LIBROS

EDGAR MORIN: LECCIONES DE UN SIGLO DE VIDA

edgar morin

“Todo lo bueno que he hecho ha sido al principio incomprendido y mal juzgado. Pero la autonomía intelectual conduce sin que uno lo quiera a la heterodoxia. Y hay que aceptar la incomprensión y el descrédito” (Edgar Morin, Lecciones de un siglo de vida, Paidós, 2022, p. 108).

Una mirada retrospectiva de cien años atrás es, sencillamente, un privilegio; más si procede de un humanista y filósofo tan reconocido como Edgar Morin, cuya vida ha transcurrido desde 1921 hasta la actualidad. Un ensayista de una profundidad extraordinaria, del que siempre me habló extraordinariamente mi buen amigo, columnista y profesor de filosofía Mariano Bergés. Morin es una persona, además, de identidades múltiples, de origen sefardí y con lazos, por tanto, con la lengua española. De la tradición humanista que va desde Montaigne a Víctor Hugo. Pero, asimismo, marcado por el contexto histórico de su existencia, ya que fue miembro del Partido Comunista francés hasta que advirtió la deriva totalitaria de tales ideas, lo que le comportó, tras su abandono, “los insultos rutinarios que recibe cualquier excluido”.

Su larga y fructífera vida personal e intelectual se manifiesta en una vasta obra y, como él mismo reconoce, en treinta y ocho doctorados honoris causa recibidos en el extranjero. Su período comunista, que duró seis años, lo ve como una oportunidad, puesto que “me permitió entender posteriormente el totalitarismo por haberlo vivido desde dentro”. Fruto de esa experiencia escribió Autocrítica, algo que le facilitó un desengrase mental, la conquista de la autonomía intelectual, y la búsqueda obstinada de un pensamiento político a partir de entonces complejo”.

Esta breve obra transita por sus experiencias personales, profesionales y académicas, así como por ciertos recovecos de su amplia obra intelectual, con algunas reflexiones que merecen ser destacadas por su fuerza argumental y por su riqueza en el enfoque de quien atesora una larguísima y rica existencia, así como una mirada penetrante sobre la realidad que le circunda. Lo que sigue son solo algunas ideas que me han llamado la atención en ese penetrante discurso de una persona centenaria en plena lucidez.

Interesantes, por ejemplo, son sus reflexiones en torno a que “vivir es navegar en un océano de incertidumbre, parando de vez en cuando en algunas islas o archipiélagos de certidumbre donde abastecernos”. También lo es, con impronta estoica, el reconocimiento de que la incertidumbre de nuestros destinos, generada entre otras cosas por la imposibilidad de eliminar el azar, comporta -como una de las lecciones que el autor afirma más importantes de su vida- “la necesidad de estar preparado para que ocurra lo inesperado”.

En el capítulo relativo a “Saber vivir”, Morin subraya de entrada que “una vida reducida a la supervivencia deja de ser vida”. La dignidad humana es un aspecto central en su discurso: “subvivir es peor que sobrevivir”. Tras algún recordatorio de experiencias personales y de momentos históricos relevantes (“los éxtasis de la historia”), entre los que cita la Revolución de los Claveles y “la embriaguez de libertad que fue el paso del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989”, se adentra el autor en unas reflexiones muy pertinentes sobre la necesidad de reconocimiento, una idea vinculada estrechamente con la dignidad, que esta sociedad digitaliza y cuantitativa, del impero del dato, parece difuminar en todos sus extremos: “Los hombres y las mujeres tratados únicamente como objetos estadísticos (…) disuelven la humanidad en las cifras, (y) no hace más que sobreexcitar la necesidad antropológica de reconocimiento”. Retoma el reconocimiento y su necesidad al final de la obra, aspecto del que están tan necesitados no pocas personas y colectivos: “Los escritores, los filósofos y los universitarios (podríamos ampliar la nómina) padecen un complejo desmesurado. Cada uno de ellos quisiera ser reconocido, si no como un genio, al menos como el mejor entre sus pares”.

Su formación universitaria fue avanzada en la transversalidad, sabiendo romper los compartimentos estancos del conocimiento y de los estudios titulados. La idea de complejidad comenzaba a tomar cuerpo en su pensamiento y en la acción. Las contradicciones humanas eran base de su enfoque. Citando a Heráclito, “concordia y discordia son madre de todas las cosas”. Como bien expone el autor: “El ser humano no es ni bueno ni malo, es complejo y versátil”.

