No se busque en estas líneas un amplio diagnóstico ni una serie de remedios mágicos que resuelvan los graves problemas institucionales que aquejan a ese país llamado España. La pregunta que encabeza este Epílogo es sin embargo pertinente, pues trata de explicar por qué el sistema político-institucional que nos hemos dotado en estos dos últimos siglos no se adecua a uno de los pilares básicos de cualquier modelo constitucional, como es el de no solo diseñar sino sobre todo garantizar que la arquitectura de separación de poderes actúe realmente como freno del poder. No es cuestión de reiterar lo expuesto, pero sin tales frenos el poder se transforma con facilidad en despótico.
El legado institucional recibido es un pesado fardo. Y lo cierto es que, a pesar de los grandes avances que supuso el régimen constitucional vigente en relación con los largos años de la dictadura franquista, no se supo –como resaltaron en su día Acemoglou y Robinson- “romper el molde”[2]. Las herencias enquistadas de un modelo basado en una concepción de caciquismo político (aunque rebautizado de muchos modos en diferentes contribuciones recientes) echaron de nuevo raíces fuertes, aunque cabe dudar si realmente en algún momento nos abandonaron[3].
Por tanto, la cultura del favor, de la posición dominante a través de la intermediación (antes caciquil y ahora política), así como unas instituciones públicas ayunas por lo común de la construcción efectiva de marcos de libre concurrencia y en las que la cultura del mérito solo es un valor formal y no efectivo, son desgraciadamente el escenario habitual, con algunas excepciones, de nuestro sector público.
Pero sorprende que en el caso de España el punto de partida no distaba mucho de ser diferente al existente en algunos momentos de su historia en otras democracias hoy en día avanzadas. El clientelismo político (bajo diferentes denominaciones y caras) ha sido algo común –como ya se ha visto- en los sistemas comparados, especialmente durante el siglo XIX. La diferencia estriba en que mientras aquellos países han ido sentando las bases de construcción de una arquitectura institucional que actuaba como freno al poder mediante la prevalencia del sistema de mérito y la erradicación sistemática (aunque gradual) de una corrupción que aun así termina también emergiendo episódicamente, España ha sido por lo común impotente a la hora de romper ese pesado legado institucional que nos sigue acompañando en el ejercicio del poder, sea este el que fuere. Una pésima concepción de la política puede estar en el transfondo de este monumental problema[4].
Por eso permítanme ser un tanto escéptico sobre las bondades infinitas que un proceso de refundación de un nuevo sistema constitucional (tantas veces transitado entre nosotros) o de reforma constitucional (apenas ejercido nunca o casi nunca) provocaría sobre la mejora del sistema institucional en su conjunto. La tan aireada “segunda transición” será un fiasco más si no resuelve el fondo del problema: erradicar para siempre el clientelismo político y la sociedad del favor. No obstante, si se lleva a cabo una reforma intensa y extensa (o una parcial muy bien diseñada), algún efecto beneficioso cabrá predicarle. Hay instituciones que funcionan muy mal debido en parte a su pésimo diseño institucional (Senado, Consejo General del Poder Judicial, etc.), pero otras no ofrecen especiales errores en su diseño de fabricación y su rendimiento institucional es más que discutible, al menos en determinados momentos como los actuales (Tribunal de Cuentas, Tribunal Constitucional, etc.).
Tal vez una reforma constitucional ayude a mejorar el rendimiento institucional o el funcionamiento de una Constitución territorial que nunca ha encontrado su verdadero sitio o de esas instituciones citadas. No cabe obviarlo. En cualquier caso, yerra quien piense que a través de un proceso de adanismo constitucional o de reforma constitucional mejorará la aplicación efectiva del principio de separación de poderes en su concepción de equilibrio institucional y de control efectivo del poder, salvo que se erradiquen las viejas prácticas corruptas (porque de corrupción se trata) de ejercicio del poder sobre bases de clientelismo político, ocupación de las instituciones por los partidos, politización de la Administración Pública, captura descarada de las instituciones de control y de las autoridades independientes y reguladoras, o reinado del amiguismo y el nepotismo en el sector público.
