EL FINAL DE LA ‘NON NATA’ REPÚBLICA FEDERAL ESPAÑOLA

EMILIO CASTELAR

«No olvidéis que estamos en guerra. Y no olvidéis que la política de guerra es una política anormal. Nosotros hemos tenido los medios (de excepción) en nuestras manos, y los hemos usado con toda moderación, prefiriendo que nos creyeran débiles a que nos creyeran crueles. Además de estos medios, se necesitan fines políticos. (Y, así, os proponemos) no una República de partido, sino una República nacional» (Castelar)

Preliminar

Mucho se ha escrito sobre la sesión de las Cortes de aquel infausto día 2 de enero de 1874 que, en plena madrugada del día 3, tras un debate parlamentario maratoniano iniciado el día anterior, y después de la censura al Presidente Castelar por 120 votos contra 100 a las 7 de la mañana, irrumpió del general Pavía en las Cortes, acabando de un plumazo con una todavía en ciernes Primera República Federal en España, que había consumido todos y cada uno de sus últimos cartuchos, asediada aún por la sublevación del cantón de Cartagena, por una guerra carlista que ocupaba partes importantes del territorio nacional y, en fin, por el conflicto cubano. Como reconoció Jover Zamora, el cuadro no dejaba de ser paradójico: la España septentrional (País Vasco y Cataluña), perforada por el conflicto carlista; y la España meridional echada en manos de la demagogia cantonalista-federal. Construir una República con esos mimbres, era complejo.

Así las cosas, el gobierno Castelar, último presidente de esa República que conoció cuatro mandatarios en poco más de diez meses (Figueras, Pi i Margall, Salmerón y el propio Castelar), se consumió entre sus propias contradicciones e innumerables tensiones, y la República murió sin apenas resistencia alguna.

La sesión del 2 de enero de 1874: la intervención de Castelar: 3 ideas fuerza.

El Diario de Sesiones de las Cortes Generales de ese día 2 de enero (Diario de las Sesiones Constituyentes de la República Española, núm. 99, pp. 2453-2519), es una fuente insustituible para conocer el estado del problema (Nieto), pero requeriría hacer uso de un número de caracteres excesivo, impropio de un breve comentario como el que anima estas líneas. Mas esa sesión parlamentaria tenía el mar de fondo de dar cuenta por parte del Gobierno Castelar de las acciones realizadas en el período de interregno de casi cuatro meses en el que las sesiones de las Cortes habían estado suspendidas con el objetivo de restablecer el orden público alterado de forma grave, y frente al cual el anterior presidente Salmerón no se sintió con fuerzas para reprimir tal estado de cosas y procedió a presentar su dimisión, debiendo asumir el cargo quien entonces era presidente de las Cortes, Castelar, quien en el cierre de ese debate parlamentario, en un magnífico discurso (sabido eran las dotes oratorias que tenía), en respuesta a las críticas de Salmerón por sus actuaciones gubernamentales, alegó lo siguiente:  

“El Sr. Salmerón se encontró el mes y medio de Gabinete, con que no podía vencer ciertos escrúpulos nacidos de su conciencia. Y entonces, Sres. Diputados, yo, que me encontraba en la presidencia de esta Cámara, con una beatitud perfecta, sin responsabilidad ninguna (…) tuve que bajar de mi Olimpo y tuve que venir a este potro. Y bajé ¿por qué?, ¿por elección mía? (…) ¡Ah no, Sres. Diputados! Bajé en cumplimiento de un deber doloroso; bajé porque yo no podía (…) rehuir grandes y tremendas responsabilidades”

Emilio Castelar, republicano con evidente pedigrí y solvencia, fue objeto en esa sesión de duros ataques desde (no solo) la izquierda federal, por la mano dura aplicada durante esos meses con el fin de salvar la República. Se le imputaron contradicciones entre su ideario republicano anterior y las acciones gubernamentales llevadas a cabo en ese período. Imputaciones de las que se defendió enérgicamente. Ciertamente, Castelar había hecho uso de la pena de muerte como medio expeditivo para reconducir la situación, buscó involucrar a los militares en la defensa de la República (lo que, como es obvio, no consiguió) y apostó por una apertura de la República a partidos y expresiones ideológicas de distinto signo. Su apuesta por un republicanismo conservador frente a un necesario republicanismo progresista (defendió ardientemente que ambas expresiones ideológicas convivieran bajo la República) no fue entendida por quienes, a su juicio, optaron por salidas políticas más demagógicas.