El capítulo dedicado a sus experiencias políticas en ese siglo torrente de acontecimientos marcado por un mal específico (“el totalitarismo de partido único”), no es sin embargo página pasada: “Se están dando todos los elementos de un neototalitarismo cuyo primer modelo se está desarrollando en China”, y cuya huella de dominio está basada “en la vigilancia electrónica. De ahí extrae asimismo la tendencia a la regresión (estancamiento, esclerosis, repetición, que diría Ross Douthat) que se está produciendo mundialmente desde principios del siglo XXI en nuestras sociedades occidentales: “Una de las principales lecciones de mis experiencia -añade- es que el retorno a la barbarie siempre es posible. Ninguna conquista histórica es irreversible”

Los treinta gloriosos (1945-1975), años de reconstrucción europea y de acelerado desarrollo económico y social, le han provocado al autor una lección importantísima, tal como él mismo reconoce: “Una progresión económica y técnica puede comportar una regresión política y civilizatoria, lo cual en mi opinión se hace cada vez más patente en el siglo XXI”. Su toma de conciencia ecológica es, cuando menos, prematura y premonitoria. Se remonta a 1972 cuando se publicó el informe del profesor Meadows del MIT, que “reveló el proceso de degradación de la biosfera debido al crecimiento tecnoeconómico, causado a su vez por un afán inextinguible de lucro”. Seguimos anclados en esa dimensión destructiva que la Agenda 2030 ni los Acuerdos de París consiguen detener. Nadie quiere vivir peor que sus antepasados. Y no hay otra solución.

Las permanentes crisis que estamos viviendo en este siglo XXI (las más recientes la del Covid19 y la de Ucrania, esta última fuera del foco obviamente temporal del libro), así como el cambio climático, las migraciones, etc., muestran el vigor del pensamiento complejo de Edgar Morin, concertado en un buen número de obras, entre las que destaca El método y La vía: el futuro de la humanidad. Su pensamiento complejo se asienta asimismo en un “humanismo regenerado”, que ya expuso en Cambiemos de vía.

No olvida el autor el papel constructivo del error, ni tampoco los peligros de la desinformación y de las fake news. Advierte contra el peligro de estar mal informado, cuando no se contrastan opiniones, en esta era de tribus digitales (Han) y de cámaras eco: “No hay ningún refugio de la verdad absoluta que elimine todo error, salvo en la teología y en la fe del fanático”. El dogmatismo esclerotiza la sociedad. Y las consecuencias políticas pueden ser graves.

En efecto, hace unos días pensé cerrar una conferencia sobre instituciones, destinada a miembros de un partido político, con una profunda reflexión de Morin (la pena es que, al cambiar de cartera, me dejé el libro en casa). Advierte este autor sobre las consecuencias de la mala política y de la política populista o demagógica que tanto nos invade, donde solo prodigan hoy en día las buenas noticias: “Las consecuencias del error de juicio o de decisión del responsable de una nación pueden ser desastrosas y mortíferas para todo el país”. Lo estamos viendo todos los días en este conflictivo globo televisado, pero también cerca de nuestros hogares en no pocos niveles de gobierno.

En fin, alejada de esa contingencia, su última lección es digna de recogerse como cierre de esta reseña: “Está en ese círculo virtuoso donde cooperan la razón abierta y la benevolencia amable”.  Definitivamente, la sabiduría sigue estando, al menos en este caso, en la edad.

DIDEROT, EL ARTE DE PENSAR LIBREMENTE

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“Sólo hay una virtud, la justicia; sólo un deber, ser feliz; y un corolario, no exagerar la importancia de la propia vida ni temer a la muerte” (Diderot)

La reseña que abre esta serie de entradas estivales (*), tiene por objeto una monumental obra sobre el siempre difícil y plural género de las biografías. La figura de Diderot es ampliamente conocida. En parte, aunque solo sea en parte, por su denodado y fructífero impulso para que viera la luz la Encyclopédie, uno de los motores fundamentales de la Ilustración, que dio pie a la sociedad en la que hoy vivimos y que muchos de sus postulados se están poniendo en entredicho en fechas recientes (democracias iliberales, populismos, revolución tecnológica y transhumanismo, etc.). No es tan conocida, al menos para mí no lo era, su vida, sus venturas y desventuras. Y de todo ello se ocupa este magnífico libro que lleva el título y subtítulo que da enunciado a esta reseña.

Sólo pretendo dar noticia de la publicación de tal obra, así como recomendar su lectura a quienes comulguen con la libertad de pensamiento y quieran aproximarse a la sugestiva trayectoria personal e intelectual de tan fascinante personaje. En verdad, la estructura de la obra desgrana los distintos momentos de la compleja existencia de un libre pensador en un sistema político como era el Antiguo Régimen; un contexto en el que, a pesar de todo, sobrevivió y subsistió con enorme dignidad, no sin la ayuda de la fortuna o de algunas personalidades públicas.

Aunque desde un punto de vista filosófico Diderot ha sido encuadrado dentro de la corriente radical de la Ilustración, tal como expone Jonathan Israel en una de sus más reconocidas obras (Una revolución de la mente. La Ilustración radical y los orígenes intelectuales de la democracia moderna), y reitera en otra posterior (Expanding Blaze. How American Revolution Ignited the World 1775-1848, PUP, 2017), en oposición a las tendencias más moderadas representadas por Voltaire, Montesquieu o Hume (que abogaban por la monarquía mixta, la figura del filósofo –por lo que luego se dirá- fue completamente ignorada por la Revolución francesa (sobre todo durante la etapa del Terror) conforme ésta fue abrazando con fuerza las tesis de Rousseau. Su reputación pública no volvió a primera línea hasta cien años después, en plena IIIª República, y gracias a la masonería que consiguió encumbrar a quien la Historia de forma absolutamente injusta había pretendido silenciar.

