
(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)
“Es preciso recordar que no es lo mismo tener veinte años de experiencia que un año de experiencia repetido veinte veces”
(Pascual Montañés, Inteligencia Política. El poder creador en las organizaciones, 2003, p. 114)
En estos tiempos tan convulsos, al menos por lo que parece o nos cuentan, la experiencia es un atributo (como tantos otros) en declive. En verdad, sigue teniendo vigencia aquello de que “la experiencia es un grado”; pero la realidad más prosaica suele despreciar esa lectura. Y tal forma de proceder, como en tantas otras cosas, proviene de que no se ha querido comprender correctamente qué es la experiencia. O, todavía peor: en determinados ámbitos molesta, es cara (costes laborales) o sencillamente se confunde interesadamente con otras cosas. De esto último me quiero ocupar aquí.
Pero antes quisiera traer a colación la conocida jerarquía de capacidades que recogió en dos libros sucesivos (2008 y 2012), Gary Hamel. Bien es cierto que tal jerarquía estaba orientada exclusivamente hacia la empresa privada. En ella no salía muy beneficiada la experiencia, si bien aún mantenía un razonable peso en términos comparativos; aunque Hamel, como luego hicieron otros, daba más transcendencia a la implicación en el proyecto o en el propósito (pasión), a la creatividad (antesala de la innovación) o, en fin, a la iniciativa, que a la propia experiencia fruto de las destrezas adquiridas (puestas en acción) a través del intelecto (conocimiento). A saber:
Capacidades | Peso porcentual |
Pasión (Implicación) | 35 % |
Creatividad | 25 % |
Iniciativa | 20 % |
Experiencia/Intelecto | 15 % |
Diligencia | 5 % |
Obediencia | 0 % |
TOTAL | 100 % |
Hay que entender que la construcción de Gary Hamel partía de qué era realmente lo que creaba valor a las organizaciones del futuro. Y, en ese sentido, la obediencia y diligencia se presumían en una organización que quisiera sobrevivir, mientras que las palancas de transformación eran la implicación y la creatividad, jugando un rol intermedio la iniciativa y la experiencia. La dicotomía conceptual giraba en torno a organizaciones que apostaban por la adaptación y aquellas otras que solo pretendían mantener el statu quo o eran sencillamente incapaces de evolucionar y acoplarse a los nuevos tiempos.
Por no divagar de un lado para otro, centraré el foco de atención en el sector público, aunque algunas de estas reflexiones también convoquen a determinadas conductas existentes en el sector privado. Y, bajo ese punto de vista, es obvio que en las organizaciones públicas la implicación con el propósito o proyecto, la creatividad o el desarrollo de la capacidad de iniciativa, al margen de compromisos individuales que siempre se dan y hacen que el sistema no se derrumbe o de contextos organizativos absolutamente excepcionales, apenas cotizan de modo efectivo, al menos desde una perspectiva sistémica: las Administraciones Públicas y el resto de entidades del ecosistema público estimulan entre muy poco y nada tales capacidades; e incluso la mayor parte de las veces las ignoran.
Como las administraciones públicas son estructuras que están diseñadas institucionalmente para que quien entre a servir en ellas como funcionario o empleado público esté allí toda la vida activa y quien lo haga de cargo público pretenda asimismo vivir de (o en) lo público el plazo más largo que sea posible (siquiera sea transitando desordenadamente por diferentes posiciones de poder), tales organizaciones cabría suponer que se abonarían decididamente a poner en valor la experiencia como su rasgo diferencial. Sin embargo, eso tampoco es así: la proliferación en las altas estructuras de la función pública o en los cargos directivos, respectivamente, de los procedimientos de libre designación (función pública) o de libre nombramiento (cargos directivos), con su contrapunto en ambos casos del libre cese (algo más limitada, pero con poco vigor, esa facultad discrecional en el ámbito de la función pública), comporta que ambos sistemas de provisión/nombramiento, en su lado negativo, supriman de un plumazo el valor de la experiencia (mediante los consabidos y practicados ceses cuando hay cambios políticos o personales en la dirección gubernamental) . Dicho de otro modo, como organizaciones institucionalmente estúpidas tiran por la borda el conocimiento y las destrezas acumuladas, y vuelven una y otra vez a empezar de cero o al manido síndrome de la hoja en blanco o al famoso tejer y destejer del vestido de Penélope. El tiempo y el dinero que se pierde con este (mal) diseño institucional es alarmante.