Castelar se enfrentó, en efecto, con varios diputados republicanos, que, incluso, le descalificaron políticamente con trazos gruesos. Vivió la desagradable situación de disentir frontalmente de quien era su amigo (ambos contendientes parlamentarios invocaron ese vínculo recíproco), Salmerón. Más que un disentimiento político fue la carta de defunción de la Primera República, aunque ya se mascaba en el ambiente que los “jamases” del General Pavía de que no optaría por el golpe de Estado, que expuso al propio presidente del Ejecutivo, eran una mera pantomima. Y en el debate parlamentario ese temor flotó en el ambiente. Al verse acorralado, Castelar optó por una táctica que fue muy atacada por sus opositores y por parte de la historiografía (por todos, Fontana). Mas haciendo historia del fracaso de la República, echó mano de ese sentido de la realidad, del que hablara Isaiah Berlin, que debe tener todo estadista, yreflejó en su discurso final tres ideas que, a pesar del tiempo transcurrido, son sin duda muy importantes para comprender la imposibilidad de la política en España para reconducir un momento crítico, que no todos los parlamentarios vieron ni vivieron igual.

1.- La primera fue la defensa a ultranza que hace Emilio Castelar de su posición republicana, inspirada en un ideario conservador (siempre defendió que en la República debía haber un partido republicano conservador y otro progresista). No le dolían prendas en caracterizarse a sí mismo como conservador. Le dolía particularmente que sus antaño compañeros en la causa pusieran en duda su republicanismo: “¡Venir a decirme a mí que yo inspiro recelo a un partido por el cual he pasado toda suerte de amarguras y he sido condenado a garrote vil por la tiranía de los Borbones!”. Censuraba a sus detractores ser “unos republicanos (que) se encontraban de parte de la utopía socialista, y prometían no sé qué edenes que no han podido atraer a la tierra, a pesar de haber estado en el Gobierno”. Él se consideraba republicano liberal individualista, defensor de la propiedad y de orientación conservadora. No lo ocultaba. La estrategia seguida de aislamiento por parte los federalistas radicales, no le había hecho mella alguna, pues según Castelar “con mi coalición han venido la libertad, la democracia y la República”. No obstante, esta fe de liberalismo, se veía un tanto ensombrecida por su defensa a ultranza en ese mismo debate de la República, incluso por encima de la democracia (“yo pongo la República sobre la libertad; yo pongo la República sobre la democracia”), lo que abrió un polémico precedente para el devenir ulterior de la II República en la figura de Azaña (ver, Manuel Zafra: Republica antes que democracia, CEPC, 2022).

2.- La segunda era la constatación de que la República había comenzado con muy mal pie, pues la trajeron los radicales y no tanto los republicanos, tras la abdicación del rey Amadeo de Saboya, agravada con la primera crisis que a las dos semanas escasas se produjo. A partir de ahí comenzó una retahíla sucesiva de presidencias del Consejo, cuatro, que ya denotaban lo mal que iban las cosas, circunstancias empeoradas por los movimientos cantonales, la insurrección carlista y la indisciplina militar. Rota tempranamente la primera coalición de radicales/republicanos, el 24 de febrero, cuando la República se había proclamado el 11 del mismo mes, Castelar ya anunció a la mayoría republicana entonces “el abismo a que se arrastraba a la República”. En su discurso final, incidió en algo más importante: los hombres que ocuparon sucesivamente la presidencia del Ejecutivo se habían quemado y, como él mismo reconoció, ya no había recambio:

“Yo le dije que teníamos pocos hombres que pudieran representar grandes agrupaciones; que estos hombres se gastarían muy pronto, que el poder los habría de desacreditar injustamente uno a uno, y que el día en que tres o cuatro de estos hombres estuviesen imposibilitados o desacreditados, moriría con ellos la República”. Y concluía este argumento del siguiente modo: “Pues ya estamos descreditados todos, todos sin excepción. Meceos, meceos en vuestras ilusiones: somos más impopulares que los conservadores; más que los moderados y más que los radicales”. El cierre venía de la mano de constatar que, quemados ya los cuatro presidentes republicanos, la duda era qué va a pasar mañana: “¿Dónde está el sucesor?”. No lo habría. El golpe de Estado lo impidió brutalmente. Como reconoció el propio Galdós, cuando ello escribió ya republicano (1911), la ineptitud de la clase política del momento fue manifiesta.  

Y la tercera reflexión que hizo Castelar en este discurso fue la constatación, en un ejercicio de realismo político, de que el proyecto de Constitución federal había quedado finiquitado por la aceleración de los acontecimientos y las gravísimas perturbaciones del orden público:

“¿La federal? Ya hablaremos más tarde; no vale la pena; el más federal tiene que aplazarla por diez años. (Un señor diputado: ¿Y el proyecto?) ¿El proyecto? Lo quemasteis en Cartagena. (Grandes aplausos). No me diréis que no soy franco (…) Ya sé que me llamaréis apóstata, inconsecuente, traidor; pero yo creo Sres. Diputados que hay una porción de ideas muy justas que son en este momento histórico irrealizables, y no quiero, no, perder por utopías la República”.

