PRINCIPIO DE LA MAYORÍA Y TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

KELSEN

“Aunque en un tiempo se entendía que el principio de la mayoría absoluta era el más adecuado relativamente para realizar la idea de la democracia, hoy, por el contrario, se reconoce que en ciertos casos el principio de mayoría cualificada puede constituir un camino más derecho para la idea de la libertad”.

“La mayoría y la minoría deben ser capaces de entenderse mutuamente si quieren vivir en armonía” (Hans Kelsen)

Cuando las noticias sobre la gravísima crisis institucional nos abruman, conviene volver la mirada a los clásicos y apuntar hacia aquellos fundamentos teóricos que, un día sí y otro también,  orillan los gobernantes y quienes a ellos se oponen.

Debe quedar claro que, como es de dominio común entre los juristas, la supremacía de la Constitución sobre el resto del ordenamiento jurídico, así como sobre todos y cada uno de los poderes constituidos, es un principio asentado plenamente en las democracias constitucionales, sin que quepa plantear dudas sobre su aplicabilidad u oportunidad. Dicho de otro modo, como tambén advirtiera Jefferson, las mayorías pueden actuar despóticamente en determinados contextos, o al menos lo pueden hacer vulnerando la Constitución, por ello se crearon instrumentos jurisdiccionales para evitarlos (entre ellos, el control de constitucionalidad de las leyes, por cierto impulsado por Kelsen; así como la protección de los derechos fundamentales a través del recurso de amparo).

Sin ánimo de ofrecer aquí, algo impensable en este formato, una clase de Derecho Constitucional ni de Ciencia Política, cabe traer a colación algunas de las reflexiones que, sobre la relación entre mayorías y minorías (base del funcionamiento del sistema parlamentario de gobierno), reflejó en su día Hans Kelsen en su imprescindible obra Esencia y valor de la democracia. Sabida es la querencia del autor austriaco por la protección de las minorías en su esquema democrático-constitucional, particularmente efectiva en el ámbito de la legitimación ante la jurisdicción constitucional. Pero, en la obra citada, el punto de atención lo sitúa en las relaciones entre mayoría y minoría en la esfera parlamentario-gubernamental, que es su lugar natural.

Como el debate político, y también periodístico, es tan pobre en España, conviene recordar, siquiera sea telegráficamente y de modo incompleto, algunas premisas muy básicas de la concepción kelseniana  de los fundamentos de la relación mayorías/minorías para poder entender mejor lo que está pasando.

De vez en cuando es importante hacer algo de pedagogía constitucional o política, que tanta falta nos hace, más aún a aquellos actores políticos que la ignoran supinamente. Entre otras muchas cosas, en esa obra Kelsen expuso lo siguiente:

“La voluntad colectiva creada con arreglo al llamado principio de la mayoría no constituye una dictadura de la mayoría sobre la minoría, sino un resultado de las influencias recíprocas entre ambos grupos, como consecuencia del choque de sus intenciones políticas”.

“En efecto, todo el procedimiento parlamentario (…) tiende a la consecución de transacciones(resaltado por el autor). En ello estriba el verdadero sentido del principio de mayoría en la democracia genuina, y por esto es preferible darle el nombre de ‘principio de mayoría y de minoría’”

“Uno de los problemas más difíciles y peligrosos del parlamentarismo es el de la obstrucción (resaltado por el autor). Los derechos concedidos a las minorías pueden ser utilizados por éstas para entorpecer e incluso imposibilitar la realización de determinados propósitos de la mayoría mediante la paralización transitoria del mecanismo parlamentario”.

En fin, con la mera reproducción de estos fragmentos de la obra de Kelsen, ya puede el lector valorar con elementos de juicio hasta qué punto el sistema constitucional e institucional español puede o no encuadrarse bajo los estándares de lo que es una democracia genuina en sentido estricto o nos encontramos, más bien, con una democracia de baja calidad. La transacción brilla por su ausencia (la prolongación sine die del «no es no»), el obstruccionismo grosero a los principios constitucionales (bloqueo institucional o vetocracia, en palabras de Fukuyama) se practica con injustificable tesón o evidente deslealtad constitucional y, ante ese envenenado contexto, la mayoría (suma de la minoría mayoritaria gubernamental relativa y otras minorías absolutas de corte territorial con la caña de pescar siempre activa en río revuelto) saca el rodillo de los números para pretender alterar de raíz, cuando la coyuntura lo exige, los arreglos institucionales adoptados en su día.