Sin embargo, las tesis de Diderot, aunque enormemente rompedoras en el momento en que fueron esbozadas (sobre todo su posición frente a la Iglesia o la monarquía absoluta, la defensa de la libertad e, incluso, con las limitaciones obvias del contexto que marcaron sus conductas y comportamientos, sus avanzadas tesis sobre la sexualidad o sobre el arte), bebían también (en ese trasvase inevitable), al menos por lo a la política respecta, de posiciones moderadas, lo que quizás le alejó de los revolucionarios franceses conforme estos fueron radicalizando sus posiciones. En todo caso, Diderot falleció cinco años antes de proclamada la revolución, pero, al igual que Hollbach, alimentó sus orígenes. De eso no cabe duda alguna.

La espléndida biografía escrita por Andrew S. Curran transcurre desde el nacimiento y primeros pasos del personaje en la villa de Langres hasta su  llegada a París donde, tras diferentes hitos y accidentes (que son dignos de seguir), se sumergiría definitivamente en su frenética actividad intelectual que se prolongaría a lo largo de su vida, cuyo eje central fue la magna obra de la Enciclopedia a la que entregó buena parte de sus energías. Con enorme capacidad intelectual, aprendió la lengua inglesa, vivió de traducciones y se embarcó junto con D’Alembert, en la gestación del majestuoso proyecto intelectual antes citado. Tras su paso temporal por presidio (que marcó notablemente su actitud futura), Diderot vivió en un equilibrio nunca sencillo con un régimen aún absoluto, aunque con matices. Muchas de sus obras no vieron la luz hasta después de su fallecimiento y algunas tiempo más tarde. Y las que aparecieron o se atribuyeron a su autoría no cabe duda que generaron un revuelo incalculable.

La parte central de la comentada biografía la ocupa el papel de Diderot como motor efectivo y sus vicisitudes en el impulso del proyecto enciclopedista (más aún cuando d’Alembert se apartó). Como dice el autor, “lo que Diderot no acababa de ser plenamente consciente, en 1765, era de que él había hecho avanzar las ideas de la Ilustración de un modo que nadie, ni Voltaire, y menos aún Rousseau, había logrado hasta entonces” Al primero no lo conoció personalmente hasta el final de sus días, mientras que al segundo lo trató estrechamente y, dada su compleja personalidad, terminaron enemistados (algo que, con la personalidad del ginebrino, no era ninguna novedad).

Diderot fue un censor impecable de la Iglesia y de la monarquía absoluta. Tachado de “ateo militante y contrabandista de ideas ajenas”, tenía una creencia innata en la bondad de la humanidad y en la posibilidad de una ética natural y universal. Israel vincula estas ideas de Diderot como herencia de Spinoza, quien también influyó fuertemente sobre el barón de Hollbach, con el que Diderot tuvo estrecha relación. En su obra El sobrino de Rameu (a la que el biógrafo dedica un protagonismo estelar en la evolución de su pensamiento) descubre esa filosofía que, no obstante, evita difundirla, salvo en circuitos muy estrechos.

La filosofía política de Diderot aparece desperdigada en algunos fragmentos de esta obra biográfica. Son los últimos capítulos del libro dónde se condensan tales ideas. Por ejemplo, cuando narra su viaje a Rusia, invitado por la emperatriz Catalina la Grande, así como sus últimos años donde se mostró solidario con el movimiento insurgente americano y con la creación (todavía en ciernes) de lo que serían los Estados Unidos. Bien es cierto que en las voces de la Enciclopedia “Autoridad política” y algunas otras que se le atribuyen a Diderot ya se incubaba su filosofía política; pero lo cierto es que la mayor parte de las entradas sobre asuntos políticos de la magna obra de la Ilustración se debieron a la pluma del incansable amanuense De Jacourt (R. Soriano y A. Porras, Artículos políticos de la Enciclopedia, Tecnos, 1992; quienes describen la tarea de la dirección de Diderot como “titánica”). En efecto, en la voz “autoridad política”, parte de que el poder tiene su fundamento en el consentimiento de quienes son gobernados, y de que, una vez configurado de esa manera, todo poder tiene límites, afirmando que “no es el estado quien pertenece al príncipe, es el príncipe quien pertenece al estado”. En la voz “Soberanos”, vuelve a incidir en esta idea, trasladando la arquitectura conceptual de Montesquieu: “La experiencia de todo los tiempos revela que cuanto mayor es el poder de los hombres, más fácilmente sus pasiones les inducen a abusar de él: consideración ésta que ha determinado a algunas naciones poner límites a la potencia de aquellos a quienes se encargaba de gobernarles” (Diderot, Escritos Políticos, CEC, 1989, p. 27). Así que radical, en efecto, en algunas cuestiones, no precisamente en las de política constitucional.

