CLARÍN, AZORÍN, Y LA GENERACIÓN DEL 98 (I)
Esta serie de tres entrada trata sobre la relación, primero epistolar y luego personal, entre Leopoldo Alas, «Clarín», y José Martínez Ruiz, años después «Azorín», que se entabla a partir de 1897, año en que Alas publica un artículo periodístico en el que alaba el potencial como escritor que tenía el entonces joven alicantino, lo cual este agradece enormemente y le apuntala como periodista por uno de los críticos más reconocidos, temidos y exigentes como era Clarín. A partir de entonces se inicia una relación entre ambos que, con desigual intensidad, se mantendrá hasta el fallecimiento de Alas en junio de 1901, a la temprana edad de 49 años. Esa relación tendrá sobre todo expresión epistolar, pero llegan a conocerse personalmente en uno de los viajes de Leopoldo Alas a Madrid para impartir un ciclo de conferencias en El Ateneo.
En esos años finiseculares emerge lo que después se denominará la Generación de 98, que se autodenominaba como «gente nueva» frente a los «viejos literatos» (Valera, Galdós, Pereda, Emilia Pardo Bazán, Picón o, aunque más jóvenes, Armando Palacio Valdés y el propio Clarín). La admiración inicial de aquellos frente a estos va convirtiéndose poco a poco en recelo, pues buscan su hueco en un espacio literario nunca ancho en una España con muy pocos lectores. Clarín, que siempre trató con guante blanco a Martínez Ruiz, no utilizó ese tono tan laudatorio en sus críticas literarias hacia otros miembros de esa Generación «in péctore», como fueron Valle-Inclán, Maeztu y Unamuno, pues con estos dos últimos tuvo desencuentros importantes. La Generación del 98, una vez que adquirió peso específico en la literatura, ignoró a Leopoldo Alas, salvo Azorín que siempre mantuvo su llama viva, hasta que finalmente el escritor asturiano (como así él se sentía) fue finalmente reconocido por la crítica literaria como autor de una de dos mejores obras literarias, si no la mejor, del siglo XIX español, «La Regenta». De esa relación y de los encuentros y desencuentros entre Clarín y esas jóvenes promesas de las letras en aquellos tiempos, tratan las siguientes tres entradas que se difundirán semanalmente en este Rincón Literario. Espero que sean del agrado del lector interesado, aunque este sea siempre reducido por lo que respecta a este tipo de ensayos literarios.
Preliminar
Tiempo ha hubo escritores periodistas, como fue el caso de Leopoldo Alas, Clarín; pero, asimismo, emulación del anterior, se puede citar el ejemplo de Juan Martínez Ruiz, Azorín, quien gozó de esos mismos atributos y por más tiempo; mas también hubo algún periodista escritor, cuyo ejemplo más relevante fue Manuel Chaves Nogales; un monumental periodista, ahora ya reconocido y difundido por doquier. O el caso, más polémico, de Josep Pla, o también el de Julio Camba. Asimismo, esos escritores periodistas y periodistas escritores los hay ahora; si bien aquellos fueron los abanderados, tal vez siguiendo la estela del maestro Mariano José de Larra y de otros costumbristas del siglo XIX. Ahora toca ocuparse de los primeros, y concretamente de las relaciones entre Clarín y Azorín.
El pseudónimo, utilizado antaño, era más frecuentado en el periodismo satírico. Razones de toda índole lo aconsejaban. Ello explica que dos solemnes escritores, Clarín y Azorín, lo emplearan casi desde sus primeros pasos. Leopoldo Alas tardó un tiempo en decantarse por el pseudónimo definitivo; Azorín tuvo menos dudas; pero antes escribió no pocas piezas periodísticas y algunos libros con su Juan Martínez Ruiz. De hecho, en las prematuras relaciones de amistad que tuvieron Alas y Martínez Ruiz, primero epistolar y luego física, este último aún no había adoptado el pseudónimo de Azorín, lo que hizo en 1904, cuando el novelista y crítico literario decimonónico ya había fallecido. Por tanto, Clarín nunca conoció, en verdad, a Azorín, al menos literariamente hablando.