Ciertamente, en una perspectiva jurídico-formal nada se puede oponer a que se reforme la LOTC y la LOPJ (en lo que a renovación de tales órganos constitucionales comporta y a las mayorías requeridas), siempre que se respeten las formas parlamentarias (deliberación, debate y derecho de enmienda) que son consustanciales a la funcién legislativa en un Estado Constitucional y, siempre igualmente, que exista una mayoría absoluta, como exige la propia Constitución, en su aprobación final sobre el conjunto del proyecto por el Congreso de los Diputados. Bajo un enfoque material, y a través de enmiendas puntuales a una proposición de ley cuyo objeto material es distinto y distante, es obvio que las reglas institucionales de dos leyes orgánicas sustantivas de la arquitectura constitucional que conforman no el halo sino el corazón de la institucionalidad político-constitucional de España se pretenden alterar de raíz. Además, en este caso el principio de unidad material de las leyes orgánicas que conforman el núcleo duro del bloque de la constitucionalidad, se ve afectado; aunque el TC no haya dado ninguna improtancia hasta ahora a tales vulneraciones. Pero si así se insiste por la mayoría, aunque sea por razones de coyuntura política, nada cabe objetar constitucionalmente a que se haga tal reforma. Otra cosa es que el procedimiento por el que se llevan a cabo tales modificaciones de la LOTC y de la LOPJ sea expresión del desprecio (una más) hacia la institución parlamentaria (que nadie, en verdad, defiende; ni siquiera las estatuas de sal de sus respectivas presidencias), y cuyas sus consecuencias presentes y sobre todo futuras serán letales, pues abren un pésimo precedente constitucional.

Dicho en otros términos: no hay mayor cortedad de miras política que, pensando neciamente que los gobiernos (o mayorías circunstanciales) gozan de eternidad, promover el cambio de las mayorías cualificadas o eliminar las absolutas porque en la coyuntura de la pelea cotidiana molestan. Desarmar de garantías a las minorías, amén de antidemocrático como diría Kelsen, es al fin y a la postre un boomerang que con el tiempo se termina volviendo contra quienes, por razones de contexto político puntual, promueven ese desarreglo institucional. También es antidemocrático, por mucho que Kelsen fuera más condesciente con el obstruccionismo parlamentario (aunque no imaginó ni por asomo un caso así, como el que estamos viviendo, de tenacidad y constancia alejada del espíritu constitucional), el que las minorías pretendan eternizar un obstruccionismo desleal contitucionalmente hasta que tengan ellas la mayoría requerida para renovar a su medida o incidir en la conformación de tales órganos constitucionales (una actitud, todo hay que decirlo, de indecencia político-constitucional sin justificación alguna). Con tal provocación está animando, así, a que la mayoría cometa errores tan burdos como el citado. Lo que pase en el futuro no se sabe; pero con esas reformas las nuevas mayorías que se conformen (algún día lo harán) dispondrán de todos los resortes absolutos del poder, que solo la ingenuidad o ignorancia de quienes hoy en día gobiernan y les apoyan les están entregando en bandeja de plata. Tampoco parece de recibo que, bajo esa obsesión política que todo lo contamina (al parecer) sobre quién ha de presidir (ya por menos de tres años) el TC, los partidos políticos estén dando un espectáculo tan bochornoso (un pulso cainita institucionalmente hablando) y hundiendo más aún las devastadas instituciones constitucionales, así como, un día sí y otro también, cuestionando total o parcialmente tanto la legitimidad del Gobierno como la del Tribunal Constitucional o del propio Poder Judicial, según los casos. Fruto de una irresponsable pasión política, juegan con fuego. Si no saben controlar sus nervios, lo mejor que podrían hacer tales actores políticos es dedicarse a otra cosa, si es que de otra cosa saben algo. De esta, han demostrado que no.