En efecto, como bien subraya el autor, al margen de la influencia que tuviera, “la filosofía política general de Diderot era un reflejo de lo que podría caracterizarse como humanismo moderado”. No tenía nada de demagogo o revolucionario, “era básicamente un reformista”, que intentaba sin éxito convencer a los monarcas de la necesidad de reformar sus instituciones. Y ello explica su prematuro entierro intelectual por la Revolución francesa. Esas propuestas reformistas las intentó aplicar con Catalina la Grande, quien así como le acogió y avaló con fuerte apoyo financiero, también desoyó una y otra vez sus planteamientos. La emperatriz, en un ejercicio de política real, lo dejó muy claro: “Vos sólo trabajáis sobre el papel, que acepta todo, es maleable y flexible y no presenta obstáculos ni a vuestra imaginación ni a vuestra pluma, mientras que yo, pobre emperatriz, trabajo sobre la piel humana, que es mucho más picajosa y sensible”. Por consiguiente, “sus esperanzas de transformar a Rusia en un faro de la Ilustración estaban condenadas al fracaso”.

Aun así, Diderot continuó en el empeño. Con algunas obras duras o muy críticas con los gobernantes del momento (por ejemplo, Principios de Política de los soberanos; con máximas cargadas de profundidad y censura; algunas llenas de actualidad: “Cuando el odio ha estallado, cualquier reconciliación es falsa”; ver, Escritos Políticos, pp. 44 y ss.), o sobre la defensa encendida del papel del Estado en la educación (que se refleja, por ejemplo, en sus Observaciones sobre la Instrucción de la Emperatriz de Rusia; también en Escritos Políticos, pp. 183 y ss.). Particular importancia adquiere, ya en plena vejez, su toma de posición favorable sobre la revuelta americana y la traducción de (partes de) la obra de Thomas Paine, El sentido común. De ahí, el autor concluye lo siguiente: “No es exagerado decir que Diderot fue el único intérprete francés de importancia del excepcional experimento político que tenía lugar en la otra orilla del Atlántico”.

Como dijo el propio Diderot en el artículo de la Enciclopedia relativo a la “Inmortalidad”, escribir para las generaciones futuras había sido el impulso principal de su carrera. En el fondo suplir el paraíso con el reconocimiento por la posteridad, que aún así le fue negado un tiempo, pues cinco años después de su muerte, en 1789, “este defensor de los derechos humanos y la libertad, era atacado cada vez más como enemigo del pueblo”. Diderot fue, así excluido del panteón de héroes intelectuales de la revolución. Y tardó muchas décadas en ser restablecido. Caprichos de la memoria histórica, siempre gestionada por quien está en el poder. Pero como expuso décadas después un periodista liberal, frente a las posiciones de Rousseau y de Voltaire, “sólo Diderot, tras ciertas vacilaciones sin mayores consecuencias, demostró ser tan demócrata como era ateo”. Lo  cierto es que en su época fue un philosophe “incómodo”, que tendió a cuestionar “todas las autoridades y costumbres habituales recibidas, fueran religiosas, políticas y sociales”. En fin, como concluye el libro, “no es ni un Sócrates ni un Descartes, ni tampoco se reclamó nunca como tales; pero su fascinante y obstinada búsqueda de la verdad lo convierte en el más fascinante defensor en el siglo XVIII del arte de pensar libremente”.

Este libro es, sin duda, una excelente compañía para un verano diferente.  

65 años

Reflexiones sobre el «El tiempo sin edad»

LIBROS 1

“Envejezco, por lo tanto vivo. He envejecido, por lo tanto soy” (Marc Augé)

A mi “vieja cuadrilla” calagurritana. Siempre voy de avanzadilla. Como escribió Aristóteles, «la amistad es lo más necesario de la vida». Pero no la virtual, la física. La que deja huella real, no aparente. La que hoy echamos en falta. El abrazo (físico) de la palabra, como diría Maffei.  

Sesenta y cinco años. Son muchos. Y han pasado rápido. Sin apenas darme cuenta he envejecido. Aunque mi espejo siga engañando mi mente, y me diga que no estoy mal. Que no parezco tener tal edad. ¿Dos o tres menos, quizás? Da igual. Los tengo. Conviene que vaya tomando “conciencia de haber envejecido”. La decrepitud llegará, si la vida aguanta. Es inevitable. Como la muerte. No hay que orillar lo que implica el paso del tiempo.

Además, estoy confinado, como todos. Cumplo años en plena pandemia. Un presente doloroso. Cuando la ancianidad se ha mostrado como el eslabón más débil. El más abandonado. Cubierto de indignidad por una sociedad que se llama del bienestar. Y con un futuro plagado de incógnitas. El COVID-19 me ha introducido en «la tercera edad» (así la siguen llamando), de un portazo, sin salir de casa. Un encierro que, si me pongo pesimista, puede querer decir que me encuentro atrapado en un cuerpo que declina, en unas facultades que, si bien manteniéndose, cada día ofrecen menos prestaciones. Ley de vida. O lo contrario. Pero es día de optimismo. Al menos en mi caso. He llegado hasta aquí, que no es poco. Antes «disimulaba» la edad. Es necio hacerlo.