José María de Pereda, cuando descubrió a Pérez Galdós, se extrañaba de que don Benito, con ese vulgar nombre y tales apellidos, pudiera llegar a ser un novelista afamado. No cabe pensar qué hubiera dicho de un nombre tan transitado como Juan y acompañado de los apellidos no menos comunes de Martínez Ruiz. Aunque el escritor cántabro sí llego a conocer a este último, sobre todo por las diatribas que sobre Pereda escribió en su incendiario panfleto Chirivari autoeditado en 1897. Azorín echó mano de ese pseudónimo, que, en realidad, era un apellido relativamente frecuente en las tierras alicantinas y murcianas de las que procedía; cuando además cerraba capítulo de su primera etapa de periodista y escritor alimentando ideas anarquizantes y rupturistas. La llegada de Azorín, no solo fue un cambio de nombre (o la adopción de un pseudónimo), sino también de estilo: el escritor satírico de la primera época, que tanto impresionó a Clarín, desapareció casi por completo (Martínez Cochero, 1953, 166).
Si Yvan Lissorgues, el último y gran biógrafo de Clarín, reconocía que este había publicado más de 2.400 artículos de prensa en su (corta) vida, la mayor parte de crítica literaria, pero no pocos de política y problemática social; llama la atención que Azorín elevara esa cifra a la nada despreciable cantidad de 5.000, aunque bien es cierto que el primero murió con 49 años, mientras que el alicantino lo hizo con 93, a tres meses tan solo de alcanzar los 94 años. Clarín fue un afamadísimo y temido, aunque también buscado, crítico literario: durísimo a veces, incluso con sátira, era un polemista incisivo y beligerante; Azorín, también frecuentó ese género, pero su dominio eran las formas más que el fondo. Ambos fueron literatos y no solo periodistas, pero los recursos financieros necesarios para subsistir los obtuvieron principalmente de sus colaboraciones periodísticas, ya fuera en diarios o en revistas. Los libros les dieron a ambos un colchón dinerario, a mayor abundamiento. Y en el caso de Alas, la cátedra universitaria le proporcionó no solo un mínimo económico vital, sino también la independencia de criterio a la hora de escribir en uno u otro medio. Azorín, sin embargo, que no fue capaz siquiera, a diferencia del Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Oviedo, de finalizar sus estudios de Derecho, tarea en la que empleó (o más bien demoró) la nada despreciable cifra de diez años, consumiendo recursos familiares. El alicantino vivió siempre de una fecunda pluma (luego, del martilleo permanente de su máquina de escribir), que no cejó nunca en el empeño de emborronar (o mecanografiar) decenas de miles de páginas. También de sus libros, que en buena medida eran refritos de sus anteriores colaboraciones periodísticas. Esa diferencia contextual marcó también el diferente devenir existencial de uno y otro escritor.
En efecto, Azorín vivió siempre dependiente del periodismo y, años después, de sus derechos de autor, y solo en tres momentos de su vida disfrutó de algunos turrones otorgados por el poder (Subsecretario de Instrucción Pública en dos momentos y director del Patronato de la Biblioteca Nacional, en pleno franquismo, cargo del que cobró durante unos años sin acudir ni un solo día al cumplimiento de sus obligaciones). Clarín fue mucho más independiente y también infinitamente más coherente en su vida y trayectoria política, que fue mucho más modesta en el desempeño de cargos institucionales (tan solo ejerció como concejal republicano en el Ayuntamiento de Oviedo), si bien infinitamente más sólida en su periodismo político e ideológico que las descafeinadas y habitualmente complacientes contribuciones azorinianas con el poder de turno (con la excepción de algunos momentos en la Segunda República).