Lo cierto es que el comportamiento constante de los actores políticos, sean estos gubernamentales, de mayorías circunstanciales o de la oposición, no está siendo precisamente ejemplar en términos democráticos y constitucionales. Es muy triste decirlo, pero la cultura político-institucional (también constitucional) que están ofreciendo tales actores (Gobierno, parlamentarios y oposición política) es, por regla general, muy limitada e, incluso, inexistente. Su forma cotidiana de actuar es la antítesis del respeto a los principios y reglas de una democracia genuina (por emplear el término de Kelsen). Sorprende, además, que quienes ejercen cargos públicos y viven de ellos estén tan ayunos de los mimbres básicos que deben servir para entender y guiar su actuación política. Algunos no conocen siquiera el «ABC» del sistema constitucional en el que despliegan sus funciones. Lo hemos visto recientemente. Lamentable. Y llama la atención, asimismo, que quienes les asesoran y acompañan técnicamente en tales tareas, tampoco aporten un gramo de sensibilidad hacia los postulados esenciales de la democracia constitucional, que deberían conocer, o eso se presume. Aunque todo apunta que tampoco los conocen. Lo cual no es menos grave.

En conclusión, no evitaré calificar la situación actual como muy grave, como decía al inicio; pero el sistema tiene sus instituciones y procedimientos, que gustarán más o menos, pero son los que son. Y de momentos están activos. El Congreso de los Diputados ha aprobado una reforma exprés a través de una proposición de ley «ómnibus» donde cuela entre otras muchas cosas ya sabidas una reforma «a medida de las circunstancias fácticas del momento» de la LOTC y de la LOPJ, por procedimientos discutibles en lo que afecta a la tramitación de esas leyes y a la protección de los derechos de las minorías (en este caso de los derechos fundamentales de los parlamentarios). El planteamiento de un recurso de amparo y de medidas cautelares de suspensión de la tramitación no es insólito, como acertadamente ha recogido el profesor Presno Linera; si bien es -a mi juicio- se trata de una cautelar absolutamente forzada de suspensión del procedimiento porque el resultado final sería el mismo si se presentara una proposición de ley orgánica (o dos) en los mismos términos. ¿Qué se ganaría? ¿Uno o dos meses? ¿Para qué? Y, en cuanto a los recurrentes en amparo, da la impresión de que solo obtendrán, en el mejor de los casos, una victoria pírrica para acrecentar la tensión política. Cierto que estas reformas se entremezclan con otras, también «a medida o a la carta» (sedición y malversación); pero en este caso el parentesco material con el objeto de la proposición de ley es mucho más próximo.

Por tanto, limitándonos a lo que nos convoca, lo más razonable es que el TC resolviera el asunto con un monumental rapapolvo a esas técnicas espurias de legislar (o de ejercer la iniciativa legislativa y, sobre todo, de conducir el procedimiento parlamentario de formación de la ley) y nada más, así como también desmontando esa cautelar de suspensión que difícilmente encaja con el papel del TC en estos casos, salvo que la gravedad e irreversibilidad de la tramitación lo exija, lo que no parece ser el caso. Pero también hay que ser conscientes de que si lo que se pretende evitar es que ese TC no se politice más de lo que está, es batalla perdida. Ya lo está y bastante. También en su actual composición, si no las expectativas de prosperar que tendría esa cautelar serían mínimas o inexistentes, pues siempre tiene la oposición en su poder impugnar la Ley por recurso de inconstitucionalidad. Y, en este punto, cabe traer a colación el principio de deferencia constitucional hacia el legislador democrático (en este caso orgánico) que también debe ser tenido en cuenta por el Tribunal Constitucional. Basado en ese origen demcrático de la ley, tal principio se proyecta sobre la presunción de constitucionalidad de las leyes estatales (no así las autonómicas, lo que se discutible conceptualmente) hasta que el TC dicte sentencia. Adviértase que, además, actualmente ya no hay recurso previo de inconstitucionalidad en su formulación anterior. Veremos si el Tribunal opta por la prudencia o contribuye más aún a hundir el lamentable estado de las instituciones en España. Pronto lo sabremos.