Asumo la entrada en esa edad amortizada con serenidad. También con sosiego, como reconocía el filósofo Wilhelm Schmid en su recomendable libro. Iré a trabajar unas horas, y luego celebraré el sesenta y cinco aniversario de mi existencia en familia. Con Alicia y Paola. Las «niñas» de mi vida. Lejos de mi madre y hermana, ambas muy vulnerables, por distintas razones, a las garras del virus. Mi gran preocupación en estos momentos. La Rioja es dónde más se ha cebado el virus cabrón. Las echaré mucho de menos.

No me jubilaré voluntariamente, salvo que las circunstancias me obliguen. Habrá muy poco trabajo a partir de ahora. Toca sufrir, también a quienes tenemos una actividad profesional liberal o que somos empresarios-autónomos. Pero me encuentro en buen momento de forma, intelectualmente hablando. Tendré que reinventarme por enésima vez. Ya la última. Y por poco tiempo. Intentar sobrevivir los duros momentos que nos esperan. Si el trabajo declina, como es más que probable, volveré la mirada a la amplia biblioteca que tengo en el Estudio, y me encerraré a leer y escribir, emulando ser un pobre aprendiz de Montaigne, para mí el mejor ensayista. Solo releyendo una y mil veces sus Ensayos se aprende a vivir y a pensar. Me dedicaré, así, a «vivir escondido», como predicaba Epicuro. Me vendrá bien distanciarme del ruido. Tengo muchos proyectos. Recuperaré horas con la familia, aquellas que les robé para llegar a ningún sitio. Les debo mucho tiempo. Frecuentaré más a los amigos, antes de que, unos u otros, vayamos desapareciendo de la escena o nos aparquen las circunstancias. Viajes cortos, pero intensos. También mucha quietud. Disfrutaré de los pequeños placeres de la vida y del momento. Del escurridizo presente, que es siempre el que importa.

Tengo la fortuna de vivir en una ciudad espléndida, Donostia-San Sebastián. Sólo pasear me carga de ánimo y de vida. El parque de Cristina Enea, que llevo tiempo sin visitar, es mi refugio: me insufla aire fresco, naturaleza, tranquilidad y reflexión. Dentro de unos días, si nada se tuerce (pues en estas fechas todo es posible), volveré a frecuentarlo. Pasearé, lo que hacía todos los días antes de que la normalidad vital se quebrara. Disfrutaré de la naturaleza y de los animales. Ya habrán nacido los primeros patos, siempre amenazados en sus primeros y quebradizos días de existencia por las crueles gaviotas. Ahora no hay nadie que las espante. En mis paseos diarios, lo hacía con frecuencia. Me llevaré algún libro (entre ellos, cuando lo adquiera, el último de Lamberto Maffei, Elogio de la palabra) y leeré sentado en sus bancos en plena tranquilidad de un parque incrustado en la ciudad. Felicidad en estado puro. Lo demás, estupideces.

Releía estos días pasados varias obras. Entre ellas, un breve opúsculo de Marc Augé, El tiempo sin edad. Confieso que no me gustan los gatos (que son centrales en su relato por las similitudes que entabla entre la vida de estos y su propia existencia), aun así la obra me resulta fascinante. Tiene un capítulo, el penúltimo, que se titula “Envejecer sin edad”. De esas páginas extraigo la cita inicial, así como las que a continuación recojo, al hilo de las siguientes reflexiones.

Es absurdo engañarnos a nosotros mismos. O estúpido. El paso del tiempo es inexorable. Y distraer su presencia es aplazar lo evidente. Hay que practicar ejercicio, pero no para evitar envejecer, algo que es imposible; solo para encontrarnos mejor, más saludables y con menos achaques, puesto que algunos siempre tendremos:

“La ‘aparentemos’ o no, tenemos nuestra edad, por supuesto; la tenemos, pero es ella la que nos tiene”

“En nombre de la buena forma física, de la salud y del bienestar, se acosa y se tratan de expulsar los signos de envejecimiento (…) Pero aun en aquellos o aquellas que se desloman toda su vida haciendo ejercicio, a fin de cuentas es el cuerpo el que dice la edad”

“Se trata, pues, si se quiere ‘permanecer joven’, de enseñarle a disimular o a mentir. ¿Mentir a quién? A los otros y a uno mismo. A uno como a otro. Como si tuviera otro cuerpo, otro fuera del cuerpo”.