Aparentemente, fueron dos figuras paralelas, periodistas y literatos, si bien de generaciones distintas (Alas le sacaba veintidós años a Martínez Ruiz); sin embargo, en verdad, las distancias entre ellos fueron notables, incluso siderales; aunque en su vida privada y familiar tuvieran algunos parentescos de comportamiento: por ejemplo, ambos vivieron siempre con la misma mujer, sin espacio alguno, a diferencia de otros admirados colegas, a veleidades amatorias; también los dos eran rígidamente disciplinados en la gestión de su tiempo y en su trabajo, más ortodoxo hasta la absoluta rigidez, Azorín, quien llegó a dejar de asistir a las sesiones de la RAE porque comenzaban a las 20 horas, momento en el cual él cenaba frugalmente y luego se iba a la cama; muy ordenado, pero sufridor, Clarín, que escribía por las noches y se levantaba a las 12 del mediodía para ir a impartir sus clases a la Universidad. Tampoco en su vida exterior o social eran lo mismo: Azorín huía de los compromisos sociales y no asistía a tertulias, cenas o conciliábulos; mientras que Clarín, muy familiar, tampoco frecuentaba tales eventos, aunque asistía a ellos con intermitencia, cuando fuera necesario, y disponía de un núcleo fiel de amigos desde su más tierna infancia, amén de su imponente núcleo de amistades profesorales (Posada, Buylla, Altamira, etc.); además, su visita diaria al casino al atardecer era siempre obligada. Acudía allí a leer la prensa, jugar al billar o platicar en las diferentes tertulias. La delicada salud de Clarín, confrontaba con una naturaleza menos enfermiza de Azorín. Y mientras aquel tuvo tres hijos, a los que cuidó y amó frente a todas las cosas; este no tuvo descendencia. Ambos, en todo caso, adoraron a sus respectivas esposas, Onofre y Julia, con las que convivieron hasta el final de sus días.
En esta serie de entradas, se abordan los escasos años en que Clarín y Azorín tuvieron trato epistolar, primero, y en algún momento trato personal. De ahí se ha derivado que fueron amigos, y entre ellos sin duda existió, aunque por muy poco tiempo, una relación cordial, que en no pocos casos se llamaba amistad, aunque en verdad fuera otra cosa. Hubo más un contacto contacto de maestro-discípulo o de interés súbito por lo nuevo (Clarín) y de admiración idolátrica por parte de Azorín de quien era entonces el crítico literario más conocido, y que sus artículos encumbraban o arruinaban la imagen literaria de los autores de entonces. Ambos coincidieron en un momento singularmente importante de la Historia y la Literatura española, pues se conocen circunstancialmente en 1897 y su relación, de intensidad variable, dura hasta mediados de 1901, cuando Alas fallece. Fueron tiempos en que la España cultural bullía con la existencia de literatos consagrados (Valera, Galdós, Echegaray, Pereda, Campoamor, Picón, Armando Palacios y Clarín, estos últimos más jóvenes), mientras que comenzaba a emerger, todavía con una obra muy limitada o precaria, otros novelistas, poetas, ensayistas o autores teatrales muy jóvenes que luego se encuadrarían en la conocida como Generación del 98: Martínez Ruíz (en un futuro Azorín), Ramiro de Maeztu, Unamuno, Valle Inclán, Baroja, Benavente, etcétera. Estos venían empujando con fuerza y querían abrirse camino a cualquier precio. Y si bien respetaron inicialmente la veteranía y el prestigio de los mayores, más temprano que tarde el enfrentamiento se hizo casi inevitable.
