LibresValera y Galdós. Vidas paralelas.

Sin embargo, cuando profundicé en la obra de Juan Valera y especialmente en su correspondencia y en sus ensayos, debo reconocer que me fascinó el personaje, sus andanzas y su extensa y diversificada obra. Algo parecido a lo que le ocurrió a Manuel Azaña -sin pretender ni por asomo compararme con tan ilustre escritor y político- quien repescó del relativo olvido la figura de Valera cuando recibió el premio nacional de Literatura en 1926 por su hasta hace poco inédita obra Vida de Juan Valera. Así, capturado por esa imagen, me adentré en esta semblanza personal y político-diplomática del ilustre egabrense que llevé a cabo en este reciente libro (Juan Valera. Liberalismo político en la España de los turrones, Athenaica, 2024).

En esta entrada pretendo resaltar en qué medida el pensamiento de Juan Valera sigue teniendo innegable actualidad, especialmente por lo que respecta a su obra ensayística y, más en concreto, a su liberalismo templado, del que fue defensor acérrimo y que ninguno de los partidos españoles decimonónicos centrales de los respectivos sistemas políticos asumió realmente. En este fracaso de sus tesis -y en la prolongación de un sistema oligárquico-caciquil- está incubado también el malogrado Estado Liberal en España, que tan funestas consecuencias tuvo en el siglo XX y, asimismo, en un cada vez más declinante Estado Liberal Democrático puesto en marcha tras la Constitución de 1978.

Del pensamiento de Juan Valera recogido a través de su obra se aprende mucho, mas lo que aquí sigue son solo unos retales incompletos de este modo tan particular de percibir lo que era España, sus partidos y gobernantes (el grupo exiguo)su historia y pesado legado, así como la imposibilidad existencial que tuvo este país durante largo tiempo de ordenar su convivencia y vivir en un necesario sosiego que sembrara la prosperidad de sus pueblos y gentes.

Juan Valera: diplomático y político

Valera desarrolló sus actividades de diplomático y político (que, junto con sus intermitentes contribuciones literarias y ensayísticas, así como piezas periodísticas, ocuparon prácticamente toda su vida profesional) durante los sistemas políticos isabelino y de la Restauración, así como en el paréntesis del sexenio democrático (1868-1874). Vivió los continuos ensayos frustrados de construcción del Estado Liberal en España, que se quedó en mera caricatura. Las heridas abiertas por la tormentosa historia de este país eran muchas, algo que advertirá el escritor en varios momentos de su vida. Algunas venían de lejos. Y don Juan las analizará magistralmente, diferenciando siempre los síntomas de la enfermedad de lo que eran -como él decía- sus propias causas. Ese es el enfoque que aplicó, por ejemplo, a su exquisito y singular análisis sobre el letal fenómeno patrio de la Inquisición, que sembró de fanatismo religioso este país y lo alejó de los vientos europeos de tolerancia religiosa. Fue don Juan un ardiente defensor de la libertad de creencias, en un país entonces casi monolíticamente católico.

Al egabrense, en efecto, le alarmó siempre el fanatismo religioso y, como derivación de este, también el sectarismo político. Su liberalismo templado, o su catolicismo liberal teñido de escepticismo, le alejó de los extremos. España tenía una honda huella de fanatismo e intolerancia que se manifestó con fuerza en el propio siglo XIX (absolutismo y guerras carlistas), y que el infausto siglo XX (hasta 1978) no hizo sino agravar. Expresiones extremas que parecen tomar ahora nuevos vuelos.

El autor escribió que, en punto a estar mal, somos potencia de primer orden: “El malestar de España debe atribuirse a todo el mundo, y no a un grupo exiguo de ambiciosos, aventureros y de necios” (esto es, a los políticos; quien él, al menos con algunos de ellos, salió en su defensa). Valera lúcidamente imputaba también los males del país a una ciudadanía sin pulso. Mas el grupo exiguo era también fuente de corrupción, como lo es aún ahora en demasiados casos, según estamos viendo. Tal como expuso: “Nadie es tan aficionado a contar escándalos y a hablar de los chanchullos de los otros como aquellos que tienen fama de haber chanchulleado. Lo que ansían es que se afirme la creencia de que todos hacen lo mismo”. ¿Les suena?