Por tanto, que no se pretendan extraer de la chistera soluciones de prestidigitador constitucional. El problema, como se verá de inmediato, no es formal sino material. Reside en una pésima concepción de las instituciones como instrumentos de ejercicio del poder, que habitualmente son “ocupadas” con un fuerte desparpajo y con ejercicios constantes de cinismo político (que no es menester aportar ejemplos aquí) por la fuerza política gobernante o por el resto de fuerzas políticas para beneficio de sus propias clientelas o de una política sectaria y no como mecanismos al servicio de unas políticas públicas para los ciudadanos. Y eso, con toda sinceridad, no se resuelve con nuevas constituciones o reformas constitucionales como tampoco con la emergencia de nuevos actores políticos, sobre todo cuando estos –de forma consciente o inconsciente- reproducen (o multiplican incluso) algunos de los vicios de los viejos partidos. Unas formaciones políticas “nuevas” no son presupuesto de una “nueva forma de hacer política”. Hay ya varios ejemplos de cómo estas “formaciones nuevas” han hecho cursillos de inmersión acelerada en poner en práctica patologías clásicas de “la vieja política”. El problema es mucho más profundo de lo que muchos quieren ver.
NOTA: El texto íntegro de este Epílogo al libro «Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones» (de próxima aparición en Marcial Pons/IVAP, 2016) puede consultarse en la sección de Documentos de esta misma página Web en la sección de lecturas: https://rafaeljimenezasensio.com/lecturas-y-citas/.
[1] Este trabajo es un resumen del “Epílogo” al libro Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones, de publicación próximamente en una coedición por parte de Marcial Pons/IVAP. Dos versiones no definitivas de ese Epilogo se han publicado en El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, número de diciembre de 2015; y en el libro La corrupción en España (Atelier, Barcelona, 2016). El libro sobre Los frenos del poder es un estudio conceptual y comparado (en clave evolutiva) de la construcción del principio de separación de poderes y de las diversas lecturas que ha recibido en diferentes sistemas constitucionales, así como de su fundamento último, que no era otro que establecer un mejor y más efectivo control del poder. Por tanto, teniendo en cuenta nuestro secular retraso político-institucional en relación a otras democracias avanzadas, en el contenido del libro apenas se contienen referencias a España. Es por ello que, en términos más bien divulgativos (alejados del enfoque planteado en general en ese trabajo), se incluye este Epílogo que pretende identificar (en pocas páginas) algunos de las causas por las cuales nunca ha existido en España una buena articulación del principio de separación de poderes y, por tanto, qué circunstancias son las que explican por qué siempre ha desfallecido –también en los tiempos presentes y de forma acusada- el control de las instituciones.
[2] Véase su libro ¿Por qué fracasan los países?, Deusto, Bilbao, 2012.
[3] Para entender la omnipresencia del caciquismo en la política española, aparte de la conocida obra de J. Costa (Oligarquía y caciquismo, Simancas Ediciones, 2005), sigue siendo imprescindible las reflexiones (algunas de ellas cargadas de un cinismo político atroz) del Conde de Romanones, recogidas por ejemplo en su libro Notas de una vida, Marcial Pons, Madrid, 1999. Pero más representativas aún son las opiniones de este mismo autor vertidas en su libro Breviario de Política experimental, Editorial Plus Ultra, Madrid, 1974, donde en relación con el caciquismo expone lo siguiente: “El caciquismo, planta que en maraña espesa y ligante domina el suelo español, no desaparece en un año ni en diez; tiene las raíces muy hondas, y estas raíces no son como vulgarmente se creen los hombres que han gobernado; esas raíces están arraigadas en todo el ámbito nacional y en todas sus clases”
[4] Sobre esta última idea, es imprescindible el libro de D. Innerarity, La política en tiempos de indignación, Galaxia Guttemberg, Madrid, 2015.