Clarín, un crítico exigente, fue un defensor del joven escritor alicantino, pero menos atención prestó al resto de miembros de esa generación, e incluso con algunos de ellos tuvo enfrentamientos periodísticos o epistolares de intensidad nada menor (como fue el caso con Maeztu y Unamuno). Así no cabe extrañarse de que el nombre de Clarín, una vez muerto tempranamente, fuera objeto de un evidente silencio por parte de la inmensa mayoría de la Generación del 98, no así por Azorín, que fue el único miembro de esa gente nueva que mantuvo la llama viva del escritor y crítico literario, denostado por el resto. No corrieron mejor suerte con el paso de los años el resto de los “viejos” escritores decimonónicos, aunque algunos siguieron vivos y produciendo obras durante parte del siglo XX (Galdós, Palacio Valdés, Menéndez Pelayo, etc.), también -junto con Juan Valera y el resto- olvidados o denostados. La generación del 98 los pretendió enterrar vivos, y una vez muertos, en su mayor parte, el silencio se impuso. Al parecer, no había sitio (o lectores) para todos. Pero esto no es objeto de estas líneas.
El circunstancial descubrimiento de José Martínez Ruiz (Azorín) por Clarín
Las vidas de Clarín y Martínez Ruiz, luego Azorín, se entreveraron durante casi cinco años. Y de eso se trata aquí, aunque también de otras cosas que les unieron y desunieron, pues -como se verá- aun con puntos de contacto evidentes, fueron dos personas muy distintas, con dos vidas nada parecidas, salvo en algunos detalles.
Eran dos escritores de generaciones diferentes. Mientras que Clarín nació en 1851, Martínez Ruiz lo hizo en 1873, cuando la Primera República española daba sus primeros pasos. Pero cuando José Martínez comienza a dar sus primeros pasos de periodista, allá por 1896, Alas ya era un crítico consagrado que estaba en el momento álgido de su fama periodística, y también reconocido como novelista. El alicantino aprendió mucho del zamorano, más bien asturiano de adopción (lo llamaba “maestro”), y siempre lo tuvo como punto de referencia, al menos en sus primeros años de andadura profesional.
En efecto, Clarín, y el entonces joven periodista satírico, José Martínez Ruiz, comenzaron circunstancialmente una relación personal tras escribir el primero de ellos el 1 de enero de 1897 uno de sus famosos Paliques en La Saeta, un semanario de Barcelona, en el que dedicó al segundo un elogioso párrafo sobre un artículo publicado por este en El País el 23 de diciembre de 1896, titulado Mi crítico (íntegramente reproducido en Martínez Cachero, 1953). Como recordó Yvan Lissorgues, la pieza del joven periodista “le recuerda a Larra”, y advierte en ella que el tal “Martínez Ruiz debe ser joven, un novísimo talento, una esperanza. En estos términos se expresaba Clarín en su citado “Palique”:
“No sé quién es un señor Martínez Ruiz que escribe artículos de costumbres en El País, pero quien quiera que sea tengo el gusto de decirle que, en mi humilde opinión, si publica muchos artículos como el titulado Mi crítico, acabará por merecer que se vea en él una de las pocas esperanzas de la literatura satírica (…) El artículo demuestra que Martínez Ruiz tiene más enjundia literaria que muchos ‘afamados’ escritores festivos que hacen alarde de no tener pizca de sustancia”.
Clarín era un crítico literario muy severo. Cuando tropezó, en sus diarias lecturas de la prensa nacional en el Casino de Oviedo, con el suelto de Martínez Ruiz, tenía Alas 45 años, mientras que quien aún no era Azorín apenas contaba 23, y con un aspecto aniñado, dado que era barbilampiño. Así, que el juicio sumario que emite el crítico consagrado sobre el joven periodista, aún desconocido, fue, sin duda, un espaldarazo a su futura carrera en la prensa escrita, y también resultó muy reconfortante para el escritor alicantino, que ya por aquel tiempo había abandonado sus estudios de Derecho (que, a pesar de reiniciarlos después, nunca terminaría), y decidió volcarse en su verdadera afición: el mundo de las letras. Con ese fin acudió a la capital del Reino.