En 1903, dos años antes de su fallecimiento, en el discurso de los juegos florales de la ciudad de Córdoba, que leyó su hijo Luis, el egabrense hizo autocrítica de su vana dedicación a esa actividad política que nada apenas le reportó, salvo los consabidos turrones (cargos públicos temporales), y le condujo a aplazar siempre su dedicación a las letras: Ese prurito de notoriedad, el afán de lucirse, es mal gravísimo cuando se apodera de muchas personas y viene a ser a modo de epidemia”. En ese mismo discurso, capta con destreza el autor la esterilidad de esa “política palpitante”, en la que nunca terminó por encajar. Y expone agudamente que las reformas al fin y a la postre nada cambiaban, lo que ya entonces (como ahora) conducía a una esclerosis de la que España nunca sabía salir airosa.

Hay otro discurso tardío de don Juan, el de su recepción final tras años de procrastinación (más bien décadas, pues por dos veces estuvo nominado) en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, leído en 1904, a pocos meses de su fallecimiento, donde el egabrense muestra la solidez de sus tesis del liberalismo templado en un marcado elogio a la figura de Antonio Cánovas como pensador político y teórico. Allí refleja Valera auténticas perlas de su pensamiento político, tales como:

“La elevación de un pueblo y su decadencia y ruina no se verifican con tanta rapidez como se cambia una decoración de teatro”

“Nadie, a no estar loco, entenderá nunca por igualdad democrática o ante la ley el que sean iguales todos los hombres en saber, en propiedad o en inteligencia”

“El más hábil y brioso, y el mejor intencionado de los gobernantes, poco o nada logra sin el auxilio, crédito y plena confianza de su pueblo”

Tras los durísimos efectos del Desastre del 98, Valera en ese discurso reiteraba algunas de sus tesis sobre la necesidad que tenía España, en tal momento crítico, de dejar sus luchas fratricidas, que hacían, por un lado, inviable la construcción de un espacio de convivencia común, algo que él -amén de imputar tal fracaso asimismo a una política cainita y a unas luchas sociales que comenzaban a reverdecer en España- achacaba también a unos insanos regionalismos separatistas, que “no proceden solo de medieval atavismo, sino de presumir que en tal o cual región de España nos hemos adelantado y puesto al nivel de los más nobles pueblos y razas, mientras que el resto de los desventurados españoles se hunde cada vez más o se queda a la zaga”; y, por otro, abogaba por la necesidad de abandonar para siempre “nuestra escasa habilidad para producir riqueza, y nuestra falta de circunspección, parsimonia y tino en gastarla”. Males de los que dejó reiterada expresión en su copiosa correspondencia de estos años y en algunas contribuciones periodísticas.

La búsqueda de un escenario político y social español de sosiego y paz, tras el batacazo humillante de la pérdida de las últimas colonias de ultramar, le hacía rehuir, como siempre lo hizo, de las revoluciones y de los extremos; pero en este caso va más lejos. Quizás, en aquel momento crítico y cuando su vida se apagaba, Valera advertía que aquella descentralización interna como solución a un colapso como el del 98,no era -a su juicio- un remedio tan urgente y expeditivo como entonces se pretendía. En todo caso, ese fue un melón que se abrió entonces y aún no se ha cerrado ahora, 125 años después. Mientras tanto pasaron muchas cosas. 

El liberalismo templado de Juan Valera

La evolución política de Valera vino marcada por la contingencia. De visión inicialmente progresista en su juventud, que su padre liberal avant la lettre le recomendó abandonar, transitó por todos los partidos centrales del espacio decimonónico. Se ha dicho con tino que era un liberal con “alma conservadora” (Gregorio Luri). Mas siendo cierto, también lo es que tenía mucho de verso suelto: se inició con titubeos con la Unión Liberal, pasó de allí al moderantismo y retornó de nuevo a la Unión Liberal y de esta formación viajó tras el sexenio democrático al partido liberal. Nunca recaló, aunque estuvo a punto de hacerlo varias veces, en el Partido Conservador de Cánovas, con quien le unía gran amistad literaria, aunque en sus tiempos finales abrazó la causa de Maura. En ocasiones, sus tesis se aproximaron a los progresistas y demócratas (y de ello son vivo testimonio sus discursos parlamentarios sobre la unidad de Italia o la Internacional); en otras, su ideología se tiñó de marcados tintes conservadores. Aunque, sobre todo, fue un liberal con una posición centrada o templada, que huía de los extremos. Su liberalismo centrado se manifiesta en estas palabras: “Creo que, siendo moderado, es el partido medio que se coloca entre los absolutistas y los que propenden ideas revolucionarias”. El justo medio aristotélico guio su política liberal. Intentó, una tanto ingenuamente reconducir el moderantismo hacia el ideario liberal.   Su posición equilibrada representó a lo largo de su vida una muestra fehaciente de un liberalismo consistente, que nunca compró el conservadurismo español, pues este no supo ser una opción ideológica templada, al desconocer que los extremos siempre terminan desgarrando a quienes pretenden convivir ingenuamente con ellos.