Pero hay que vivir, vivir plenamente, como invitaba a hacerlo Cicerón. Y, en ello, hay mucho de fortuna, también de preservarse, pero sin obsesiones, con calma:

“Cuestión de suerte, por una parte: algunos son menos afectados que otros por los males de la edad, o más tardíamente. De golpe, adquieren espontáneamente la sensatez del gato, y no piden a su cuerpo más de lo que le puede dar”.

Debemos prepararnos pare el declive, más temprano o más tarde llegará. Asumirlo con estoicismo y valentía. No hay opciones. Es una auténtica putada que nos juega la vida, siempre que esta se mantenga:

“La decadencia física más o menos avanzada es para quien la vive -testigo de sí mismo en alguna medida- un doble sufrimiento, físico y moral, inexplicable en tanto sólo traduce la indiferencia de la naturaleza. Esta allí, eso es todo, al igual que el pasado no existe”

“Pero esa decadencia, otros la conocieron mucho antes, a veces de niños, y este pensamiento podría y debería atemperar la amargura de los que no quieren reconocerse en el cuerpo suficiente que los aprisiona y los humilla”

La soledad de la vejez es lo peor. Hay que aplazarla, engañarla y, en la medida de lo posible, evitarla. Los terribles días pasados con esta pandemia lo han mostrado con toda su crudeza. Morir en soledad es el peor de los escenarios. Al que hemos condenado a miles de personas. Mientras tanto, en nuestro ideario social, seguimos celebrando la jubilación como una fiesta. Habría que pensar mucho sobre eso.

“Se dice que la soledad es uno de los males más crueles de la edad avanzada”

“La jubilación, a la que sin embargo algunos aspiran, impone de golpe un distanciamiento de las familiaridades cotidianas que pueden perturbar, por tanto que se parece a una especie de muerte. A veces se celebra en una ceremonia que evoca unos funerales.

“No se puede envejecer mucho tiempo sin ver alejarse o desaparecer muchos amigos cercanos”

En fin, a pesar de todas las sombras que rodean nuestra existencia inmediata y futura, me siento afortunado. Al menos, hoy. Mañana no sé, ni me importa. Un día para celebrar. Siempre recuerdo que tengo (casi) treinta años menos que la reina de Inglaterra, que siempre tomaba como aperitivo un gin-tonic. Nunca he sido monárquico. Pero, es un hábito “ejemplar” (aunque desconozco si lo sigue teniendo). Como me recuerda Alicia, algo que decía un conocido: donde hay un gin-tonic y una terraza, hay vida. Por eso ahora echamos tanto en falta «esa vida». La real, no la virtual. Volverá. Paciencia estoica.

Y, por favor, no me felicitéis. Además, cuando «cuelgue» estas reflexiones, cerraré a cal y canto las redes sociales. Hasta mañana. Felicitad a la reina de Inglaterra. Que cumple 94. No pretendo eso. En absoluto. Solo quiero dejar constancia del paso del tiempo. Y reflexionar en voz alta. Para no engañarme. Desnudar mi edad no es obsceno. Aunque los pueda parecer. Si a alguien le sirve de consuelo, bienvenido sea. Vivamos el presente, aunque -como decía Séneca- resulte un tiempo tan breve, “que a algunos les parezca inexistente”. No lo es. Existe. Es el instante. El aquí y el ahora. Lo que debemos y podemos paladear. La felicidad del momento, como reconoce Compte-Sponville. Lo demás, es adjetivo. O superfluo. Un engaño. El presente, en palabras de Rüdiger Safranski, también filósofo, «es la pequeña eternidad». A disfrutarla.

Buen día 21 de abril de 2020. Aunque sea lluvioso. Aquí, al menos, lo es. Como dijo el filósofo Alain: «La lluvia es alegría»

Alessandro Baricco, Una cierta idea de mundo, Anagrama, 2020

BARICCO 2

“Yo más bien pienso que la razón por la que uno sigue leyendo, cuando tiene un libro entre las manos, no debería ser que quiere llegar a ningún lugar, sino que quiere permanecer dónde se está” (p. 77)

Si usted disfruta con la lectura y los libros, esta obra de Baricco es indispensable en su biblioteca. Escrita hace más de ocho años, se edita ahora por Anagrama en castellano. Tal vez en el origen de esta edición se encuentre en la buena acogida  que tuvo el reciente libro de Alessandro Baricco, The Game, editado también por Anagrama (y reseñado también en este Blog: https://rafaeljimenezasensio.com/2019/07/21/el-juego-del-poder-datos-personales-en-la-era-de-la-revolucion-tecnologica/) 

El libro es delicioso. Contiene las reflexiones personales que le han despertado al autor  la lectura de cincuenta libros, que selecciona en función de diferentes criterios que no tienen aparente hilo conductor. No son propiamente hablando reseñas, sino algo mucho más rico, pues Baricco se recrea en algunos de sus detalles, obviamente los que más le impactaron en la lectura o relectura de tales obras. Se trata de comentarios de tres páginas plagados de brillantez, extraordinariamente escritos y muy amenos. No es fácil dejar el libro una vez comenzado. Aunque tiene el gran atributo de que se puede leer también en muchos momentos, seleccionando alguna de esas exquisitas miniaturas llenas de sugerencias y no exentas de anécdotas.