Para el novel Martínez Ruiz, el senior Clarín era -como se ha dicho- uno de sus grandes referentes en ese periodismo satírico que entonces tanto se ejercía. Y el breve comentario a su potencial valía no hizo sino reforzarle en su opción profesional y vital que, junto con la actividad política, sería motor existencial de buena parte de sus días. Según escribe Francisco Fuster en su reciente biografía (Azorín. Clásico y moderno; Alianza Editorial, 2025), tales lisonjas vinieron muy bien al joven periodista fortaleciendo su estado anímico. Tras ese reconocimiento periodístico, escribe una carta de agradecimiento a su idolatrado Clarín, que este responde afectuosamente indicándole que no tiene nada de qué agradecerle, y le anima a que continúe “por el camino de las buenas letras”, procurando ser original; pero sin faltar al respeto e ir contracorriente. Sin embargo, también fueron esos “sueltos satíricos, que tanto gustaban a Clarín, los que provocan su despido como redactor del periódico”. Al parecer del joven escritor alicantino, los suscriptores “se quejan de la independencia de mi pluma”.
Herido por su despido como periodista de El País, quien años después adoptaría el pseudónimo de Azorín no atiende a los sabios consejos de su admirado Alas de no ir contracorriente. Fueron momentos duros en sus primeros pasos periodísticos, sin duda, en un Madrid que parecía cerrarle las puertas, cuando frecuentaba la bohemia madrileña (alimentada por los Dicenta, Bonafoux, Antonio Palomero, Miguel Sawa y otros). Haciendo una vez más oídos sordos de las recomendaciones del maestro Clarín, se autoedita el folleto Charivari, una suerte de diario de su corta vida en Madrid, en el que, entre otras cosas, “carga contra todos, soltando la bilis acumulada durante esos primeros meses en el gremio periodístico”. Se recogían ahí una serie de comentarios ácidos sobre algunos de sus antiguos compañeros, lo que provoca el secuestro de la edición completa, aunque tal secuestro llega tarde, pues varios ejemplares ya estaban difundidos (Francisco Fuster, 2025). Una reacción propia de las vísceras más que de la reflexión, que tuvo una fuerte repercusión y terminó por manchar su nombre antes incluso de que se consagrara. Tal panfleto fue muy mal recibido por los destinatarios de sus invectivas (periodistas consagrados). Abrirse hueco a codazos nunca fue un buen método.
Clarín lee desde su atalaya ovetense los artículos que publican los periódicos madrileños sobre el escándalo producido por el folleto Charivari. Poco después, recibe un ejemplar dedicado por su autor. En ese texto, Martínez Ruiz describe “retratos sangrientos de personalidades, ideas iconoclastas contra todo lo establecido, contra la familia, la sociedad, la religión, etc. ¡Verdadera bomba intelectual!” (Lissorgues, 2007; 867). Son los tiempos anarquistas de ese joven escritor. No durarán mucho. Pero harán ruido.
Tal panfleto no es, por tanto, bien recibido por Clarín, quien comienza a redactar esta vez otro “Palique” para recriminarle el recurso a unos modales tan chuscos, siendo, como es el joven (Martínez Ruiz, a su juicio), uno de los periodistas más prometedores de su generación” (Francisco Fuster; 41). En ese otro texto, su idolatrado Clarín lo describe como “un anarquista literario”; si bien, aun reconociendo que sus doctrinas son terribles, lo considera como un mozo listo, listo de veras”; aunque le desagradan sobremanera sus ataques horribles hacia Pereda y Balart”. Inteligentemente, Clarín aventura que “pasará el sarampión, y quedará un escritor original, independiente” (Lissorgues, 867-868). No anduvo muy alejado Alas en su pronóstico, aunque tal beligerancia juvenil no se terminó del todo hasta pasados algunos años, momento en el que dio, algo corriente a lo largo de su vida, un giro copernicano en sus presupuestos ideológicos. Pero Clarín, al leer que la edición del citado panfleto había sido secuestrada, decide no remitir el artículo al Heraldo. Y guarda, así, un prudente silencio sobre tan clamoroso panfleto; pero, al parecer, tampoco le escribe para indicarle la recepción de Charivari que tan mal efecto le produjo.