Más grave aún es cuando se pretende usar torticeramente “la experiencia” como capacidad que justifica la prioridad que unas personas o determinados colectivos tienen para acceder al empleo público. En otras palabras, cuando se pervierte el sentido y finalidad de lo que la experiencia implica. La RAE es muy explícita al respecto cuando recoge en su segunda acepción que por experiencia cabe entender aquella “práctica prolongada que proporciona conocimiento o habilidad para hacer algo”. En ese sentido, la experiencia es una capacidad acumulativa de conocimientos y destrezas que permite añadir valor diferencial no solo funcional o de tarea sino también organizativo e institucional conforme el tiempo pasa. Pero la clave está en que, generalmente (salvo excepciones puntuales), el acceso a la función pública es la puerta de entrada no a un puesto de trabajo específico, sino a un abanico más o menos amplio o amplísimo a veces de posiciones estructurales y funcionales en la organización. Y este punto es importante.
Por consiguiente, la pretendida ecuación aplicada por doquier en esos procesos selectivos tanto “ordinarios” de facto (concurso-oposición) como “extraordinarios” o “excepcionales” de mentira, como son los de estabilización, hoy en día tan de moda, de que experiencia es igual a antigüedad (o al tiempo que se lleva calentando la silla) parte de premisas absolutamente falsas; por mucho que se intente revestir la antigüedad con el eufemismo de servicios efectivamente prestados a las Administraciones Públicas (1). Si luego además esos mismos criterios se aplican “los restos” (o residuos) de quienes no superan esos singulares procesos para incorporarlos, dado el origen de los procesos que nada acreditan, en bolsas de trabajo basura que nutrirán las futuras necesidades de las Administraciones Públicas, el mal sistémico se multiplica en el tiempo con efectos demoledores (en el sentido literal del término), que no se advertirán hasta los próximos años o décadas. Captar pretendido talento así, es jugar al escondite o a la ruleta rusa. Elijan.
Lo dice muy bien la cita que abre esta entrada. La confusión entre experiencia y antigüedad tiene efectos letales, como por lo demás ha estudiado con atención la doctrina (Jorge Fondevila, entre otros). Y en este caso concreto supone además un autoengaño: quienes invocan esa antigüedad como pretendida experiencia acreditativa de ese valor diferencial, pronto advertirán (en cuanto sean asignados a un puesto de trabajo distinto o concursen a él) que sus pretendidas fortalezas o capacidades (saber hacer una cosa) se transformarán con facilidad en debilidades manifiestas. Los servicios públicos (o los ciudadanos) lo pagarán con creces.
En efecto, los impactos sobre la prestación de servicios, también económicos como institucionales, que tales forma de actuar tienen (provisión/nombramientos y acceso), aunque sean de difícil valoración a priori, son y serán sin duda muy elevados. Pero, además, tal modo de (mal) entender y aplicar (peor) lo que son las imprescindibles capacidades ejecutivas de la Administración Pública explica en buena medida el retraso secular y la imposibilidad de transformar o reformar que muestran la política y la Administración española, un déficit en el que hoy en día todos coinciden en que debe corregirse (hasta el éxito o el fracaso del propio Plan de Recuperación depende en buena medida de ello), ya que el desarrollo efectivo de tales capacidades es existencialmente necesario para que este país salga adelante. No parece que se haya querido entender nada del problema real. Como tantas otras veces, la contingencia manda.
(1) Eso es lo que hace, por ejemplo, la reciente Resolución de la Secretaría de Estado de Función Pública (14 de noviembre de 2021) en un documento de Orientaciones sobre la ejecución de los procesos de estabilización de la Ley 20/2021, dirigidas a los propios órganos de selección de la Administración General del Estado. Intenta, eso sí, acotar porcentualmente el peso de esa antigüedad (o del eufemismo de servicios efectivos prestados); pero esa concepción periclitada de que antigüedad es igual a experiencia en los puestos de trabajo ejercidos sigue siendo el pilar central del procedimiento excepcional «selectivo» de concurso o de la descafeinada fase de concurso de méritos en los procedimientos de concurso-oposición en los procesos de estabilización; pero también en los demás; aparte de otros aspectos sobre las que ahora no procede ocuparse.
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