La confesión inicial del autor lo dice todo: “Yo tengo dos o tres cosas que conozco a fondo y que amo con locura. Una de ellas son los libros”. Advierte, no obstante, que esa selección, en la que incluye casi de todo (novela, ensayo, libros entonces recientes, otros descatalogados, etc.) no se corresponde con lo que se podría calificar como “los cincuenta mejores libros de mi vida”, sino que se trata de una muestra hasta cierto punto “fruto de la casualidad”, de lo que “por azar he leído en un periodo de su vida, solo eso”.

Y hecha tal declaración de intenciones, sumergirse en el contenido es adentrarse en un trasiego estimulantes de obras dispares y distintas plagadas de interés. Transitan por esas páginas autores y obras conocidos, con otros muchos autores y libros (al menos para mí) que son auténticos descubrimientos. Por sus páginas se deslizan obras y autores clásicos, novelistas afamados, otros más recientes, filósofos reconocidos, otros menos, así como ensayistas de enorme prestigio y obras aparentemente banales, pero de una fuerza interna indiscutible, al menos tal como las describe Alessandro Baricco.

Cada libro comentado, además, viene precedido del contexto por el cual el autor llegó a él; una veces las recomendaciones de amigos o conocidos, otras la casualidad o el azar, también la curiosidad y, en ocasiones un reto de lectura.

Algunas citas que se recogen en el libro, por cierto no excesivamente abundantes (en eso el autor ha sido muy selectivo) son geniales. He estado tentado de reproducir muchas de ellas, pero mejor que el lector, en función de sus preferencias, descubra las que más le estimulen.

Pero no quiero cerrar esta breve reseña sin recoger dos ideas que desliza el autor al hilo de los comentarios a sendos libros. La primera es la alabanza que hace del libro de Hilary Mantel, En la corte del lobo. Tras mostrar el patrimonio de erudición desaforada con el que ha trabajado la autora, destaca que no se pase todo el tiempo recordándotelo. Y concluye: “Hay pocas cosas más penosas que dejar que en un libro aparezcan los rastros de todo lo que se ha estudiado”.

Y el cierre del libro, al hilo de la obra de Charles Darwin, Autobiografía. Allí, una vez ha alabado el tono sereno y dulce utilizado por el autor para hablar de sí mismo, concluye Alessandro Baricco de una forma muy original. Hay algo que nunca se consigue tener bajo control: “lo que queda al final, lo que emerge cuando lo hecho hecho está y lo que permanece es el merecido alivio de algún fin”.

 

Gregorio Luri, Sobre el arte de leer (10 tesis sobre la educación y la lectura), Plataforma Editorial 2020, 104 páginas.

el arte de leer

“(La lectura) es un arte en el que no se puede progresar si se tiene la curiosidad abotargada”

“Lectura, escritura y habla van unidas”

“Al aumentar la competencia lectora, se facilita también la escritora, que nos permite que nuestros pensamientos sean más lúcidos y claros”

Nada mejor para iniciar esta sección que con la breve y espléndida obra de Gregorio Luri. Un libro editado a finales de 2019, pero que se agotó de inmediato en su primera puesta en escena. Lo cual da ya una idea de su sugerente contenido.

Tiene como base una conferencia (“Sin educación no hay lectura”) que el autor pronunció en el Forum Edita, organizado por el Gremio de Editores de Cataluña y la Universidad Pompeu Fabra. En poco más de cien páginas, con letra amplia e interlineado también (lo que facilita la lectura a quienes nos olvidamos a veces las gafas en los viajes), el autor desgrana, como bien refleja el subtítulo, diez tesis sobre educación y lectura. No piensen equivocadamente que va dirigido a profesionales del mundo educativo, aunque también ellos lo disfrutarán. Es lectura recomendada para cualquier edad y condición, pero especialmente para adolescentes y universitarios, particularmente todos aquellos que han sustituido fulminantemente la lectura de libros por las prótesis digitales. Prepárense, en todo caso, para disfrutar de tales páginas, de lo bien escritas que están y de la vasta cultura que desgrana el autor, no exentas de algunas anécdotas hilarantes y asimismo de referencias a numerosos autores que no cansan en absoluto al lector ni distraen el objetivo último del autor.

Llegué casualmente a Gregorio Luri cuando leí su obra La imaginación conservadora. Luego, por razones que no vienen al caso, he adquirido y leído algunos de sus libros, especialmente en materia educativa, en la que es un consagrado maestro. Cuando se difundió la edición de este último libro sobre el arte de leer me precipité a buscarlo y mi librero de confianza (Lagun) me dijo que estaba agotado. Se lo encargué y no me llegaba. Es lo que tiene vivir en la periferia y no recurrir nunca a Amazon. En un viaje a Zaragoza acudí a la librería a la que siempre hago visita obligada (Antígona). Habían vendido todos y esperaban remesa nueva. Mi gozo en un pozo. Al final, tuve suerte, y lo encontré en una librería pequeña, pero siempre selectivamente nutrida (Donosti).