Poco después, Martínez Ruiz le pide a Leopoldo Alas un prólogo a su libro de cuentos y crónicas, Pasión, que este rehúsa hacerlo. Finalmente, no lo publica. Una primera decepción de Azorín hacia su referente periodístico, que no afectó a su inicial relación, pues el alicantino, en tales lides, era muy calculador. Y la sombra de Clarín muy alargada.
Clarín finalmente publicó, muy rebajado eso sí, su Palique crítico sobre Charivari, mostrándose algo más indulgente con su contenido, aunque no exento de dura crítica: “Soy el primero en censurar todo eso que en libro de Martínez Ruiz ha sido objeto de universal escándalo (…) Hay en Charivari errores y apreciaciones injuriosas referentes a hombres para mí sagrados, porque son algo más que maestros, como padres espirituales de los más hondos sentimientos de mi alma”. Mal le sentaron a Clarín las duras censuras que el novel periodista emitía sobre Pereda y Menéndez Pelayo, dos de sus buenos amigos literarios. Pero aún así, suavizó esta vez su crítica: “No; Martínez Ruiz no está perdido, porque sus libros mismo revelan, quand même, un hombre de talento (…) No quememos el libro, aunque lo merezca; porque dentro hay una honra literaria que no merece el fuego: y que tal vez un día, si hoy se le hace justicia verdadera, esto es, caritativa, nos dé un escritor talentudo, templado, noble, que será el primero en condenar estas atrocidades de ahora” (Madrid Cómico, 13 de abril de 1895).
La moderada crítica de Clarín hacia el joven escritor acertaba de pleno. Décadas después, cuando un maduro Azorín, ya en las puertas de la ancianidad, abrazó el franquismo y, como tal, tuvo que redimir sus penas juveniles, hizo apostasía directa de aquellos desmanes juveniles anarquistas en los que había caído. En efecto, al editar el primer tomo de sus Obras completas allá por 1947, incluye en ellas una Advertencia importante, en la que deja constancia de que se arrepiente de sus escritos prejuveniles; y en una entrevista expresamente afirma: “¿Volvería hoy a escribirlos con tanto apasionamiento, con despreocupación tanta? No, no estoy conforme. No; no volvería a escribirlos. Hay en ellos demasiada juventud alocada (…) Son estas obras mías alegres pecadillos de juventud” (Francisco Fuster, 2025; 276-277). Cincuenta años antes, sin poder ni siquiera imaginar dónde acabaría el buen anarquista de Martínez Ruiz, su maestro Clarín había dado en la diana.
EL RINCÓN LITERARIO es un espacio de esta Web dedicado a la literatura y a los literatos, con especial atención a los perfiles biográficos y a la trayectoria de quienes fueron consagrados autores, abordando asimismo sus obras y el contexto histórico, profesional y personal en el que estas fueron escritas, así como, en algunos casos, al análisis de tales obras desde distintas perspectivas (políticas, sociales, culturales, etc.), por lo común ajenas a la tradicional crítica literaria, que no es campo de especialización de quien esto escribe.
Una primera entrega, dedicada a La forja de un escritor. Juan Valera, sueños de juventud y despertar literario, puede hallarse en el siguiente enlace: https://rafaeljimenezasensio.com/el-rincon-literario/. Esta serie de entradas, como su propio enunciado indica, se ocupa de los primeros titubeos literarios y profesionales (diplomáticos) durante los primeros años (1846 a 1851) de su devenir existencial de ese gran epistológrafo, ensayista y novelista que fue Juan Valera Alcalá de Galiano.