Cuando Valera hace balance en 1865 del fracaso político que supuso su vano intento de liberalizar el partido moderado, reflexiona en un discurso parlamentario sobre su papel hasta entonces en la política: “No hay nadie menos a propósito para ser revolucionario y menos revolucionario que yo (…) Soy eminentemente liberalLa gran enseñanza de ese discurso fue que las circunstancias no deberían nunca mutar radicalmente la esencia ideológica de un partido, sus señas de identidad, a riesgo de convertirlo en algo distinto de lo que fue. No en vano, ese peso de las circunstancias se advierte con fuerza en su mejor novela (Pepita Jiménez), cuando allí escribe: “La profesión, el partido político, la vida entera de muchos hombres pende de casos fortuitos, de lo eventual, de lo caprichoso, y no esperado de la suerte”. Asimismo, está la lección, siempre incumplida por el conservadurismo español, de que su subsistencia política en un sistema parlamentario radicaba en ser fiel a sus principios liberales y desterrar de su práctica política el abrazo del oso al neocatolicismo (o, más tarde, al fascismo o al iliberalismo).

Valera fue, por tanto, enemigo acérrimo de la intolerancia y del fanatismo. Y atacó ambos males con la imagen gráfica de la muralla, que -a su juicio- se pretendía construir (recuérdese el muro actual) como negación del pluralismo o de la libertad de conciencia, por la que tanto batalló don Juan. Las raíces de esa intolerancia son, sin duda, histórico-religiosas; pero la inteligencia e intuición de Valera ubicaban fácilmente ese fenómeno en el terreno de la política española, contaminándola por completo, tanto en los siglos XIX y XX, como desgraciadamente así es también en los últimos tiempos. El egabrense fue un adelantado a la hora de percibir cómo la religión ultramontana y la política extrema, anticipándose a filósofos de la Historia como Eric Voegelin (Las religiones políticas), se retroalimentaban mutuamente en su fanatismo.

Estas reflexiones del profundo y singular pensamiento de Valera, muestran las vigas maestras de su pensamiento liberal. Fue el egabrense un decidido defensor del liberalismo político templado, o si se quiere del liberalismo conservador de factura centrista, que nunca terminó de arraigar en la España del siglo XIX, como no lo hizo plenamente en el siglo XX y tampoco lo parece estar haciendo en este siglo XXI. Aun así, abrazó la Constitución de 1869 y el sufragio universal, lo que le alejará del canovismo. No encajó don Juan en la política de entonces, como no encajaría en la de ahora.

Como escribió Azaña: “Su estatura intelectual y su formación estaban muy por encima del nivel de unos políticos mediocres”. El liberalismo de centro-derecha español -si es que aún pervive- tiene mucho que aprender del pensamiento de este insigne escritor. Ese justo medio, ese centrismo político, ese lugar de encuentro por el que denodadamente luchó el escritor y político egabrense a lo largo de su vida, fue siempre devastado por tendencias extremas de una política sin equilibrios. Y en ese punto sigue este país llamado España, cada vez de forma más acusada. Valera fue lo suficientemente clarividente y profundo en sus análisis para saber que los atajos en la Historia conducían al desastre. El siglo XX avalaría sus tesis. Y el actual, las confirma.

(*) Esta entrada recoge algunos extractos de los textos escritos de las conferencias pronunciadas en actos de celebración del Bicentenario del nacimiento de Juan Valera que se han concretado en las Jornadas sobre el escritor organizadas por la Fundación Ricardo Delgado Vizcaino, en Pozoblanco (Jornadas de Otoño); y por el Ayuntamiento de Córdoba (Jornadas sobre Juan Valera), las dos celebradas en noviembre de 2024. Debo agradecer al Catedrático de Derecho Administrativo y Director de la RAE, Santiago Muñoz Machado, así como al Ayuntamiento de Córdoba, la invitación para participar, respectivamente, en ambos eventos.

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