El libro se lee en muy poco tiempo. Aunque releerlo será siempre un placer. Pocas páginas para muchas ideas. Sinceramente, no duden en adquirirlo y comprarlo, no se arrepentirán. Seguro que lo regalan a propios y extraños. No recogeré más citas del libro, pues me he puesto el objetivo de no superar tres en ninguna obra reseñada, aunque podría llenar páginas enteras, lo cual ya nos da una pista de que no tiene desperdicio alguno. Magnífica obra y extraordinario cierre o postdata. No les digo más, descúbranlo ustedes mismos.

 

Raffaele La Capria, La mosca en la botella. Elogio del sentido común, Ediciones El Salmón, 2019, 145 páginas.

la mosca en la botella

“Para mí, el sentido común quiere decir sentirte parte de un mundo natural y espiritual en tanto que es posible ser compartido por muchos, pero que no se toma prestado, ni es imitado, ni mucho menos impuesto. Quiere decir reaccionar al excesivo intelectualismo que domina el debate (…). Quiere decir dirigirse a la mayoría, no sólo a los equipados con conceptos”.

“La mentira es autista: habla sólo de sí misma. Se alimenta de sí misma, vive para sí misma, se ama a sí misma”.

“Cuando la ideología es irreconciliable con los hechos, se deben tener en cuanta los hechos y dejar a un lado la ideología”.

Se trata de un libro editado hace años en italiano. Su edición en España, salvo error u omisión por mi parte, data de 2019. Aquellas personas que disfruten con el ensayo no les defraudará. Es original en el planteamiento (una suerte de reflexiones escritas en diferentes momentos, pero cuyo hilo conductor es la reivindicación del sentido común frente a la exageraciones del mundo conceptual o, mejor dicho, del conceptualismo degradado de masas.

El tránsito de la cultura del sentido común a la cultura de la modernidad es analizado con estilo claro y pulso narrativo excelente. Con base en el mundo artístico, en sus diferentes manifestaciones, el autor reniega del arte mediado por los especialistas o por los críticos, con una defensa encendida del sentido común, al margen de que a veces no confunda o se equivoque. Pero no se queda ahí. También aplica sus tesis a la política y a las relaciones de poder. Cuando un tertuliano aplica el sentido común nadie le escucha. Es mejor conceptualizar, aunque sea en el vacío. Se aleja por tanto el autor de la conceptualización pedante, tan en boga en algunos ámbitos.

Particularmente atractivas, a mi juicio, son las páginas dedicadas a la verdad (o mejor dicho, a la mentira) en la política. Con cita obligada de Hanna Arendt. Buena parte de sus reflexiones son trasladables a la realidad actual. Reniega La Capria de las actitudes militantes, del sectarismo político y también de aquellos que manosean conceptos de forma interesada y oculta. También reniega el autor de los divulgadores afables, los reduccionistas ingeniosos y de los oradores que se ganan la simpatía del público con mensajes vacuos.

El cénit de su reflexión se sitúa cuando califica a Italia (obra escrita inicialmente en la década de los noventa del siglo XX), como más inmoralmente politizado del mundo. Un podio por el que España disputaría en estos momentos. Y, en fin, se plantea el dilema de cómo puede salir la mosca de la botella. Su medicina está clara: huir de los creyentes de derechas y de izquierdas, y reivindicar –como hacía Pasolini- “el derecho del intelectual a estar siempre en la oposición”. Pero no se equidistantes, sino equicontrapuestos con la misma fuerza frente a la derecha y a la izquierda “según la respuesta que requiera la situación”. La cita de Orwell, fechada en 1946, es clarificadora de algo que hoy en día lamentablemente sigue empañando la visión de determinadas concepciones ideológicas: “El pecado de todas las personas de izquierda desde 1933 en adelante fue el de haber querido ser antifascistas sin ser antitotalitarios”. Ejercer, cuando ello sea imprescindible, la oposición a ambos lados del espectro ideológico no es, como reconoce el autor, una posición cómoda, pues representa que quien lo haga no será amado por nadie. Pero de ahí su grandeza moral. La conclusión final es muy precisa: “Hay siempre espacio para la Libertad, incluso cuando todo conspira contra ella”.

Libro también de recomendable lectura. No les oculto que he disfrutado muchísimo con su lectura. Además, aunque no sea lo importante (o tal vez sí), con una mirada que penetra profundamente también nuestra particular realidad política, social y cultural. No ha cambiado tanto desde que fue escrito.

Su ambición o su intención, como bien precisa en un apólogo, cuando escribió el libro no era otra que, haciendo suyas las palabras de Heinrich Heine, que la siguiente: “(…) yo devuelvo el pensamiento a la vida mediante el poder mágico de las palabras que todo el mundo puede comprender, gracias a la magia negra de un estilo sano, claro, popular”.