El abrupto final de la “non nata” República Federal: las miradas de Valera y Galdós.

De nada sirvió. La votación parlamentaria le derrotó. Y con ello vino el golpe final a la República federal. Y un interregno de un Gobierno de transición hacia no se sabía entonces dónde (República unitaria, monarquía o carlismo), que, tras otro golpe militar, abrió de par en par las puertas a la Restauración borbónica. Tanto Benito Pérez Galdós como Juan Valera se hicieron eco de ese momento, que ambos vivieron o revivieron en sus respectivos escritos. Ambos enfoques de este crucial período los he tratado en sendos ensayos (El legado de Galdón, Catarata, 2023; y recientemente: Juan Valera. Liberalismo político en la España de los turrones, Athenaica, 2024).

Por un lado,Juan Valera hizo la crónica inmediata de tal acontecimiento en un extenso artículo publicado en la Revista de Política Interior de la Revista España. La tensión entre continuar “la dictadura de Castelar” para mantener una República unitaria y restablecer la tranquilidad mermada por la revuelta cantonal y la guerra carlista, o alternativamente buscar el relevo otra vez con Salmerón y Pí i Margall, con la apuesta cantonal, fue creciendo. Y el ejército era obvio que veía con mejores ojos la primera solución, que no pudo ser. Como escribió Juan Valera, “la última sesión de aquellas Cortes fue una lenta y angustiosa agonía (…) Los no federales anunciaban con voz fatídica la próxima muerte: (…) pero ni Salmerón ni sus amigos querían creerlo”. Y prosigue este autor: “Castelar, que estuvo admirable, verdaderamente sublime de elocuencia, de patriotismo, de valor cívico, y de candor desinteresado”, no obstante, quedó derrotado, por la “inflexibilidad estoica del Sr. Salmerón, y con su desconocimiento de la realidad de las cosas” (DeCoster, Obras desconocidas de Juan Valera, 1964, pp. 459-469). Sin embargo, la apuesta por una República unitaria (y no federal), también fracasaría.

La mirada de Galdós fue mucho más retrospectiva y se desplegó en sendos Episodios Nacionales, como fueron La primera República y desde Cartago a Sagunto, escritos ambos en 1911, cuando el escritor canario militaba en las filas republicanas. Aun así, don Benito se muestra crítico en algunos pasajes con la experiencia federal-cantonal de la efímera República. El cantón de Cartagena, y su principal líder es flanco de sus dardos: “Te mandé a la correría de Contreras por el Mediterráneo para que vieras por ti mismo la incapacidad de esta gente (…) De nada valen los corazones valientes si las cabezas están vacías”. El prometido “Paraíso federal” es también objeto de su ojo crítico: “Tanto sentimentalismo me parece de muy mal agüero”. Los acontecimientos y el terrible desenlace de la noche y madrugada del 2-3 de enero, fueron muy bien descritos en el segundo de los episodios citados. Pero lo determinante, a ojos de Galdós, era lo lejos que había llegado el sectarismo político. Así se expresaba un federalista radical en lo que era “la más clara expresión de odio que unos y otros se tenían”, como describe don Benito: “Entre una República que no sea Federal y la Monarquía, preferimos la Monarquía”. Está todo dicho.

El descrédito de la forma de gobierno republicana por los desmanes radicalistas afectó también directamente al total desapego en España durante más de un siglo hacia la organización federal. Este era el balance galdosiano del problema descrito: “Di a tus amigos los republicanos que lloren sus yerros y procuren enmendarlos para cuando la rueda histórica les traiga por segunda vez al punto de …”. Tampoco la segunda vez pudo ser. Los errores también en ese momento fueron notables. No era de extrañar por tanto que el republicanismo, como reconoció también Galdós, estuviera, así, condenado a una “larguísima noche”. Aún no ha amanecido.

El final de la primera república apenas tuvo contestación alguna, como tanto Valera como Galdós escribieron sobre ello. Juan Valera describió el final de la federal como un alivio ciudadano (“en la inmensa mayoría de los españoles ha sido recibida con júbilo la noticia del acto de fuerza”). Por lo cual, el autor, casi pedía disculpas (no era buena carta de presentación alabar indirectamente un golpe). Galdós, más circunspecto, lo describe, por boca de su protagonista, en estos términos: “En las calles no advertí el menor síntoma de inquietud ni emoción por lo que había pasado”. Seguía, en todo caso, el sitio al cantón de Cartagena y la guerra carlista. La situación de excepción se prolongaría durante varios meses. La desordenada primera experiencia federal (de revolución cantonal) acabó de la peor de las maneras posibles y sin apenas nadie que la llorara. Y ese complejo contexto y fatal desenlace, pasarán honda factura.

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